Entrevista a Ribeyro (1993)

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Flaco, parco, solitario, Ribeyro pasa una breve temporada en su departamento de Barranco. El célebre autor de La palabra del mudo, que se describe “envejecido y enfermo, aburrido y cansado” (texto 163 de Prosas apátridas), prepara una selección y traducción de cuatro cuentos de Guy de Maupassant. Además de un prólogo, todo en ocasión al primer centenario de la muerte de este narrador francés.

Sobre su escritorio, entre una copa de vino tinto y un cenicero del tamaño de un plato de sopa, una docena de libros de y sobre Maupassant descansan luego de la jornada. Lamento interrumpirlo en su labor, pero generosamente dice que no, que desearía conversar. Tal vez, como el protagonista de Dichos de Luder, en estas visitas Ribeyro aproveche “salir de su aislamiento y asomarse, aunque fuese por momentos, a una realidad que le era cada vez más extraña y, en muchos aspectos, insoportable”.

Hablemos sobre el estilo, que –como dice Marcel Proust– “no es una cuestión de técnica sino de visión”. Usted escribe en el texto 182 de Prosas apátridas: “El artista de genio no cambia la realidad, lo que cambia es nuestra mirada”. Tal afirmación me motiva a preguntarle cuál es su aporte al tratar los grandes temas como el amor, el éxito, la belleza, la muerte, la historia, la literatura. ¿Usted podría precisar en qué consiste su estilo?

–Es una pregunta muy complicada. (Breve silencio). En primer término, creo que los críticos deben partir de sus propias deducciones, más que de las opiniones de los autores. En segundo lugar, muchas veces los autores se equivocan frente a aquello que ellos mismos hacen. En este sentido, mucho más cerca de la verdad pueden estar los críticos que los autores. Después de todo, cada lector es como un ejecutante de una partitura. La partitura está escrita, el lector es el que la interpreta.

Cierto, pero aquella preocupación por el estilo es frecuente en sus libros. Por ejemplo, su personaje Luder dice: “El gran arte consiste no en el perfeccionamiento de un estilo, sino en la irrupción de un nuevo estilo” (texto 46 de Dichos de Luder).

–En efecto, muchas veces he insistido en eso: en la importancia y originalidad de un estilo. En el cuento “Té literario”, por ejemplo, digo: “Los grandes escritores tienen solamente un estilo”. El estilo es un continuo, es lo que le da unidad a la obra. Para citar un caso: en la obra de Alftredo Bryce –trátese de sus cuentos, novelas, ensayos o textos periodísticos– encontramos siempre un mismo estilo, un estilo inconfundible. Claro que se puede imitar su técnica tan coloquial, oral pero lo que no se puede copiar es su visión del mundo, que es algo muy profundo y que está en la raíz misma de cada escritor.

Por eso dice en el texto 98 de Dichos de Luder: “No hay que buscar la palabra más justa, ni la palabra más bella, ni la palabra más rara. Busca solamente tu propia palabra”.

–Efectivamente. Para poner un caso distinto: Vargas Llosa. Él es un escritor que no tiene un estilo, es un escritor que tiene muchos estilos. Tanto es así que cuando escribe sus novelas y textos periodísticos no utiliza el mismo estilo. Y tampoco es el mismo estilo el de La ciudad y los perros que el de La guerra del fin del mundo. Él, más o menos, va cambiando estilos, de acuerdo con los temas que va tratando o con el público al que va dirigiéndose. No me parece un defecto; al contrario, es una cierta virtud. Sin embargo, eso lo hace, desde mi punto de vista, menos original que otros escritores.

En el “Prólogo a la tesis de Marc Vaille-Angles”, texto que se encuentra en La caza sutil, dice usted que ha tenido la tentativa, al escribir los cuentos de La palabra del mudo, de representar la sociedad peruana. Pero, “como toda tentativa de esta naturaleza, se trata de un esfuerzo fragmentario, inconcluso y parcial”. ¿Niega que la literatura pueda ofrecer una lectura total del mundo?

–Así es (enciende un cigarrillo, fuma), porque creo que esa no es la misión de la literatura sino de la filosofía. Los filósofos tienen una forma de ejercer la inteligencia y el pensamiento con miras a una interpretación total de la realidad y del mundo. Yo pienso que esa es una función específica del filósofo y que al escritor le compete otra tarea. Una tarea que puede ir variando de escritor a escritor. Puede ser más ambicioso o menos ambicioso, pero da cuenta de hechos concretos que no van más allá de lo que quiere decir o, si van más allá, no es con la intención de hacer una interpretación global de la realidad. En mi opinión, las novelas totalizantes están en nuestra época algo dejadas de lado. Quines han hecho el esfuerzo de ser totalizantes, como Vargas Llosa, creo que no lo han conseguido. Salvo Robert Musil con El hombres sin cualidades. Esa sí me parece una novela que es una interpretación total de la realidad. Su autor toca allí todos los temas habidos y por haber. Hay referencias al psicoanálisis, al marxismo, a la locura, al estilo, al dinero, al poder. Su novela es un conglomerado de hechos y reflexiones sobre los hechos. Es, ciertamente, uno de los casos límite de la novela, donde el escritor expresa voluntariamente una visión del mundo que trata de ser total. El resto son simplemente visiones subjetivas, fragmentarias, parciales, discutibles.

En el texto 199 de Prosas apátridas usted afirma: “Lo que he escrito ha sido una tentativa para ordenar la vida y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un inventario de enigmas”. ¿Cree que esa visión escéptica del mundo pueda ser una de las claves de su obra?

–Sí, es posible, en la medida en que siempre he pensado que es muy difícil determinar dónde está la verdad, incluso en las investigaciones más profundas. Eso se nota sobre todo en algo a lo que presto mucho interés, que son los casos policiales, sea un crimen o una gran estafa. Allí hay tantos argumentos e indicios a favor de una posibilidad como de otra, hay una montaña de datos e informaciones que se contradicen tanto que uno termina con argumentos e indicios a favor de una posibilidad como de otra, hay una montaña de datos e informaciones que se contradicen tanto que uno termina con argumentos y contraargumentos, que uno se queda en la duda siempre. ¿Quién puede, verdaderamente, conocer la entraña de un asunto?

En el mismo texto se dice también: “Si alguna certeza adquirí fue que no existen certezas. Lo que es un buena definición del escepticismo”. La idea reaparece en el texto 97 de Dichos de Luder: “Es penoso irse del mundo sin haber adquirido una sola certeza”.

–Naturalmente. (Breve silencio). Es que nunca se puede llegar a conocer la verdad, porque ni siquiera uno se conoce a sí mismo. Todo el esfuerzo que hacemos en nuestra vida es querer saber quiénes somos y por qué actuamos de una manera y no de otra. Por eso pienso que la coronación de la Sabiduría sería saber quién es uno mismo: Ya lo decía Sócrates: “Conócete a ti mismo”. Ese viejo axioma es verdaderamente inmortal: conocerse será siempre el problema de todos los hombres.

Sin embargo, uno trata de aproximarse al conocimiento a través de diversos modos. Por ejemplo, a través de las conversaciones. En el texto 3 de Dichos de Luder dice: “Como ignoramos más de lo que sabemos, lo único que hacemos (al conversar) es canjear fragmentos de nuestra propia tiniebla interior”.

–Sí, por supuesto.

Uno se acerca también a la verdad por los amigos. El 16 de enero de 1957, en su diario personal, escribe usted: “Los amigos desarrollan en nosotros nuestras virtudes potenciales. Una persona sin amigos corre el riesgo de no llegar jamás a conocerse. Cada amigo es un espejo que nos refracta desde un ángulo distinto. Perder un amigo significa muchas veces neutralizar un sector de nuestra personalidad”.

–Claro, perdemos parte de nuestro ser con el amigo que desaparece.

La lectura permite aproximarnos a la verdad, pero también la redacción de un libro: “Escribir –anota usted en el texto 55 de Prosas apátridas–, más que transmitir un conocimiento, es acceder a un conocimiento. El acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se no presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva o caótica. Muchas cosas las conocemos o las comprendemos solo cuando las escribimos”. Del mismo modo, los viajes, las aventuras permiten acceder, hasta cierto límite, a la verdad. Eso es lo que se observa en su obra: tratar de conocerse desde diversos ángulos.

–Otra de las formas de conocerse es a través del amor, a través de la relación con una mujer. No solamente de conocerse, sino también de conocer. Siempre una relación amorosa es un libro donde uno aprende una cantidad de cosas sobre sí mismo y sobre el mundo. Es como una puerta que abre perspectivas que jamás había visto uno.

Hay algo muy curioso. En su novela Los geniecillos dominicales usted apunta que desearía concentrar la existencia en un juego de ajedrez: “Lo atractivo en este juego consistía en que nos daba una imagen simplificada de la vida, sometida a reglas estrictas y perfectamente lógicas” (Capítulo X). ¿Usted concibe la vida como un juego sin sentido? ¿Por qué?

–La vida la concibo como algo completamente irracional, imprevisible, donde no ha lógica ni dirección u objetivo determinados; al menos, no perceptibles para los humanos. ¿Para qué existen los seres vivientes? Cada vez que veo un bicho en mi casa me pregunto para qué diablos existe, qué función cumple este ser viviente que se mueve, hace desesperados esfuerzo por sobrevivir y, de pronto, alguien le da un pisotón y ahí terminó su vida.

Eso pertenece a su “terca costumbre de añadirle a las cosas una significación o inversamente extraer de ellas un mensaje” (texto 170 de Prosas apátridas).

–Sí, justamente. Ese es uno de los aspectos de mi espíritu filosófico: tratar de interrogarme siempre, buscar un sentido a las cosas sin poder nunca encontrarlas, pero en fin...

Lo anterior tal vez influya en sentido pesimista de la historia. Usted dice en el texto 12 de Prosas apátridas: “La historia es un juego cuyas reglas se han extraviado. Filósofos, antropólogos, sociólogos y políticos las buscan, cada cual por su lado, de acuerdo con sus intereses o a su temperamento. Pero solo encuentran retazos de ellas. Lo terrible sería que después de tantas búsquedas se llegue a la conclusión de que la historia es un juego sin reglas o, lo que es peor, un juego cuyas reglas se inventan a medida que se juega y que al final son impuestas por el vencedor”. Se observa que hay un tono pesimista en todo lo que dice.

–Pero eso tiene asidero en lo que ocurre. En la historia no existen reglas, no hay un progreso que va desde lo más rudimentario hasta lo más desarrollado, no hay una perfectibilidad en el hombre, en la sociedad. Un caso concreto: en Occidente, la Comunidad Económica Europea, conformada por varios países, daba entender, cuando se formó, que iba a un periodo pacífico, cuando de pronto surge la guerra intestina y feroz en Yugoslavia. Es un hecho que no estaba previsto. Tantos filósofos, sociólogos, economistas y politólogos que han escrito libros tan eruditos y que han dedicado toda su vida para prever lo que va a pasar se dan con algo que no habían siquiera supuesto. En ese sentido, la historia es un juego donde no hay reglas o, en el mejor de los casos, las reglas están perdidas.

Se observa que usted tiene una idea de la historia pendular o circular, en aquello del eterno retorno. En la “Nota del autor” de Cambio de guardia escribe: “Las sociedades tienden a veces a efectuar movimientos pendulares o circulares y en estas condiciones lo pasado puede ser lo futuro, lo presente lo olvidado y lo posible lo real”.

–Claro. Por ejemplo, se pensó en cierto momento que todos los países se iba a a orientar al socialismo y, de pronto, a fines de la década de 1980, todo ese ideal terminó repentinamente. Es decir, todos los héroes, todos los mitos, todos los emblemas del socialismo fueron derribados de un momento a otro. Ver las estatuas de Lenin, que en determinada época eran consideradas sagradas, tiradas al suelo con cadena nadie lo iba a prever. Anoche, viendo un documental, observaba, cuando estalló la revolución rusa, cómo las estatuas del zar eran exactamente derribadas al piso como las estatuas de Lenin setenta años después. Aquel sueño del socialismo desapareció y volvemos a un periodo de predominio capitalista, liberal. Pero eso no me convence mucho, porque Mares puede regresar. De pronto, las estatuas de Lenin, desde los depósitos donde se encuentran tiradas, pueden volver a ser erigidas. Puede ser, es posible. Lo cual llegaría a corroborar lo que digo: que la historia no es lineal, que hay el eterno retorno.

Como decía Friedrich Nietzsche.

–Como decía Friedrich Nietzsche y como decían muchos filósofos antes. Entre los orientales, incluso entre los pueblos precolombinos, siempre ha habido cierta tendencia, cierta línea de pensamiento en creer que la historia no es linea sino circular.

¿Sigue considerando, como en el texto 12 de Prosas apátridas, que “la tentativa más coherente para rescatar los principios de este juego es probablemente el marxismo”?

–No, ya no, solo lo pensé en una época.

¿Cuándo era marxista?

–Sí, pero solo era un marxista superficial, porque nunca he tenido la paciencia ni me he dado el trabajo de leer todo El capital, que me resultaba sumamente pesado, insoportable. He leído, en cambio, resúmenes que me han dado más o menos una idea del marxismo. Me parecía, entonces, que el marxismo era coherente, lógico, aceptable y a lo mejor lo es. Puede ser que algún día retorne a la misma creencia.

Usted también piensa que, en esencia, ocurren las mismas cosas: “Los hombres cambian, pero las instituciones se perpetúan” (texto 17 de Prosas apátridas).

–Claro, creo que estamos regresando, por ejemplo, después de ser abolida, a la época de la esclavitud. Hay un retorno a los sistemas esclavistas bajo una forma diferente. Un caso: todas esas personas que salen, emigran de sus países porque no tienen cómo vivir ahí y se van, clandestinamente, a Argentina, a Estados Unidos llegan a convertirse, de algún modo, en esclavos al ser contratados y colocados a trabajar en fábricas que les pagan el mínimo por jornadas de quince horas diarias. Hay una especie de retorno, en nuestra época, de ciertos estigmas que se creían superados. No pueden retornar en la misma forma, pero son equivalentes.

Cuando dice: “Toda revolución no soluciona los problemas sociales sino que los trasfiere de un grupo a otro” (texto 26 de Prosas apátridas) es un poco la idea de que siempre van a existir los problemas sociales y que estos se trasladan, pendular o circularmente, de un grupo a otro.

–La Revolución Francesa, para citar un ejemplo, liberó, si quiere usted, los grandes problemas sociales que tenían en esa época los campesinos, quienes eran los que más sufrían, pero luego estos pasaron a ser obreros y a continuar padeciendo los mismos males.

A Luder, uno de sus personajes, se le podría reprochar que es un escritor reaccionario porque desdeña el aspecto social y el aspecto político. Él mismo dice: “Cuando la nueva clase imponga su ley me colgará. No sé si mi retrato en la galería de Hombres Ilustres o si vivo y pataleando en el primer poste público. Dos formas ignominiosas de matarme” (texto 90 de Dichos de Luder).

–No, no es reaccionario. Digamos que es un poco cínico. Si repasamos las tres grandes escuelas filosóficas de la antigüedad griega, encontramos a los cínicos, a los escépticos y a los hedonistas. Yo siempre he creído ser un escéptico, pero con el tiempo he descubierto que soy también un poco cínico y bastante hedonista. Soy bastante hedonista, en el sentido de que le doy en mi vida cada vez más parte al placer: al placer de beber (señala su copa de vino tinto que bebe con intervalos), al placer de comer, al placer de amar, al placer de fumar (señala su cigarrillo), etcétera. Me parece que es un componente muy importante y que no hay que desdeñarlo y que, por el contrario, hay que buscarlo. Hay que explotar aquellas posibilidades que tenemos para disfrutar de los placeres. Aparte de esto, y aparte de ser escéptico, soy un poco cínico, en el sentido de que el cínico es la persona que no toma muy en serio las cosas. No es como el escéptico, que considera que es muy difícil llegar al conocimiento de la verdad, que todo es relativo en buena cuenta. El cínico es un escéptico, en cierta forma, pero que adquiere ya un tono un poco burlón, que no toma en serio las cosas, que las grandes ideas le importan un pito. (Sonríe).

¿No le parece que el escepticismo es una manera cómoda de librarse de los problemas?

–No, no creo. Es la forma más honrada. Por qué demonios uno va a defender una causa si no está, como escéptico, seguro de si es justa. Pero, obviamente, hay situaciones donde se toma partido. Por ejemplo, yo hace muchos años, desde que era joven, que no firmaba manifiestos ni intervenía en ningún tipo de actividad política militante. Pero cuando asesinaron a María Elena Moyano, fui yo quien redactó el documento y que motivó la firma de cien intelectuales que iban desde Miguel Gutiérrez hasta Mario Vargas Llosa. Ese crimen me pareció algo que me ofendió e indignó como ser humano, a extremo tal que creí necesario, en ese momento, decir algo. Naturalmente que después me di cuenta de que este documento no tuvo ninguna importancia, que fue publicado en dos o tres periódicos y ahí quedó la cosa; pero, en fin, en ese momento me resultó imperioso hacerlo.

En relación con el escepticismo. Usted en el texto 2 de Prosas apátridas escribe: “La duda, que es el signo de mi inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones, sin causa ni finalidad”. ¿A usted no le parece que la duda, el escepticismo pueden inutilizar los actos? Tanto se duda, que no se hace.

–Claro, por supuesto.

¿Y eso no le parece un defecto?

–Claro que es un defecto. Entre duda y acción siempre hay incompatibilidad: las personas que dudan se abstienen. Había un filósofo griego que tenía como divisa: “Abstente”. Pero no es por comodidad sino por inseguridad. Por ejemplo, en el caso de los diez desaparecidos de La Cantuta, que es una cosa indignante, pero sobre el cual no hay pruebas fidedignas, solamente indicios. Por desgracia, desde el punto de vista jurídico, los indicios no constituyen prueba. Yo no puedo condenar al general Hermoza Ríos, a Vladimiro Montesinos, al gobierno de Fujimori si no estoy convencido, si no tengo la prueba plena de que ellos son los culpables. ¿Cómo saber lo ocurrido? Nos basamos en presunciones creíbles, puesto que hay diez desaparecidos y que no se sabe dónde están. Algo ha ocurrido ahí. Pero ¿cómo podemos culpar a las personas mencionadas? Es muy posible que hayan desaparecido por un comando del Ejército, pero caben otras presunciones. Pueden haber sido, por soltar una hipótesis, conducidos a otros planetas para ser estudiados por extraterrestres. (Sonríe).

Para terminar, en el texto 6 de Prosas apátridas anota usted que los genios son aquellos locos que encuentran “la solución de un problema saltando por encima de las dificultades intermediarias”. ¿Quiere decir acaso que los genios no razonan mucho?

–Esa es la idea. (Breve silencio). Albert Eistein, por ejemplo, justamente por no entrar en un análisis más profundo, encontró la solución de pronto, sin razonamientos intermediarios. Lo mismo ocurre cuando uno escribe. Cuando uno escribe, por lo general, tiene una determinada cantidad de dudas y empieza a tachar cada frase, precisamente porque no es un genio. El genio encuentra la solución sin romperse la cabeza. Esto mismo ocurre en la pintura y en toda actividad del espíritu humano. “El genio no busca sino encuentra”, decía Pablo Picasso. Un genio, claro.

Pese a interrumpirlo tanto tiempo, le pedí, por último y como es natural, que me pusiera una dedicatoria a uno de sus libros: al primer volumen de La tentación del fracaso, su diario personal. No obstante, además, de que Ribeyro escribió el cuento “La señorita Fabiola”: “Nada me incomoda más que poner dedicatorias”. Aceptó gentilmente y, mientras anotaba algo, pasé a la terraza y contemplé el balneario con decenas de lucecillas. Nos despedimos finalmente y, luego de abandonar su departamento, leí: “Para Jorge, asombrado por el conocimiento que tiene de mi obra y compadeciéndolo por haber perdido tanto tiempo en ella. Muy afectuosamente, Julio Ramón”.

1993

Mar afuera

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Mar afuera

Julio Ramón Ribeyro


Desde que zarpara la barca, Janampa había pronunciado sólo dos o tres palabras, siempre oscuras, cargadas de reserva, como si se hubiera obstinado en crear un clima de misterio. Sentado frente a Dionisio, hacía una hora que remaba infatigablemente. Ya las fogatas de la orilla habían desaparecido y las barcas de los otros pescadores apenas se divisaban en lontananza, pálidamente iluminadas por sus faroles de aceite. Dionisio trataba en vano de estudiar las facciones de su compañero. Ocupado en desaguar el bote con la pequeña lata, observaba a hurtadillas su rostro que, recibiendo en plena nuca la luz cruda del farol, sólo mostraba una silueta negra e impenetrable. A veces, al ladear ligeramente el semblante, la luz se le escurría por los pómulos sudorosos o por el cuello desnudo y se podía adivinar una faz hosca, decidida, cruelmente poseída de una extraña resolución.

—¿Faltará mucho para amanecer?
Janampa lanzó sólo un gruñido, como si dicho acontecimiento le
importara poco y siguió clavando con frenesí los remos en la mar
negra.
Dionisio cruzó los brazos y se puso a tiritar. Ya una vez le habia
pedido los remos pero el otro rehusó con una blasfemia. Aún no
acertaba a explicarse, además, por qué lo había escogido a él,
precisamente a él, para que lo acompañara esa madrugada. Es cierto que el Mocho estaba borracho pero había otros pescadores disponibles con quienes Janampa tenía más amistad. Su tono, por otra parte, había sido imperioso. Cogiéndolo del brazo le había dicho:
—Nos hacemos a la mar juntos esta madrugada.
—Y fue imposible negarse. Apenas pudo apretar la cintura de la
Prieta y darle un beso entre los dos pechos.
—¡No tardes mucho! —había gritado ella, en la puerta de la
barraca, agitando la sartén del pescado.
Fueron los últimos en zarpar. Sin embargo, la ventaja fue pronto
recuperada y al cuarto de hora habían sobrepasado a sus
compañeros.
—Eres buen remador —dijo Dionisio.
—Cuando me lo propongo —replicó Janampa, disparando una risa
sorda.
Más tarde habló otra vez:
—Por acá tengo un banco de arenques. —Tiró al mar un salivazo—.
Pero ahora no me interesa. —Y siguió remando mar afuera.
Fue entonces cuando Dionisio empezó a recelar. El mar, además,
estaba un poco picado. Las olas venían encrespadas y cada vez que
embestían el bote, la proa se elevaba al cielo y Dionisio veía a
Janampa y el farol suspendidos contra la Cruz del Sur.
—Yo creo que está bien acá —se había atrevido a sugerir.
—¡Tú no sabes! —replicó Janampa, casi colérico.
Desde entonces, ya tampoco él abrió la boca. Se limitó a desaguar cada vez que era necesario pero observando siempre con recelo al pescador. A veces escrutaba el cielo, con el vivo deseo de verlo desteñirse o lanzaba furtivas miradas hacia atrás, esperando ver el reflejo de alguna barca vecina.
—Bajo esa tabla hay una botella de pisco —dijo de pronto Janampa—.
Échate un trago y pásamela.
Dionisio buscó la botella. Estaba a medio consumir y casi con
alivio vació gruesos borbotones en su garganta salada.
Janampa soltó por primera vez los remos, con un sonoro suspiro, y se apoderó de la botella. Luego de consumirla la tiró al mar.
Dionisio esperó que al fin fuera a desarrollarse una conversación
pero Janampa se limitó a cruzar los brazos y quedó silencioso. La
barca con sus remos abandonados, quedó a merced de las olas. Viró ligeramente hacia la costa, luego con la resaca se incrustó mar afuera. Hubo un momento en que recibió de flanco una ola espumosa que la inclinó casi hasta el naufragio, pero Janampa no hizo un ademán ni dijo una palabra. Nerviosamente buscó Dionisio en su pantalón un cigarrillo y en el momento de encenderlo aprovechó para mirar a Janampa. Un segundo de luz sobre su cara le mostró unas facciones cerradas, amarradas sobre la boca y dos cavernas oblicuas incendiadas de fiebre en su interior.
Cogió nuevamente la lata y siguió desaguando, pero ahora el pulso le temblaba. Mientras tenía la cabeza hundida entre los brazos, le pareció que Janampa reía con sorna. Luego escuchó el paleteo de los remos y la barca siguió virando hacia alta mar.
Dionisio tuvo entonces la certeza de que las intenciones de
Janampa no eran precisamente pescar. Trató de reconstruir la
historia de su amistad con él. Se conocieron hacía dos años en una construcción de la cual fueron albañiles. Janampa era un tipo
alegre, que trabajaba con gusto pues su fortaleza física hacía
divertido lo que para sus compañeros era penoso. Pasaba el día
cantando, haciendo bromas o aventándose de los andamios para
enamorar a las sirvientas, para quienes era una especie de tarzán o de bestia o de demonio o de semental. Los sábados después de cobrar sus jornales, se subían al techo de la construcción y se jugaban a los dados todo lo que habían ganado.
—Ahora recuerdo —pensó Dionisio. Una tarde le gané al póquer todo
su salario.
El cigarrillo se le cayó de las manos, de puro estremecimiento.
¿Se acordaría? Sin embargo, eso no tenía mucha importancia. Él
también perdió algunas veces. El tiempo, además, había corrido.
Para cerciorarse, aventuró una pregunta.
—¿Sigues jugando a los dados?
Janampa escupió al mar, como cada vez que tenía que dar una
respuesta.
—No —dijo y volvió a hundirse en su mutismo. Pero después añadió—:
Siempre me ganaban.
Dionisio aspiró fuertemente el aire marino. La respuesta de su
compañero lo tranquilizó en parte a pesar de que abría una nueva
veta de temores. Además, sobre la línea de la costa, se veía un
reflejo rosado. Amanecía, indudablemente.
—¡Bueno! —exclamó Janampa, de repente—. ¡Aquí estamos bien! —Y
clavó los remos en la barca. Luego apagó el farol y se movió en su
asiento como si buscara algo. Por último se recostó en la proa y
comenzó a silbar.
—Echaré la red —sugirió Dionisio, tratando de incorporarse.
—No —replicó Janampa—. No voy a pescar. Ahora quiero descansar.
Quiero silbar también... —Y sus silbidos viajaban hacia la costa,
detrás de los patillos que comenzaban a desfilar graznando—. ¿Te
acuerdas de esto? —preguntó, interrumpiéndose.
Dionisio tarareó mentalmente la melodía que su compañero
insinuaba. Trató de asociarla con algo. Janampa, como si quisiera
ayudarlo, prosiguió sus silbos, comunicándole vibraciones
inauditas, sacudido todo él de música, como la cuerda de una
guitarra. Vio, entonces, un corralón inundado de botellas y de
valses. Era un cambio de aros. No podía olvidarlo pues en aquella
ocasión conoció a la Prieta. La fiesta duró hasta la madrugada.
Después de tomar el caldo se retiró hacia el acantilado, abrazando
a la Prieta por la cintura. Hacía más de un año. Esa melodía, como
el sabor de la sidra, le recordaba siempre aquella noche.
—¿Tú fuiste? —preguntó, como si hubiera estado pensando en viva
voz.
—Estuve toda la noche —replicó Janampa.
Dionisio trató de ubicarlo. ¡Había tanta gente! Además, ¿qué
importancia tendría recordarlo?
—Luego caminé hasta el acantilado —añadió Janampa y rió, rió para
adentro, como si se hubiera tragado algunas palabras picantes y se
gozara en su secreto.
Dionisio miró hacia ambos lados. No, no se avecinaba ninguna
barca. Un repentino desasosiego lo invadió. Recién lo asaltaba la
sospecha. Aquella noche de la fiesta Janampa también conoció a la
Prieta. Vio claramente al pescador cuando le oprimía la mano bajo
el cordón de sábanas flotantes.
—Me llamo Janampa —dijo (estaba un poco mareado)—. Pero en todo el
barrio me conocen por «el buenmozo zambo Janampa». Trabajo de
pescador y soy soltero.
Él, minutos antes, le había dicho también a la Prieta:
—Me gustas. ¿Es la primera vez que vienes aquí? No te había visto
antes.
La Prieta era una mujer corrida, maliciosa y con buen ojo para los
rufianes. Vio detrás de todo el aparato de Janampa a un donjuán de
barriada vanidoso y violento.
—¿Soltero? —le replicó—. ¡Por allí andan diciendo que tiene usted
tres mujeres! —Y tirando del brazo de Dionisio, se lanzaron a
cabalgar una polca.
—Te has acordado, ¿verdad? —exclamó Janampa—. ¡Aquella noche me
emborraché! ¡Me emborraché como un caballo! No pude tomar el
caldo... Pero al amanecer caminé hasta el acantilado.
Dionisio se limpió con el antebrazo un sudor frío. Hubiera querido
aclarar las cosas. Decirle para qué lo había seguido aquella vez y
qué cosa era lo que ahora pretendía. Pero tenía en la cabeza un
nudo. Recordó atropelladamente otras cosas. Recordó, por ejemplo,
que cuando se instaló en la playa para trabajar en la barca de
Pascual, se encontró con Janampa, que hacía algunos meses que se
dedicaba a la pesca.
—¡Nos volveremos a encontrar! —había dicho el pescador y, mirando
a la Prieta con los ojos oblicuos, añadió—: Tal vez juguemos de
nuevo como en la construcción. Puedo recuperar lo perdido.
Él, entonces, no comprendió. Creyó que hablaba del póquer. Recién
ahora parecía coger todo el sentido de la frase que, viniendo
desde atrás, lo golpeó como una pedrada.
—¿Qué cosa me querías decir con eso del póquer? —preguntó
animándose de un súbito coraje—. ¿Acaso te referías a ella?
—No sé lo que dices —replicó Janampa y, al ver que Dionisio se
agitaba de impaciencia, preguntó—: ¿Estás nervioso?
Dionisio sintió una opresión en la garganta. Tal vez era el frío o
el hambre. La mañana se había abierto como un abanico. La Prieta
le había preguntado una noche, después que se cobijaron en la
orilla:
—¿Conoces tú a Janampa? Vigílalo bien. A veces me da miedo. Me
mira de una manera rara.
—¿Estás nervioso? —repitió Janampa—. ¿Por qué? Yo sólo he querido
dar un paseo. He querido hacer un poco de ejercicio. De vez en
cuando cae bien. Se toma el fresco...
La costa estaba aún muy lejos y era imposible llegar a nado.
Dionisio pensó que no valía la pena echarse al agua. Además, ¿para
qué? Janampa —ya caían gotas de mañana en su cara— estaba quieto,
con las manos aferradas a los remos inmóviles.
—¿Lo has visto? —volvió a preguntar la Prieta una noche—. Siempre
ronda por acá cuando nos acostamos.
—¡Son ideas tuyas! —Entonces estaba ciego—. Lo conozco hace
tiempo. Es charlatán pero tranquilo.
—Ustedes se acostaban temprano... —empezó Janampa— y no apagaban
el farol hasta la medianoche.
—Cuando se duerme con una mujer como la Prieta... —replicó
Dionisio y se dio cuenta que estaban hollando el terreno temido y
que ya sería inútil andar con subterfugios.
—A veces las apariencias engañan —continuó Janampa— y las monedas
son falsas.
—Pues te juro que la mía es de buena ley.
—¡De buena ley! —exclamó Janampa y lanzó una risotada.
Luego cogió la red por un extremo y de reojo observó a Dionisio,
que miraba hacia atrás.
—No busques a los otros botes —dijo—. Han quedado muy lejos.
¡Janampa los ha dejado botados! —Y sacando un cuchillo, comenzó a
cortar unas cuerdas que colgaban de la red.
—¿Y sigue rondando? —preguntó tiempo después a la Prieta.
—No —dijo ella—. Ahora anda tras la sobrina de Pascual.
A él, sin embargo, no le pareció esto más que una treta para
disimular. De noche sentía rodar piedras cerca de la barraca y al
aguaitar a través de la cortina, vio a Janampa varias veces
caminando por la orilla.
—¿Acaso buscabas erizos por la noche? —preguntó Dionisio.
Janampa cortó el último nudo y miró hacia la costa.
—¡Amanece! —dijo señalando el cielo. Luego de una pausa, añadió—: No; no buscaba nada. Tenía malos pensamientos, eso es todo. Pasé muchas noches sin dormir, pensando... Ya, sin embargo, todo se ha arreglado...
Dionisio lo miró a los ojos. Al fin podía verlos, cavados
simétricamente sobre los pómulos duros. Parecían ojos de pescado o de lobo. «Janampa tiene ojos de máscara», había dicho una vez la Prieta. Esa mañana, antes de embarcarse, también los había visto.
Cuando forcejeaba con la Prieta a la orilla de la barraca, algo lo
había molestado. Mirando a su alrededor, sin soltar las adorables
trenzas, divisó a Janampa apoyado en su barca, con los brazos
cruzados sobre el pecho y la peluca rebelde salpicada de espuma.
La fogata vecina le esparcía brochazos de luz amarilla y los ojos
oblicuos lo miraban desde lejos con una mirada fastidiosa que era
casi como una mano tercamente apoyada en él.
—Janampa nos mira —dijo entonces a la Prieta.
—¡Qué importa! —replicó ella, golpeándole los lomos—. ¡Que mire
todo lo que quiera! —Y prendiéndose de su cuello, lo hizo rodar
sobre las piedras. En medio de la amorosa lucha, vio aún los ojos
de Janampa y los vio aproximarse decididamente.
Cuando lo tomó del brazo y le dijo: «Nos hacemos a la mar esta
madrugada», él no pudo rehusar. Apenas tuvo tiempo de besar a la Prieta entre los dos pechos.
—¡No tardes mucho! —había gritado ella, agitando la sartén del
pescado.
¿Había temblado su voz? Recién ahora parecía notarlo. Su grito fue como una advertencia. ¿Por qué no se acogió a ella? Sin embargo, tal vez se podía hacer algo. Podría ponerse de rodillas, por ejemplo. Podría pactar una tregua. Podría, en todo caso, luchar...


Elevando la cara, donde el miedo y la fatiga habían clavado ya sus zarpas, se encontró con el rostro curtido, inmutable, luminoso de Janampa. El sol naciente le ponía en la melena como una aureola de luz. Dionisio vio en ese detalle una coronación anticipada, una señal de triunfo. Bajando la cabeza, pensó que el azar lo había
traicionado, que ya todo estaba perdido. Cuando sobre la
construcción, a la hora del juego, le tocaba una mala mano, se
retiraba sin protestar, diciendo: «Paso, no hay nada que hacer»...
—Ya me tienes aquí... —murmuró y quiso añadir algo más, hacer
alguna broma cruel que le permitiera vivir esos momentos con
alguna dignidad. Pero sólo balbuceó—: No hay nada que hacer...
Janampa se incorporó. Sucio de sudor y de sal, parecía un monstruo marino.
—Ahora echarás la red desde la popa —dijo y se la alcanzó.
Dionisio la tomó y, dándole la espalda a su rival, se echó sobre
la popa. La red se fue extendiendo pesadamente en el mar. El
trabajo era lento y penoso. Dionisio, recostado sobre el borde,
pensaba en la costa que se hallaba muy lejos, en las barracas, en las fogatas, en las mujeres que se desperezaban, en la Prieta que rehacía sus trenzas... Todo aquello se hallaba lejos, muy lejos; era imposible llegar a nado...
—¿Ya está bien? —preguntó sin volverse, extendiendo más la red.
—Todavía no —replicó Janampa a sus espaldas.
Dionisio hundió los brazos en el mar hasta los codos y sin apartar
la mirada de la costa brumosa, dominado por una tristeza anónima que diríase no le pertenecía, quedó esperando resignadamente la
hora de la puñalada.


(París, 1954)

Historia de una amistad

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Historia de una amistad

(Artículo)

Durante casi tres décadas los escritores peruanos Julio Ramón Ribeyro y Mario Vargas Llosa fueron amigos. Se conocieron a fines de 1958, poco después de que Ribeyro retornara al Perú y poco antes de que Vargas Llosa viajara a Madrid gracias a una beca.

Ambos autores, hasta entonces, sólo eran conocidos como cuentistas. Ribeyro tenía dos conjuntos de relatos editados: Los gallinazos sin plumas (1955) y Cuentos de circunstancias (1958). Vargas Llosa, en cambio, había publicado dos cuentos en 1957: "Los jefes" en una separata de la revista Mercurio Peruano y "El abuelo" en el suplemento Dominical del diario El Comercio.

Vargas Llosa dice en El pez en el agua (1993) –sus memorias– que Ribeyro, antes de conocerlo personalmente, era el más estimado entre los narradores jóvenes. "Todos lo comentábamos con respeto", dice.

En una entrevista de 1993, Ribeyro recuerda que conoció a Vargas Llosa en casa de unos amigos: "Tenía una personalidad muy fuerte. Estaba muy seguro siempre de lo que decía y escribía. Eso impresionaba mucho. Luego, en París, lo conocí mejor. Fuimos colegas en la agencia France Presse".

En París

Después de intentar infructuosamente ser profesor en San Marcos y a través de una beca concedida por el gobierno francés, Ribeyro se instala en París en 1960. Allí se reencuentra con Vargas Llosa, quien vivía en la capital francesa desde 1959 y trabajaba en la sección española de la agencia France Presse, después de ser profesor en la Escuela Berlitz.

Por mediación de Vargas Llosa y del también narrador peruano Luis Loayza, Ribeyro se incorpora a France Presse. "Seis horas de trabajo diario, a menudo fatigante, pero decorosamente pagado", anota Ribeyro el 21 de abril de 1961, en el segundo volumen de La tentación del fracaso (1993), su diario personal. Tal vez ésta sea la época en que más se frecuentaron nuestros escritores. Asisten a fiestas junto a las primas de Vargas Llosa, quien desde 1954 estaba casado con Julia Urquidi.

En un artículo de 1984, Vargas Llosa rememora esos tiempos: "Recuerdo que en la agencia de noticias donde trabajábamos hace mil años, Ribeyro, entre cable y cable, se distraía describiendo animales sinuosos: cangrejos, pulpos, cucarachas".

Vargas Llosa, en 1962, encuentra un mejor empleo en la Radio Televisión Francesa. Tiene buen sueldo, más tiempo para corregir La ciudad y los perros (1963), su primera novela. Luego de que ésta fuera publicada, Ribeyro da su impresión en su diario, el 16 de marzo de 1964: "Está prodigiosamente bien construida, escrita, elaborada en sus menores detalles. De un coup de pouce maestro ha elevado la novela peruana y latinoamericana a un nivel literario universal". De todas las novelas de Vargas Llosa, ésta era la preferida de Ribeyro.

El libro, como se sabe, recuerda la juventud de su autor en el gobierno del general Manuel A. Odría (1948-1956). De manera similar Luis Loayza y Ribeyro se centraron en este periodo en sus novelas Una piel de serpiente (1964) y Los geniecillos dominicales (1965), que fueron comentadas por Vargas Llosa en el diario Expreso. Sobre este último libro, en 1966, el autor de La ciudad y los perros escribió: "Con esta novela, Ribeyro no sólo ha trazado su biografía espiritual de escritor, ha escrito además el más hermoso de sus libros, el de gloria más cierta y durable".

La tendencia política de ambos narradores, de otro lado, era conocida en los círculos intelectuales, pero se hizo pública en 1965, cuando declararon abiertamente su respaldo a la lucha armada del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), dirigida por Luis de la Puente Uceda.

Ambos firmaron un manifiesto con seis peruanos que se encontraban en París. El texto, que apareció en la revista Caretas, dice: "Aprobamos la lucha armada iniciada por el MIR, condenamos a la prensa interesada que desvirtúa el carácter nacionalista y reivindicativo de las guerrillas, censuramos a la violenta represión gubernamental y ofrecemos nuestra caución moral a los hombres que en estos momentos entregan su vida para que todos los peruanos puedan vivir mejor".

En Barcelona

Al año siguiente, en 1966, Vargas Llosa se traslada a Londres luego del éxito de su segunda novela La casa verde (1966). En una carta al crítico y traductor alemán Wolfgang A. Luchting, del 24 de octubre de 1966, Vargas Llosa, refiriéndose a las particularidades de la obra de Ribeyro, dice: "Todos sus cuentos y novelas son fragmentos de una sola alegoría sobre la frustración fundamental de ser peruano: frustración social, individual, cultural, psicológica y sexual".

En la capital británica, el consagrado novelista vivirá hasta 1970. Posteriormente se muda a Barcelona. En una entrevista de 1971, Ribeyro declara sobre Conversación en La Catedral (1969), tercera novela de Vargas Llosa: "Me ha gustado menos que La ciudad y los perros y La casa verde. Creo que Vargas Llosa no es tan universal en esta obra suya como en las otras".

En su diario, personal, por otro lado, Ribeyro anota el cuatro de julio de 1971 que Vargas Llosa fue a almorzar a su casa con su esposa Patricia y sus hijos Alvaro y Gonzalo: "Uno de los tantos encuentros esporádicos, en los últimos años, desde que, digamos, Vargas Llosa subió al carro de la celebridad. Difícil comunicación, a pesar de la presencia de Alfredo Bryce. En Vargas Llosa hay una afabilidad, una cordialidad fría, que establece de inmediato (siempre ha sido así, me doy cuenta cada vez más) una distancia entre él y sus interlocutores. Noté esta vez, además, una tendencia a imponer su voz, a escuchar menos que antes y a interrumpir fácilmente el desarrollo de una conversación que podía ir lejos. Vargas Llosa da la impresión de no dudar de sus opiniones. Todo lo que se dice para él es evidente. El posee o cree poseer la verdad. No obstante, conversar con él es casi siempre un placer por la pasión y el énfasis que pone al hacerlo y su tendencia a la hipérbole, lo que hace de su discurso algo divertido y convincente".

Ambos escritores, en 1973, publican libros. Ribeyro saca a luz los dos primeros volúmenes de La palabra del mudo y Vargas Llosa su cuarta novela, Pantaleón y las visitadoras. En una entrevista de ese año, Ribeyro declara que la literatura peruana atraviesa un momento magnífico y que el nuevo libro de Vargas Llosa sale de la trayectoria normal de su autor, pues es muy diferente a todo lo que ha escrito antes: "Hay la intención de jugar un poco con el humor. Es una obra difícil que muchos no aprecian. Pero yo creo que es una bomba de tiempo. Los efectos de su lectura se producen una vez que se ha terminado de leer".

En Lima

Vargas Llosa retorna al Perú a mediados de 1974 con la intención de residir en el país definitivamente. A pesar de su apoyo a algunas reformas del régimen del general Juan Velasco Alvarado, se opuso, en 1975, a la expropiación de los medios de comunicación. La clausura del semanario Caretas ocasionó su rápida reacción en una severa carta al Presidente de la República: "Con el cierre de esta publicación desaparece el último órgano independiente del Perú y se instala definitivamente la noche de la obsecuencia en los medios de comunicación del país". Las críticas hacia el novelista, desde las izquierdas, fueron duras.

En cambio, Ribeyro continuó con su adhesión al velasquismo. En 1970 había ingresado a la diplomacia, gracias a su amistad con el Presidente de la República, como agregado cultural de la embajada peruana en Francia. Se sabe que el cuentista conoció a Velasco Alvarado en París en 1963, cinco años antes de que éste diera el golpe de Estado que lo llevó al poder. En 1972, Ribeyro había ascendido de puesto al ser nombrado representante alterno del Perú ante la Unesco.

En una entrevista de 1976 para el diario La Prensa, Vargas Llosa dijo: "Considero a Ribeyro un magnífico cuentista, uno de los mejores de América Latina y probablemente de la lengua española, injustamente no reconocido como tal". La aparición de La tía Julia y el escribidor (1977) provocaría en Ribeyro la opinión de que Vargas Llosa decae cuando sus novelas son autobiográficas. "Los libros que ha sacado de su manga son los mejores", dijo en una entrevista de 1988.

La guerra del fin del mundo (1981), de Vargas Llosa, motivó el siguiente comentario de Ribeyro en la última entrevista citada: "La novela no me ha gustado mucho. Pero es evidente que se requiere un gran esfuerzo de información y de imaginación para haberla escrito". Más adelante afirma: "Está poblada de frases muy malas, empezando por la primera del libro, pero eso no tiene ninguna importancia, porque incluso sumando malas frases se puede llegar a escribir obras de gran fuerza y belleza".

En Londres

Desde 1983 Vargas Llosa pasa más tiempo en Londres. En tanto, Ribeyro continúa su residencia en París. En 1984, un año antes de que aparezca la edición definitiva de Prosas apátridas de Ribeyro, Vargas Llosa escribió un comentario sobre este libro en Caretas: "Aunque la obra más importante de Julio Ramón Ribeyro son sus cuentos y novelas, tengo predilección por estas Prosas apátridas".

Tal vez Vargas Llosa quiso agradecer cortésmente el apunte que Ribeyro hizo sobre él en el texto 166 de la obra, que íntegramente dice: "El curita profesor del colegio andino que encontré en la feria de Huanta. No sé cómo terminamos almorzando y tomando cerveza juntos en una tienda campestre. ‘Julio Ramón Ribeyro’, decía mirándome arrobado, ‘¡quién lo iba a pensar!’ ésta y otras frases del mismo género (‘¡Me parece mentira, Julio Ramón Ribeyro!’) puntuaron nuestro encuentro. Cuando nos despedimos, al estrecharme la mano calurosamente, añadió: ‘¡Y decir que he almorzado con el autor de La ciudad y los perros!’. Quedé lelo. Todo había sido producto de un equívoco. No lo desengañé, ¿para qué? Que me atribuyera además la célebre novela de Vargas Llosa me pareció lisonjero. Que más tarde descubriera su error y me tomara por un impostor, poco me importa".

Al aparecer su colección de cuentos Sólo para fumadores (1987), Ribeyro rompió un silencio de una década como cuentista. En el relato "Ausente por tiempo indefinido", que integra este libro, algunos lectores han encontrado una alusión a Vargas Llosa. Ahí, Mario, el protagonista, desaparece de un día a otro para terminar de escribir su ansiada novela. Por más que se esfuerza, desde su retiro en Chosica, no se siente complacido con el producto final. Quizá sea una referencia a la novela total, ambición mayor de Vargas Llosa, que según pensaba Ribeyro es imposible de crearla en la actualidad, pues el universo literario se ha extendido demasiado.

Un año antes, el presidente Alan García (1985-1990) tuvo un papel importante en la vida del celebrado cuentista: lo condecoró con la Orden del Sol, máximo reconocimiento del gobierno peruano, y lo nombró delegado permanente del país con categoría de embajador ante la Unesco, función que cumplió hasta julio de 1990.

Casi tres meses después de estos hechos, se produjo la matanza contra los presos de las cárceles de Lurigancho y El Frontón. Vargas Llosa escribió inmediatamente una carta a Alan García, que fue publicada en el diario El Comercio con el título de "Una montaña de cadáveres" y donde señala: "La manera como se ha reprimido estos motines sugiere más un arreglo de cuentas con el enemigo que una operación cuyo objetivo era restablecer el orden". Ribeyro, en cambio, optó por el silencio, lo que fue criticado por diversos sectores del país.

Al año siguiente, en 1987, cuando Vargas Llosa actuó decididamente contra la nacionalización de la banca propuesta por el Presidente de la República, Ribeyro declaró a la agencia France Presse: "Tengo una vieja y estrecha amistad con Mario Vargas Llosa y lo admiro muchísimo como escritor. Por ello me mortifica tener que discrepar con él a propósito del debate sobre la nacionalización del crédito. Pero, por encima de los sentimientos personales, están los intereses del país. Y, a mi juicio, estos intereses coinciden con el proyecto gubernamental del presidente Alan García, con la grave coyuntura que atraviesa el Perú y con mis propias convicciones. El debate actual, por otra parte, rebasa el motivo que lo originó para convertirse en una confrontación entre los partidarios del status quo y los partidarios del cambio".

Más adelante, Ribeyro agrega: "Y en este debate, pienso que la posición asumida por Vargas Llosa lo identifica objetivamente con los sectores conservadores del Perú y lo oponen a la irrupción irresistible de las clases populares que luchan por su bienestar, y que terminarán por imponer su propio modelo social, más justo y solidario, por más que nos pese a los hijos de la burguesía".

Pasados cinco años, Ribeyro publica el primer volumen de su diario personal La tentación del fracaso y, al año siguiente, Vargas Llosa saca a luz sus polémicas memorias El pez en el agua, donde el novelista recuerda: "En los días de la estatización de la banca, la prensa aprista difundió, con mucho bombo, unas declaraciones furibundas de Julio Ramón Ribeyro, desde París, acusándome de identificarme ‘objetivamente con los sectores conservadores del Perú’ y oponerme ‘a la irrupción irresistible de las clases populares’. Ribeyro, escritor muy decoroso, hasta entonces amigo mío, había sido nombrado diplomático ante la Unesco por la dictadura de Velasco y fue mantenido en el puesto por todos los gobiernos sucesivos, dictaduras o democracias, a los que sirvió con docilidad, imparcialidad y discreción. Poco después, José Rosas-Ribeyro, un ultraizquierdista peruano de Francia, lo describía, en un artículo de Cambio, trotando por París con otros funcionarios del gobierno aprista en busca de firmas para un manifiesto en favor de Alan García y de la estatización de la banca que firmaron un grupo de ‘intelectuales peruanos’ establecidos allí. ¿Qué había tornado al apolítico y escéptico Ribeyro en un intempestivo militante socialista? ¿Una conversión ideológica? El instinto de supervivencia diplomática. Así me lo hizo saber él mismo, en un mensaje que me envió en esos mismos días (y que a mí me hizo peor efecto que sus declaraciones), con su editora y amiga mía Patricia Pinilla. ‘Dile a Mario que no haga caso a las cosas que declaro contra él, pues sólo son coyunturales".

El autor de La palabra del mudo, animado por varios amigos, escribió una respuesta a Vargas Llosa, pero jamás la hizo pública por ser enemigo de polémicas. Consideró, además, que sería una contienda desigual, ya que Vargas Llosa, por su mayor acceso a los medios de comunicación en varios países, tendría siempre un público más amplio.

Esta historia tiene su colofón con la muerte de Ribeyro, ocurrida el cuatro de diciembre de 1994. Hay quienes esperaron algún artículo de homenaje de Vargas Llosa al desaparecido cuentista, pero fue en vano. Y hay quienes lo seguimos esperando, nobleza obliga.

Sin duda, en los siguientes años se conocerá más acerca de esta relación –que duró casi tres decenios– con otros documentos, como las cartas de ambos y los volúmenes restantes del diario personal del celebrado cuentista.





LA INSIGNIA por Julio Ramón Ribeyro


Julio Ramón Ribeyro Zúñiga (Lima, 31 de agosto de 1929 - †4 de diciembre de 1994). Escritor peruano. Es considerado uno de los mejores cuentistas de la literatura peruana. Inició su carrera como escritor con el cuento Vida Gris. Tuvo éxito también en otros géneros: novela, ensayo, teatro, diario y aforismo. El año de su muerte ganó el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo. Sus obras han sido traducidas a numerosas lenguas. Estudió Literatura y Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú. En 1960 migró a París, donde trabajó en la France Press, y luego como consultor cultural y embajador de la UNESCO.



Para leer más cuentos de Ribeyro pinche aqui.


LA INSIGNIA
Julio Ramón Ribeyro

Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamente de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: "Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo".

Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.

Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidenbte que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato e observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: "Aquí tenemos libros de Feifer". Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: "Feifer estuvo en Pilsen". Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: "Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga". Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.

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Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hobre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESION: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas disgresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.

Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.
- Es usted nuevo, ¿verdad? -me interrogó, un poco desconfiado.
- Sí -respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia-. Tengo poco tiempo.
- ¿Y quién lo introdujo?
Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.
-Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el...
- ¿Quién? ¿Martín?
- Sí, Martín.
-!Ah, es un colaborador nuestro!
- Yo soy un viejo cliente suyo.
- ¿Y de qué hablaron?
-Bueno... de Feifer.
-¿Qué le dijo?
-Que había estado en Pilsen. En verdad... yo no lo sabía
-¿No lo sabía?
- No -repliqué con la mayor tranquilidad.
- ¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?
- Eso también me lo dijo.
-!Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!
-En efecto -confirmé- Fue una pérdida irreparable.
Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención .
-Tráigame en la próxima semana -dijo- una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.
Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.
-!Admirable! -exclamó- Trabaja usted con rapidez ejemplar.

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Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Mas tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un meno en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastro.

De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. "Ha ascendido usted un grado", me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en térmios vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.

En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas poque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.

Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.

A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.

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Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo le llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.


TABACO Y LITERATURA

7:28
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(Este artículo fue inspirado por la lectura de Solo para fumadores de J.R.R)

El escritor André Gide, que murió octogenario y fumando dijo una vez: "Escribir es para mí un acto complementario al placer de fumar".


Esto no se trata en lo absoluto de una apología al tabaco, más bien he procurado hacer un recuento anecdótico de la curiosa y perenne vinculación que dicho estimulante ha tenido con los hombres letrados… y es que, si bien Bukowski, Dylan thomas y Malcom Lowry dedicaron extensas paginas de su obra al néctar dionisiaco “el alcohol” y De Quencey opto por devorar el opio mientras que toda una generación “los beatniks” encabezados por Burroughs y Ginsberg preferían el acido Lisérgico así como Dotoievski la ruleta.

Han habido a lo largo de la historia literaria innumerables chimeneas, amantes de la pipa, los puros y la nicotina, que seria bueno recordar y conocer desde otro ángulo, uno que acompaño de cerca sus geniales prosas y lirismo…

Recuerdo una foto en que Robert Louis Stevenson, autor de La Isla del Tesoro y Mr. Jekyll and Dr. Hyde, aparece portentoso frente a la cámara, esgrimiendo un cigarrillo en su mano derecha. El escocés dotaba al tabaco de una majestuosidad sólo comparable a la de su trabajo literario. Aventuras que influirían en clásicos modernos como Borges.

El escritor de Tom Sawyer amigo de Stevenson, también es digno de recordarse como un vicioso del tabaco. Mark Twain usaba pipa y fue de los primeros en reconocer que era esclavo de una adicción, la cual relacionaba con su virtual imposibilidad de dejar de escribir. Con su habitual sentido del humor, Twain dijo en una ocasión "Dejar de fumar es fácil, yo ya lo dejé unas 100 veces".

Por su parte el también novelista y creyente en el espiritismo Arthur Conan Doyle no se apartaba de su pipa. La relación entre tabaco y agudeza que veía Doyle fue tal, que la reflejó en el erudito investigador Sherlock Holmes, también empedernido fumador.

Oscar Wilde también solía fumar varios cigarrillos, antes y durante la creación de sus novelas lo mismo que el poeta Trascendentalista Walt Whitman y el genio tras madame Bovary, Gustave Flaubert. El francés fue un fumador tenaz, al punto que tenía los dientes cariados y el bigote amarillo.

Si de actividad grupal se trata, el circulo existencial conformado por Albert Camus, Simone de Beauvoir, el jazzista y escritor de género Boris Vian, el dramaturgo Jean Genet y desde luego el maestro del ser y la nada Jean Paul Sastre, daban rienda en tertulia, a sus discusiones encumbradas en torno a la antinomia de la realidad humana como absurdo, en el café de Flore, en Saint-Germain-des-Prés, acompañados de tabaco y alcohol.

Hemingway maestro de prosa lacónica y directa, fue un hombre que gustaba de las pipas grandes y robustas. Su colección le permitía aguantar largas veladas en compañía de un buen ron o una malta. African dream es el nombre de una mezcla de tabaco de pipa creada por el propio escritor que hoy se comercializa en Estados Unidos.

William Faulkner otro epónimo de la literatura norteamericana moderna, con un estilo opuesto al de Ernest Hemingway, exuberante, fértil en descripciones e intrincados juegos narrativos, compartió con su paralelo de la generación perdida si bien no similitud de estilos, si el amor por el tabaco y la pipa.

Otro destacado del circulo que se reunía en Paris en torno a Gertrude Stein y Ezra Pound, en este caso Irlandés y creador del Ulises, James Joyce. Si bien no invento su propia mezcla de tabaco, mientras fumaba indiscriminadamente se las arreglo para pasar a la historia por reformular la forma de narrar desde el yo, potenciando el poder del monologo y el fluir de la conciencia.

Ya entrados en la segunda mitad del siglo recién pasado, el norteamericano Paul Auster también dedica en su trilogía de Nueva York, haciendo gala de su particular estilo compuesto de azarosos encuentros y trivial erudición, datos curiosos acerca del tabaco, vinculando este a los casos más insólitos. No es mera casualidad la presencia de la nicotina es sus páginas, pues también al incursionar en el cine, ha tratado de cerca el tema. Tanto en la película Smoke en la cual hace de guionista como en Blue in the face en la que además de trabajar la historia codirige junto a Wayne Wang.

En ambos films, asistimos a una serie de historias descabelladas ligadas en torno a una tienda suministradora de tabaco. El local atendido por un excéntrico personaje Auggie Wren (Harvey Kaytel) es el punto de reunión para inusuales tipos que revelan su vivencia frente al tabaco, entre ellos el canoso director independiente, Jim Jarmusch, quien dirigiría luego algo similar a las cintas de Wang y Auster (Coffe and Cigarettes) sólo que en blanco y negro y añadiendo al cigarro, el café, como el dice, el desayuno perfecto…

Casos dignos de mencionar por su cercanía, el cronopio Julio Cortázar, Inolvidable es la foto en que mirando de frente a la cámara, sostiene un pucho entre sus labios. Quizá sea mal de los cuentistas, pues otro grande del relato corto, el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (la palabra del mudo, prosas apatridas y los gallinazos sin plumas) tampoco parece soltar su cigarro. Incluso el descaro de su vicio lo llevo a revelar desde una postura ontológica, en un genial cuento autobiográfico llamado Solo para fumadores, la relación entre el tabaco y la literatura. La afición lo lleva a definir el carácter esencial del objeto, elaborar un teoría sobre su mágica atracción y a través de una serie de viajes y desventuras, nos transporta hasta el punto clave en que debió hacer frente al vicio, al descubrir la ulcera estomacal que finalmente nos lo arrebato, días antes de recibir el premio Juan Rulfo.

La vinculación que él le atribuía a su arte lo llevo a declarar en más de una ocasión, que el acto creativo había adquirido para si, la misma naturaleza del vicio: un hábito que luego se convierte en una enfermedad incurable, autodestructiva y fanática. Ribeyro escribe por un impulso fatal, una necesidad ineludible. Dejar de hacerlo, como dejar de el cigarrillo, le habría hecho la vida insoportablemente insípida.

Ello lo lleva a sumarse a una lista encabezada por Moliere, que al comienzo de su obra Don Juan declara : "Diga lo que diga Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco... Quien vive sin tabaco, no merece vivir".

Thomas Mann a su vez, pone en labios de su héroe, Hans Castorp, estas palabras acerca del vicio: "No comprendo cómo se puede vivir sin fumar... Cuando me despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como, tengo el mismo presentimiento. Sí, puedo decir que como para fumar... Un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el valor para levantarme". Finalmente el peruano alude en su cuento a Italo Svevo quien con agudeza y humor insuperable, le dedica al acto de fumar, treinta páginas magistrales en su novela, La conciencia de Zeno.

Podría continuar con la lista por días y luego enumerar que se yo, a poetas malditos como Baudelaire, inspirados bolcheviques como Gorki, matemáticos filósofos como Einstein y Russell, al padre del psicoanálisis Sigmund Freud, a clásicos de la literatura cubana como Cabrera infante, extender esto tal vez a otras disciplinas artísticas y nombrar a pintores rupturistas como Van Gogh, Cezanne o Edvard Munch y así hasta la saciedad…

De cualquier manera, el que se lleva la galleta como el fumador empedernido de la historia literaria, es el gran filósofo ruso Mijaíl Bajtin, quien, condenado por Stalin a un exilio forzoso en un lugar donde no había estancos, se vio obligado a fumarse un ensayo sobre Goethe, en el que trabajo por diez años. Mecanografiado en papel cebolla, se confió de tener otro manuscrito guardado en la capital rusa, mismo que desapareció patéticamente tras un bombardeo; no pudiendo agregarse a sus espectaculares estudios como el del carnavalesco en Rebeláis y la polifonía en el quehacer de su compatriota Fiodor Dostoeivski. Una obra que sin duda se esfumó en una dulce bocanada.

Autor: Daniel Rojas







Sólo para fumadores


JULIO RAMON RIBEYRO
Sólo para fumadores




Sin haber sido un fumador precoz, a partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos. De mi período de aprendizaje no guardo un recuerdo muy claro, salvo del primer cigarrillo que fumé, a los catorce o quince años. Era un pitillo rubio, marca Derby, que me invitó un condiscípulo a la salida del colegio. Lo encendí muy asustado, a la sombra de una morera y después de echar unas cuantas pitadas me sentí tan mal que estuve vomitando toda la tarde y me juré no repetir la experiencia.

Juramento inútil, como otros tantos que lo siguieron, pues años más tarde, cuando ingresé a la universidad, me era indispensable entrar al Patio de Letras con un cigarrillo encendido. Metros antes de cruzar el viejo zaguán ya había chasqueado la cerilla y alumbrado el pitillo. Eran entonces los Chesterfield, cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria. Un paquete me duraba dos o tres días y para poder comprarlo tenía que privarme de otros caprichos, pues en esa época vivía de propinas. Cuando no tenía cigarrillos ni plata para comprarlos se los robaba a mi hermano. Al menor descuido ya había deslizado la mano en su chaqueta colgada de una silla y sustraído un pitillo. Lo digo sin ninguna vergüenza, pues él hacía lo mismo conmigo. Se trataba de un acuerdo tácito y además de una demostración de que las acciones reprensibles, cuando son recíprocas y equivalentes, crean un statu quo y permiten una convivencia armoniosa.

Al subir de precio, los Chesterfield se volatilizaron de mis manos y fueron remplazados por los Inca, negros y nacionales. Veo aún su paquete amarillo y azul con el perfil de un inca en su envoltura. No debía ser muy bueno este tabaco, pero era el más barato que se encontraba en el mercado. En algunas pulperías los vendían por medios paquetes o por cuartos de paquete, en cucuruchos de papel de seda. Era vergonzoso sacar del bolsillo uno de estos cucuruchos. Yo siempre tenía una cajetilla vacía en la que metía los cigarrillos comprados al menudeo. Aun así los Inca eran un lujo comparados con otros cigarrillos que fumé en esos tiempos, cuando mis necesidades de tabaco aumentaron sin que ocurriera lo mismo con mis recursos: un tío militar me traía del cuartel cigarrillos de tropa, amarrados en sartas como si fuesen cohetes, producto repugnante, donde se encontraban pedazos de corcho, astillas, pajas y unas cuantas hebras de tabaco. Pero no me costaban nada, y se fumaban.

No sé si el tabaco es un vicio hereditario. Papá era un fumador moderado, que dejó el cigarrillo a tiempo cuando se dio cuenta de que le hacía daño. No guardo ningún recuerdo de él fumando, salvo una noche en que no sé por qué capricho, pues hacía años que había renunciado al tabaco, cogió un pitillo de la cigarrera de la sala, lo cortó en dos con unas tijeritas y encendió una de las partes. A la primera pitada lo apagó diciendo que era horrible. Mis tíos en cambio fueron grandes fumadores y es conocida la importancia que tienen los tíos en la transmisión de hábitos familiares y modelos de conducta. Mi tío paterno George llevaba siempre un cigarrillo en los labios y encendía el siguiente con la colilla del anterior. Cuando no tenía un cigarrillo en la boca tenía una pipa. Murió de cáncer al pulmón. Mis cuatro tíos maternos vivieron esclavizados por el tabaco. El mayor murió de cáncer a la lengua, el segundo de cáncer a la boca y el tercero de un infarto. El cuarto estuvo a punto de reventar a causa de una úlcera estomacal perforada, pero se recuperó y sigue de pie y fumando.

De uno de estos tíos maternos, el mayor, guardo el primer y más impresionante recuerdo de la pasión por el tabaco. Estábamos de vacaciones en la hacienda Tulpo, a ocho horas a caballo de Santiago de Chuco, en los Andes septentrionales. A causa del mal tiempo no vino el arriero que traía semanalmente provisiones a la hacienda y los fumadores quedaron sin cigarrillos. Tío Paco pasó dos o tres días paseándose desesperado por las arcadas de la casa, subiendo a cada momento al mirador para otear el camino de Santiago. Al fin no pudo más y a pesar de la oposición de todos (para que no ensillara un caballo escondimos las llaves del cuarto de monturas), se lanzó a pie rumbo a Santiago, en plena noche y bajo un aguacero atroz. Apareció al día siguiente, cuando terminábamos de almorzar. Por fortuna se había encontrado a medio camino con el arriero. Entró al comedor empapado, embarrado, calado de frío hasta los huesos, pero sonriente, con un cigarrillo humeando entre los dedos.

Cuando ingresé a la facultad de Derecho conseguí un trabajo por horas donde un abogado y pude disponer así de los medios necesarios para asegurar mi consumo de tabaco. El pobre Inca se fue al diablo, lo condené a muerte como un vil conquistador y me puse al servicio de una potencia extranjera. Era entonces la boga del Lucky. Su linda cajetilla blanca con un círculo rojo fue mi símbolo de estatus y una promesa de placer. Miles de estos paquetes pasaron por mis manos y en las volutas de sus cigarrillos están envueltos mis últimos años de derecho y mis primeros ejercicios literarios.

Por ese círculo rojo entro forzosamente cuando evoco esas altas noches de estudio en las que me amanecía con amigos la víspera de un examen. Por suerte no faltaba nunca una botella, aparecida no se sabía cómo, y que le daba al fumar su complemento y al estudio su contrapeso. Y esos paréntesis en los que, olvidándonos de códigos y legajos, dábamos libre curso a nuestros sueños de escritores. Todo ello naturalmente en un perfume de Lucky. El fumar se había ido ya enhebrando con casi todas las ocupaciones de mi vida. Fumaba no solo cuando preparaba un examen sino cuando veía una película, cuando jugaba ajedrez, cuando abordaba a una guapa, cuando me paseaba solo por el malecón, cuando tenía un problema, cuando lo resolvía. Mis días estaban así recorridos por un tren de cigarrillos, que iba sucesivamente encendiendo y apagando y que tenían cada cual su propia significación y su propio valor. Todos me eran preciosos, pero algunos de ellos se distinguían de los otros por su carácter sacramental, pues su presencia era indispensable para el perfeccionamiento de un acto: el primero del día después del desayuno, el que encendía al terminar de almorzar y el que sellaba la paz y el descanso luego del combate amoroso.

¡Ay mísero de mí, ay infeliz! Yo pensaba que mi relación con el tabaco estaba definitivamente concertada y que en adelante mi vida transcurriría en la amable, fácil, fidelísima y hasta entonces inocua compañía del Lucky. No sabía que me iba a ir del Perú y que me esperaba una existencia errante en la cual el cigarrillo, su privación o su abundancia, jalonarían mis días de gratificaciones y desastres.

Mi viaje en barco a Europa fue un verdadero sueño para un tabaquista como yo, no solo porque podía comprar en puertos libres o a marineros contrabandistas cigarrillos a precios regalados, sino porque nuevos escenarios dotaron al hecho de fumar de un marco privilegiado. Verdaderos cromos, por decirlo así: fumar apoyado en la borda del trasatlántico mirando los peces voladores del Caribe o hacerlo de noche en el bar de segunda jugando una encarnizada partida de dados con una banda de pasajeros mafiosos. Era lindo, lo reconozco. Pero al llegar a España las cosas cambiaron. La beca que tenía era pobrísima y después de pagar el cuarto, la comida y el trolebús no me quedaba casi una peseta. ¡Adiós Lucky! Tuve que adaptarme al rubio español, algo rudo y demoledor, que por algo llevaba el nombre de Bisonte. Por fortuna estábamos en tierra ibérica y la pobre España franquista se las había arreglado para hacerle la vida menos dura a los fumadores menesterosos. En cada esquina había un viejo o una vieja que vendían en canastillas cigarrillos al detalle. A la vuelta de mi pensión montaba guardia un mutilado de la guerra civil al que le compraba cada día uno o varios cigarrillos, según mis disponibilidades. La primera vez que estas se agotaron me armé de valor y me acerqué a él para pedirle un cigarrillo fiado. "No faltaba más, vamos, los que quiera. Me los pagará cuando pueda". Estuve a punto de besar al pobre viejo. Fue el único lugar del mundo donde fumé al fiado.

Los escritores, por lo general, han sido y son grandes fumadores. Pero es curioso que no hayan escrito libros sobre el vicio del cigarrillo, como sí han escrito sobre el juego, la droga o el alcohol. ¿Dónde están el Dostoiewsky, el De Quincey o el Malcolm Lowry del cigarrillo? La primera referencia literaria al tabaco que conozco data del siglo XVII y figura en el Don Juan de Moliere. La obra arranca con esta frase: "Diga lo que diga Aristóteles y toda la filosofía, no hay nada comparable al tabaco... Quien vive sin tabaco, no merece vivir". Ignoro si Moliere era fumador —si bien en esa época el tabaco se aspiraba por la nariz o se mascaba—, pero esa frase me ha parecido siempre precursora y profunda, digna de ser tomada como divisa por los fumadores. Los grandes novelistas del siglo XIX —Balzac, Dickens, Tolstoi— ignoraron por completo el problema del tabaquismo y ninguno de sus cientos de personajes, por lo que recuerdo, tuvieron algo que ver con el cigarrillo. Para encontrar referencias literarias a este vicio hay que llegar al siglo XX. En La montaña mágica, Thomas Mann pone en labios de su héroe, Hans Castorp, estas palabras: "No comprendo cómo se puede vivir sin fumar... Cuando me despierto me alegra saber que podré fumar durante el día y cuando como tengo el mismo presentimiento. Sí, puedo decir que como para fumar... Un día sin tabaco sería el colmo del aburrimiento, sería para mí un día absolutamente vacío e insípido y si por la mañana tuviese que decirme hoy no puedo fumar creo que no tendría el valor para levantarme". La observación me parece muy penetrante y revela que Thomas Mann debió ser un fumador encarnizado, lo que no le impidió vivir hasta los ochenta años. Pero el único escritor que ha tratado el tema del cigarrillo extensamente, con una agudeza y un humor insuperables, es Italo Svevo, quien le dedica treinta páginas magistrales en su novela La conciencia de Zeno. Después de él no veo nada digno de citarse, salvo una frase en el diario de André Gide, que también murió octogenario y fumando: "Escribir es para mí un acto complementario al placer de fumar".

El mutilado español que me fiaba cigarrillos fue un santo varón y una figura celestial que no encontraré más en mi vida. Estaba ya entonces en París y allí las cosas se pusieron color de hormiga. No al comienzo, pues cuando llegué disponía de medios para mantener adecuadamente mi vicio y hasta para adornarlo. Las surtidas tabaquerías francesas me permitieron explorar los dominios inglés, alemán, holandés, en su gama rubia más refinada, con la intención de encontrar, gracias a comparaciones y correlaciones, el cigarrillo perfecto. Pero a medida que avanzaba en estas pesquisas mis recursos fueron disminuyendo a tal punto que no me quedó más remedio que contentarme con el ordinario tabaco francés. Mi vida se volvió azul, pues azules eran los paquetes de Gauloises y de Gitanes. Era tabaco negro además, de modo que mi caída fue doblemente infamante. Ya para entonces el fumar se había infiltrado en todos los actos de mi vida, al punto que ninguno —salvo el dormir— podía cumplirse sin la intervención del cigarrillo. En este aspecto llegué a extremos maniacos o demoniacos, como el no poder abrir una carta importantísima y dejarla horas de horas sobre mi mesa hasta conseguir los cigarrillos que me permitieran desgarrar el sobre y leerla. Esa carta podía incluso contener el cheque que necesitaba para resolver el problema de mi falta de tabaco. Pero el orden no podía ser invertido: primero el cigarrillo y después la apertura del sobre y la lectura de la carta. Estaba pues instalado en plena insania y maduro ya para peores concesiones y bajezas.

Ocurrió que un día no pude ya comprar ni cigarrillos franceses —y en consecuencia leer mis cartas—, y tuve que cometer un acto vil: vender mis libros. Eran apenas doscientos o algo así, pero eran los que más quería, aquellos que arrastraba durante años por países, trenes y pensiones y que habían sobrevivido a todos los avatares de mi vida vagabunda. Yo había ido dejando por todo sitio abrigos, paraguas, zapatos y relojes, pero de estos libros nunca había querido desprenderme. Sus páginas anotadas, subrayadas o manchadas conservaban las huellas de mi aprendizaje literario y, en cierta forma, de mi itinerario espiritual. Todo consistió en comenzar. Un día me dije: "Este Valéry vale quizás un cartón de rubios americanos", en lo que me equivoqué, pues el bouquiniste que lo aceptó me pagó apenas con qué comprar un par de cajetillas. Luego me deshice de mis Balzac, que se convertían automáticamente en sendos paquetes de Lucky. Mis poetas surrealistas me decepcionaron, pues no daban más que para un Players británico. Un Ciro Alegría dedicado, en el que puse muchas esperanzas, fue solo recibido porque le añadí de paso el teatro de Chejov. A Flaubert lo fui soltando a poquitos, lo que me permitió fumar durante una semana los primitivos Gauloises. Pero mi peor humillación fue cuando me animé a vender lo último que me quedaba: diez ejemplares de mi libro Los gallinazos sin plumas, que un buen amigo había tenido el coraje de editar en Lima. Cuando el librero vio la tosca edición en español, y de autor desconocido, estuvo a punto de tirármela por la cabeza. "Aquí no recibimos esto. Vaya a Gilbert, donde compran libros al peso". Fue lo que hice. Volví al hotel con un paquete de Gitanes. Sentado en mi cama encendí un pitillo y quedé mirando mi estante vacío. Mis libros se habían hecho literalmente humo.

Días más tarde erraba desesperadamente por los cafés del barrio latino en busca de un cigarrillo. Había comenzado el verano, cruel verano. Todos mis amigos o conocidos, por pobres que fuesen, habían abandonado la ciudad en auto—stop, en bicicleta o como sea rumbo a la campiña o a las playas del sur. París me parecía poblado de marcianos. Al llegar la noche, con apenas un café en el estómago y sin fumar, estaba al borde de la paranoia. Una vez más recorrí el boulevard Saint—Germain, empezando por el Museo Cluny, en dirección a la Plaza de la Concordia. Pero en lugar de inspeccionar las terrazas atestadas de turistas, mis ojos tendían a barrer el suelo. ¡Quién sabe! A lo mejor podía encontrar un billete caído, una moneda. O una colilla. Vi algunas, pero estaban aplastadas o mojadas, o pasaba en ese momento gente y un resto de dignidad me impedía recogerlas. Cerca de media noche estaba en la Plaza de la Concordia, al pie del obelisco, cuya espigada figura no tenía para mí otro simbolismo que el de un gigantesco cigarro. Dudaba entre seguir mi ronda hacia los grandes boulevares o si regresar derrotado a mi hotelito de la rue De la Harpe. Me aventuré por la rue Royal y del Maxim’s vi salir a un caballero elegante que encendía un cigarrillo en la calzada y despachaba al portero en busca de un taxi. Sin vacilar me acerqué a él y en mi francés más correcto le dije: "¿Sería usted tan amable de invitarme un cigarrillo?". El caballero dio un paso atrás horrorizado, como si algún execrable monstruo nocturno irrumpiera en el orden de su existencia y pidiendo auxilio al portero me esquivó y desapareció en el taxi que llegaba.

Un flujo de sangre me remontó a la cabeza, al punto que temí caerme desplomado. Como un sonámbulo volví sobre mis pasos, crucé la plaza, el puente, llegué a los malecones del Sena. Apoyado en la baranda miré las aguas oscuras del río y lloré copiosa, silenciosamente, de rabia, de vergüenza, como una mujer cualquiera.

Este incidente me marcó tan profundamente, que a raíz de él tomé una determinación irrevocable: no ponerme nunca más, pero nunca más, en esa situación de indigencia que me forzara a pedirle cigarrillos a un desconocido. Nunca más. En adelante debía ganar mi tabaco con el sudor de mi frente. Sabía que estaba viviendo un período de prueba y que vendrían mejores tiempos, pero por el momento me lancé como un lobo sobre la menor ocasión de trabajo que se me presentó, por duro o desdeñado que fuese y al día siguiente estaba haciendo cola ante la oficina de ramassage de vieux jorneaux y me convertí en un recolector de papel de periódico.

Fue el primer trabajo físico que realicé y uno de los más fatigosos, pero también uno de los más exaltantes, pues me permitió conocer no solo los pliegues más recónditos de París, sino aquellos más secretos de la naturaleza humana. A cada cual nos daban un triciclo y una calle y uno debía partir pedaleando hasta su calle e ir de edificio en edificio, de piso en piso y de puerta en puerta pidiendo periódicos viejos para los "pobres estudiantes", hasta llenar el triciclo y regresar a la oficina, con sol o con lluvia, por calles planas o calles empinadas. Conocí barrios lujosos y barrios populares, entré a palacetes y buhardillas, me tropecé con porteras hórridas que me expulsaron como a un mendigo, viejitas que a falta de periódicos me regalaron un franco, burgueses que me tiraron las puertas en las narices, solitarios que me retuvieron para que compartiera su triste pitanza, solteronas en celo que esbozaron gestos equívocos e iluminados que me propusieron fórmulas de salvación espiritual.

Sea como fuese, en diez o más horas de trabajo lograba reunir el papel suficiente para pagar cotidianamente hotel, comida y cigarrillos. Fueron los más éticos que fumé, pues los conquisté echando el bofe, y también los más patéticos, ya que no había nada más peligroso que encender y fumar un pitillo cuando descendía una cuesta embalado con trescientos kilos de periódicos en el triciclo.

Por desgracia, este trabajo duró solo unos meses. Quedé nuevamente al garete, pero fiel a mi propósito de no mendigar más un cigarrillo me los gané trabajando como conserje de un hotelucho, cargador de estación ferroviaria, repartidor de volantes, pegador de afiches y finalmente cocinero ocasional en casa de amigos y conocidos.

Fue en esa época que conocí a Panchito y pude disfrutar durante un tiempo de los cigarrillos más largos que había visto en mi vida, gracias al amigo más pequeño que he tenido. Panchito era un enano y fumaba Pall Mall. Que fuera un enano me parece quizás exagerado, pues siempre tuve la impresión de que crecía conforme lo frecuentaba. Lo cierto es que lo conocí desnudo como un gusano y en circunstancias melodramáticas. Un amigo me invitó a cocinar a su estudio y cuando llegué encontré la puerta entreabierta y en la cama un bulto cubierto con las sábanas. Pensé que era mi amigo que se había quedado dormido y para hacerle una broma jalé las sábanas de un tirón gritando "¡Pólice!". Para mi sorpresa, quien quedó al descubierto fue un cholo calato, lampiño y minúsculo que, dando un salto agilísimo, se puso de pie y quedó mirándome aterrado con su carota de caballo. Cuando lo vi desviar la vista hacia el cortapapel toledano que había en la mesa de noche fui yo el que me asusté, pues un hombre calato, por indefenso que parezca, se vuelve peligroso si se arma de un punzón. "¡Soy amigo de Carlos!", exclamé. A buena hora. El hombrecito sonrió, se cubrió con una bata y me estiró la mano, justo cuando llegaba Carlos con la bolsa de provisiones. Carlos me lo presentó como a un viejo pata que había alojado por esa noche mientras encontraba un hotel. Panchito entretanto había sacado de bajo la cama dos voluminosas maletas. Una desbordaba de ropa muy fina y la otra de botellas de whisky y de cartones de una marca de cigarrillos desconocida entonces en Francia: Pall Mall. Cuando me estiró el primer paquete de los primeros king size que veía me di cuenta de que Panchito era menos pequeño de lo que suponía.

A partir de ese día Panchito, yo y los Pall Mall formamos un trío inseparable. Panchito me adoptó como su acompañante, lo que equivalía a haberme extendido un contrato de trabajo que asumí con una responsabilidad profesional. Mi función consistía en estar con él. Caminábamos por el barrio Latino, tomábamos copetines en las terrazas de los cafés, comíamos juntos, jugábamos una que otra partida de billar, rara vez entrábamos a un cine, pero sobre todo conversábamos a lo largo del día y parte de la noche. Él corría con todos los gastos y al despedirse me dejaba algunos billetes en la mano e, invariablemente, una cajetilla de Pall Mall.

A pesar de tan estrecho contacto, yo no sabía realmente quién era Panchito y a qué se dedicaba. De mis largas conversaciones con él saqué en limpio muchas cosas pero no las suficientes como para adquirir una certeza. Sabía que su infancia en Lima fue pobrísima; que de joven dejó el Perú para recorrer casi toda América Latina; que le encantaba vestirse bien, con chaleco, sombrero, zapatos Weston de tacos muy altos (por lo cual la primera vez que salimos juntos me pareció que había dado un pequeño estirón); que el oro lo fascinaba, pues eran de oro su reloj, su lapicero, sus gemelos, su encendedor, su anillo con rubí y sus prendedores de corbata; que odiaba a las fuerzas del orden y hacía lo indecible para volverse transparente cada vez que pasaba un policía; que el fajo de billetes que llevaba en el bolsillo de su pantalón era aparentemente inagotable; que a medianoche desaparecía en las sombras con rumbo desconocido, sin que nadie supiese dónde se albergaba.

Con el tiempo algunos de mis amigos lo conocieron y formaron en torno de él un cortejo de artistas mendicantes que habían encontrado amparo en un enigmático cholo peruano. A Panchito le encantaba estar rodeado por estos cinco o seis blanquitos miraflorinos, hijos de esa burguesía peruana que lo había menospreciado, y a los que daba de comer, de beber y de vivir, como si encontrara un placer aberrante en devolver con dádivas lo que había recibido en humillaciones. A Santiago le pagó sus cursos de violín, a Luis le consiguió un taller para que pintara, y a Pedro le financió la edición de una plaqueta de poemas invendible. Panchito era así, entre otras cosas un mecenas, pero que no aceptaba nada de vuelta, ni las gracias.

Uno de los últimos recuerdos que guardo de él, antes de su desaparición definitiva, ocurrió una noche invernal, eléctrica y viciosa. Pasada la medianoche quedábamos Panchito, Santiago y yo tomando el vino del estribo en el mostrador del Relais de l'Odeon. Cerraban el bar, éramos los últimos clientes, los mozos ponían las sillas sobre las mesas y barrían las baldosas. En el espejo del bar vimos tres siluetas inmóviles en la calzada: tres árabes cubiertos con espesos abrigos negros. Santiago nos contó entonces que días atrás, en ese mismo bar, un árabe había intentado manosear a una francesa y que él, movido por un sentimiento incauto de justiciero latino, salió en su defensa y se lió a puñetazos con el musulmán, poniéndolo en fuga luego de romperle una silla en la cabeza, dentro de la mejor tradición de los westerns. Puesto que de films se trata, estábamos viviendo ahora un film policial, ya que, según Santiago, uno de los tres árabes que estaban en la calzada era aquel al que derrotó y que se alejó jurando venganza. Pues ahora estaba allí, en esa noche solitaria e inclemente, acompañado por dos secuaces, esperando que saliéramos del bar para cumplir su vendetta. ¿Qué hacer? Santiago era alto, ágil y buen peleador, pero yo un intelectual esmirriado y Panchito un peruano bajito con sombrero y chaleco. ¿Cómo enfrentarse a esos tres hijos de Alá, armados posiblemente de corvas navajas?

"Salgamos tranquilamente", dijo Panchito. Fue lo que hicimos y nos encaminamos por el centro de la pista desierta y lóbrega hacia la rue De Buci. A los cincuenta metros volvimos la cabeza y vimos que los tres árabes, con las manos en los bolsillos de sus abrigos peludos, aceleraban el paso y se acercaban. "Sigan no más ustedes", dijo Panchito, "yo les doy el alcance después". Santiago y yo continuamos nuestro camino y un trecho más allá nos detuvimos para ver qué pasaba. Vimos entonces que Panchito, de espaldas a nosotros, parlamentaba con los tres musulmanes que, a su lado, parecían tres sombrías montañas. En la mano de uno de ellos refulgió un cuchillo pero, lejos de amedrentarse, Panchito avanzó y sus contrincantes dieron un paso atrás y luego otro y otro, a medida que se iban empequeñeciendo y Panchito agrandando, hasta que al fin se esfumaron en la oscuridad y desaparecieron. Panchito volvió calmadamente hacia nosotros, encendiendo en el trayecto uno de sus larguísimos Pall Mall. "Asunto arreglado", dijo echándose a reír. "Pero, ¿qué has hecho?", le preguntó Santiago. "Nada", dijo Panchito y al poco rato añadió: "Toca", y se señaló el abrigo, a la altura del tórax. Santiago y yo tocamos su abrigo y sentimos bajo la tela la presencia de un objeto duro, alargado e inquietante.

Días más tarde Panchito desapareció, sin preaviso. Lo esperé durante horas en el café Mabillón, donde diariamente nos dábamos cita antes del almuerzo para tomar el primer aperitivo y emprender una de nuestras largas y erráticas jornadas. Fui a ver a mi amigo Carlos, quien me dijo ignorar dónde estaba. "Ya lo sabrás por los periódicos", agregó sibilinamente. Y lo supe, pero años después, cuando trabajaba en una agencia de prensa, encargado de seleccionar y traducir las noticias de Francia destinadas a América Latina. De Niza llegó un télex con la mención "Especial Perú. Para transmitir a los periódicos de Lima". El télex decía que un delincuente peruano, Panchito, fichado desde hacía años por la Interpol, había sido capturado en los pasillos de un gran hotel de la Costa Azul cuando se aprestaba a penetrar en una suite. Recordé que para su mamá y hermanos, a quienes enviaba regularmente dinero a Lima, Panchito era un destacado ingeniero con un importante puesto en Europa. Haciendo una bola con el télex lo arrojé a la papelera.

Los vaivenes de la vida continuaron llevándome de un país a otro, pero sobre todo de una marca a otra de cigarrillos. Amsterdam y los Muratti ovalados con fina boquilla dorada; Amberes y los Belga de paquete rojo con un círculo amarillo; Londres, donde intenté fumar pipa, a lo que renuncié porque me pareció muy complicado y porque me di cuenta de que no era ni Sherlock Holmes, ni lobo de mar, ni inglés... Munich, finalmente, donde a falta de sacar mi doctorado en filología románica, me gradué como experto en cigarrillos teutones que, para decirlo crudamente, me parecieron mediocres y sin estilo. Pero si menciono Munich no es por la bondad de su tabaco sino porque cometí un error de discernimiento que me colocó en una situación de carencia desesperada, comparable a los peores momentos de mi época parisina.

Gozaba entonces de una módica beca, pero que me permitía comprar todos los días mi paquete de Rothaendhel en un kiosko callejero, antes de tomar el tranvía que me llevaba a la universidad. Se trataba de un acto que, a fuerza de repetirse, creó entre la vieja Frau del kiosko yo una relación simpática, que yo juzgaba por encima de todo protocolo comercial. Pero a los dos o tres meses de una vida rutinaria y ecónoma me gasté la totalidad de mi beca en un tocadiscos portátil, pues había empezado una novela y juzgué que me era necesario, para llevarla a buen término, contar con música de fondo o de cortina sonora que me protegiera de todo ruido exterior. La música la obtuve y la cortina también y pude avanzar mi novela, pero a los pocos días me quedé sin cigarrillos y sin plata para comprarlos y como "escribir es un acto complementario al placer de fumar", me encontré en la situación de no poder escribir, por más música de fondo que tuviese. Lo más natural me pareció entonces pasar por el kiosko cotidiano e invocar mi condición de casero para que me dieran al crédito un paquete de cigarrillos. Fue lo que hice, alegando que había olvidado mi monedero y que pagaría al día siguiente. Tan confiado estaba en la legitimidad de mi pedido que estiré cándidamente la mano esperando la llegada del paquete. Pero al instante tuve que retirarla, pues la Frau cerró de un tirón la ventanilla del kiosko y quedó mirándome tras el vidrio no solo escandalizada sino aterrada. Solo en ese momento me di cuenta del error que había cometido: creer que estaba en España cuando estaba en Alemania. Ese país próspero era en realidad un país atrasado y sin imaginación, incapaz de haber creado esas instituciones de socorro, basadas en la confianza y la convivialidad, como es la institución del fiado. Para la Frau del kiosko, un tipo que le pedía algo pagadero mañana, no podía ser más que un estafador, un delincuente o un desequilibrado dispuesto a asesinarla llegado el caso.

Me encontré pues en una situación terrible —sin poder fumar y en consecuencia escribir— y sin solución a la vista, pues en Munich no conocía prácticamente a nadie y para colmo se desató un invierno atroz, con un metro de nieve en las calles, que me condenó a un encierro forzoso. No hacía más que mirar por la ventana el paisaje polar, tirarme en la cama como un estropajo o leer los libros más pesados del mundo, como los siete volúmenes del diario íntimo de Charles Du Bos o las novelas pedagógicas de Goethe. Fue entonces cuando vino en mi auxilio herr Trausnecker.

Yo estaba alojado en casa de este obrero metalúrgico, que me alquilaba una pieza con desayuno y una comida en el departamento que ocupaba en un suburbio proletario. Una o dos veces por semana entraba a mi cuarto en las noches para informarse sobre mis necesidades y hacerme un poco de conversación. Hombre rudo, pero perspicaz, se dio cuenta de inmediato de que algo me atormentaba. Cuando le expliqué mi problema lo comprendió en el acto, y excusándose por no poder prestarme dinero me regaló un kilo de tabaco picado, papel de arroz y una maquinita para liar cigarrillos.

Gracias a esta maquinita pude subsistir durante las dos interminables semanas que me faltaban para cobrar mi siguiente mesada. Todas las mañanas, al levantarme, liaba una treintena de cigarrillos que apilaba en mi escritorio en pequeños montoncitos. Fueron los peores y mejores cigarrillos de mi vida, los más nocivos seguramente pero los más oportunos. El tabaco estaba reseco, el papel era áspero y el acabado artesanal, tosco y execrable a la vista, pero qué importaba, ellos me permitieron capear el temporal y reanudar con brío mi novela interrumpida. Si la concluí se debe en gran parte a la maquinita del señor Trausnecker, quien lavó así la afrenta que recibí de la vieja Frau y me reconcilió con el pueblo germánico.

Este servicio se lo pagué con creces, lo que me obliga a hacer una digresión, pues el asunto no tiene nada que ver con el cigarrillo, aunque sí con el fuego. Frau Trausnecker entró una tarde desolada a mi habitación: hacía más de una hora que había puesto en el horno un pastel de manzana, pero la puerta de la cocina se había bloqueado y no podía entrar para sacar el pastel que se estaba quemando. Intenté abrir la puerta primero con una ganzúa improvisada, luego a golpes, pero era imposible y el olor a quemado aumentaba. Me acordé entonces de que el baño estaba al lado de la cocina y de que sus respectivas ventanas eran contiguas. No había más que pasar de una pieza a otra por la ventana. Le expliqué a Frau Trausnecker mi plan y me dirigí al baño, pero ella se lanzó tras de mí chillando, trató de contenerme, dijo que era muy arriesgado, hubo un forcejeo, hasta que logré encerrarme en el baño con llave. Como ella seguía protestando tras la puerta, abrí el caño de la tina y le dije que no se preocupara, que lo que en realidad iba a hacer era bañarme. Lo que hice fue abrir la ventana y quedé espantado: no solo porque el cuarto piso de ese edificio obrero daba a un hondísimo patio de cemento, sino porque la ventana de la cocina estaba más lejos de lo que había supuesto. Pero ya no podía dar marcha atrás, a riesgo de cubrirme de ridículo y quedar como un fanfarrón. Me encaramé en la ventana del baño, me colgué de su borde con ambas manos y luego de un balanceo calculado salté hasta la ventana contigua y entré a la cocina. A tiempo, pues la atmósfera estaba caldeada y el horno echaba humo y fuego por sus ranuras. Abrí la puerta de la pieza y Frau Trausnecker entró, apagó la llave del horno, cortó la corriente eléctrica, sacó el pastel, que era un montículo de carbón ardiente y lo tiró sobre el lavadero bajo un chorro de agua fría. La casa se llenó de vapor y de un insoportable olor a chamuscado, al punto que tuvimos que abrir todas las ventanas para que se aireara. Al poco rato estábamos sentados en la sala aliviados, satisfechos y felices por haber evitado un incendio. Pero un ruidito nos distrajo: del baño llegaba el rumor del grifo abierto de la tina y al instante vimos aparecer una lengua de agua en el pasillo. ¡La tina se estaba desbordando! Pero ¿cómo hacer para entrar al baño? Yo le había echado llave desde el interior. No me quedó más que rehacer el camino en el sentido inverso, a pesar de las nuevas protestas de Frau Trausnecker. De la ventana de la cocina pasé a la ventana del baño en suicida salto sobre el abismo. Mi temeridad salvó a los Trausnecker sucesivamente de un incendio y de una inundación.

En muchas ocasiones —es tiempo de decirlo— traté de luchar contra mi dependencia del tabaco, pues su abuso me hacía cada vez más daño: tosía, sufría de acidez, náuseas, fatiga, pérdida del apetito, palpitaciones, mareos y una úlcera estomacal que me retorcía de dolor y me forzaba a someterme regularmente a un régimen de leche y de abominables gelatinas. Empleé todo tipo de recetas y de argucias para disminuir su consumo y eventualmente suprimirlo. Escondía las cajetillas en los lugares más inverosímiles; llenaba mi escritorio de caramelos, para tener siempre a la mano algo que llevarme a la boca y succionar en vez del cigarrillo; adquirí boquillas sofisticadas con filtros que eliminaban la nicotina; tragué todo tipo de pastillas supuestamente destinadas a volvernos alérgicos al tabaco; me clavé agujas en las orejas bajo la sabia administración de un acupunturista chino.

Nada dio resultado. Llegué así a la conclusión de que la única manera de librarme de este yugo no era el empleo de trucos más o menos falaces sino un acto de voluntad irrevocable, que pusiera a prueba el temple de mi carácter. Conocía gente —poca es cierto y que siempre me inspiró desconfianza— que había resuelto de un día para otro no fumar y lo había conseguido.

Solo una vez tomé una determinación semejante. Me encontraba en Huamanga, como profesor de su universidad, que acababa de reabrirse luego de tres siglos de clausura. Esa vieja, pequeña y olvidada ciudad andina era una delicia. El camarada Gonzalo no había hecho aún su aparición ni su filosofía señalado ningún sendero luminoso. Los estudiantes, casi todos lugareños o de provincias vecinas, eran jóvenes ignorantes, serios y estudiosos, convencidos de que les bastaría obtener un diploma para acceder al mundo de la prosperidad. Pero no se trata de evocar mi experiencia ayacuchana. Volvamos al cigarrillo. Soltero, sin obligaciones y ganando un buen sueldo, podía surtirme de la cantidad de Camel que me diera la gana, pues había adoptado esa marca, quizás por la afinidad que existía entre el camello y las llamas y vicuñas que circulaban por el pueblo. Pero una noche, conversando y fumando con mis colegas en un café de la plaza de Armas, me sentí repentinamente mal. La cabeza me daba vueltas, tenía dificultades para respirar, sentía punzadas en el corazón. Me retiré a mi hotel y me tiré en la cama, confiado en que reposando me iba a recuperar. Pero mi estado se agravó: el techo se me venía encima, vomité bilis, me sentí realmente morir. Me di cuenta entonces de que eso se debía al cigarrillo, de que al fin estaba pagando al contado la deuda acumulada en quince años de fumador desenfrenado.

Era necesario tomar una decisión radical. Pero no solo tomarla —no fumar más— sino consagrarla con un acto simbólico que sellara su carácter sacramental. Me levanté de la cama tambaleante, cogí mi paquete de Camel y lo arrojé al terreno baldío que quedaba al pie de mi ventana. Nunca más, me dije, nunca más. Y desahogado por ese rasgo de heroísmo, caí nuevamente en mi cama y me quedé al instante dormido.

Pasada la medianoche me desperté, recordé mi determinación de la víspera y me sentí no solo moralmente reconfortado sino físicamente bien. Tanto, que me levanté para consignar mi renuncia al tabaco en líneas que imaginé, si no inmortales, dignas al menos de una merecida longevidad. Escribí en realidad varias páginas glorificando mi gesto y prometiéndome una nueva vida, basada en la austeridad y la disciplina. Pero a medida que escribía me iba sintiendo incómodo, mis ideas se ofuscaban, penaba para encontrar las palabras, una angustia creciente me impedía toda concentración y me di cuenta de que lo único que realmente quería en ese momento era encender un cigarrillo.

Durante una hora al menos luché contra este llamado, apagando la luz para tirarme en la cama e intentar dormir, levantándome para poner música en mi tocadiscos portátil, bebiendo vasos y vasos de agua fresca, hasta que no pude más: cogí mi abrigo y decidí salir del hotel en busca de cigarrillos. Pero ni siquiera salí de mi cuarto. A esa hora no había nada abierto en Huamanga. Empecé entonces a revisar los bolsillos de todos mis sacos y pantalones, los cajones de todos los muebles, el contenido de maletas y maletines, en busca del hipotético cigarrillo olvidado, tirando todo por los aires y a medida que más infructuosa era mi búsqueda más tenaz era mi deseo. De pronto mi mente se iluminó: la solución estaba en el paquete que había arrojado por la ventana. Cuando me asomé a ella vi ocho o diez metros más abajo el terreno baldío vagamente iluminado por la luz de mi habitación. Ni siquiera vacilé. Salté al vacío como un suicida y caí sobre un montículo de tierra, doblándome un tobillo. A gatas exploré el desmonte alumbrado por mi encendedor. ¡Allí estaba el paquete! Sentado entre las inmundicias encendí un pitillo, levanté la cabeza y lancé la primera bocanada de humo hacia el cielo espléndido de Huamanga.

Este percance fue un anuncio que no supe escuchar ni aprovechar. Proseguí mi vida errante por diferentes ciudades, albergues y ocupaciones, dejando por todo sitio volutas de humo y colillas aplastadas, hasta que recalé nuevamente en París, en un departamento de tres piezas, donde pude reunir una colección de sesenta ceniceros. No por manía de coleccionista, sino para tener siempre a la mano algo en qué tirar puchos o cenizas. Había adoptado entonces el Marlboro, pues esta marca, que no era mejor ni peor que las tantas que había ya probado, me sugirió un juego gramatical que practicaba asiduamente. ¿Cuántas palabras podían formarse con las ocho letras de Marlboro? Mar, lobo, malo, árbol, bar, loma, olmo, amor, orar, bolo, etc. Me volví invencible en este juego, que impuse entre mis colegas de la Agencia France—Presse, donde entonces trabajaba. Dicha agencia, diré de paso, era no solo una fábrica de noticias sino el emporio del tabaquismo. Por estadísticas sabía que la profesión más adicta al tabaco era la de periodista. Y lo verifiqué, pues las salas de redacción, a cualquier hora del día o de la noche, eran espaciosos antros donde decenas de hombres tecleaban desesperadamente en sus máquinas de escribir, chupando sin descanso puros, pipas y pitillos de todas las marcas, en medio de una espesa bruma nicotínica, al punto que me pregunté si estaban reunidos allí para redactar las noticias o más bien para fumar.

Fue precisamente durante la era del Marlboro y de mi trabajo en la agencia que reventé. No es mi propósito establecer una relación de causa a efecto entre esta marca de cigarrillos y lo que me ocurrió. Lo cierto es que una tarde caí en mi cama y comencé a morir, con gran alarma de mi mujer (pues entretanto, aparte de fumar, me había casado y tenido un hijo). Mi vieja úlcera estomacal estalló y una hemorragia incontenible me iba evacuando del mundo por la vía inferior. Una ambulancia de estridente sirena me llevó al hospital en estado comatoso y gracias a transfusiones de sangre masivas pude volver a mí. Esto es horrible y no abundo en detalles para no caer en el patetismo. El doctor Dupont me cicatrizó la úlcera en dos semanas de tratamiento y me dio de alta con la recomendación expresa —aparte de medicinas y régimen alimenticio— de no fumar más.

¡No fumar más! Inocente doctor Dupont. Ignoraba con qué tipo de paciente se había encontrado. Dos meses más tarde, incorporado nuevamente a mi trabajo en la agencia de prensa, entre cientos de rabiosos fumadores, tiraba al canasto diariamente un par de cajetillas de Marlboro vacías. M—a—r—l—b—o—r—o. Mi juego gramatical se enriqueció: broma, robar, rabo, ola, romo, borla, etc. Esto puede tener gracia, pero así como nuevas palabras encontré, nuevas hemorragias tuve y nuevas ambulancias fueron llevándome al hospital, entre pitos y sirenas, para dejarme exánime ante los ojos horripilados del doctor Dupont. La ambulancia se convirtió en cierta forma en mi medio normal de locomoción. El doctor Dupont me devolvía siempre a casa reencauchado, después de jurarle que dejaría el cigarrillo y amenazándome que a la próxima renunciaría a paliativos y me metería cuchillo sin contemplaciones. Amenaza que me dejaba impávido, y la mejor prueba de ello es que a la cuarta o quinta entrada al hospital, me di cuenta de que para fumar no era necesario que me dieran de alta: bastaba sobornar a una enfermera menor para que me comprara un paquete. De Marlboro, naturalmente: lora, orla, ramo, ropa, paro, proa, etc. Lo tenía escondido en el guardarropa, dentro de un zapato. Dos o tres veces al día sacaba un cigarrillo, me encerraba en el baño, le daba varias pitadas frenéticas y pasaba sus restos por el water—closet.

Diré para mi descargo que lo que contribuyó a echar por tierra mis buenos propósitos y en consecuencia fortaleció mi vicio fue una visión fugaz pero definitiva que tuve en el hospital. El doctor Dupont, por buen especialista que fuese, ocupaba sólo un rango intermedio entre los gastroenterólogos del local. En la cúspide se encontraba el patrón doctor Bismuto, que había llegado a esa situación posiblemente gracias a su apellido profético. El doctor Bismuto solo se ocupaba de casos extremadamente importantes. Pero como el mío estaba a punto de convertirse en uno de ellos, el buen Dupont obtuvo el privilegio de que me hiciera una visita. Me la anunció con gran solemnidad y minutos antes de la hora prevista vino una enfermera mayor para verificar que todo estuviera en orden. Poco después la puerta se entreabrió y en fracciones de segundo distinguí a un señor alto, escuálido y canoso que en un acto furtivo digno de un prestidigitador se quitaba un cigarrillo de los labios, lo apagaba en la suela de su zapato y guardaba la colilla en el bolsillo de su mandil. Creí que estaba soñando. Pero cuando el mandarín se acercó a mi cama, rodeado de su séquito de internos y enfermeras, noté en sus bigotes amarillentos y en sus larguísimos dedos marrones la marca infamante del fumador.

¿Qué tipo de recompensa obtenía del cigarrillo para haber sucumbido a su imperio y haberme convertido en un siervo rampante de sus caprichos? Se trataba sin duda de un vicio, si entendemos por vicio un acto repetitivo, progresivo y pernicioso que nos produce placer. Pero examinando el asunto de más cerca me daba cuenta de que el placer estaba excluido del fumar. Me refiero a un placer sensorial, ligado a un sentido particular, como el placer de la gula o la lujuria. Quizás en mis primeros años de fumador sentí un agradable sabor o aroma en el tabaco, pero con el tiempo esta sensación se había mellado y podría decir incluso que fumar me era desagradable, pues me dejaba amarga la boca, ardiente la garganta y ácido el estómago. Si placer había, me dije, debía ser mental, como el que se obtiene del alcohol o de drogas como el opio, la cocaína o la morfina. Pero tampoco era el caso, pues el fumar no me producía euforia, ni lucidez, ni estados de éxtasis, ni visiones sobrenaturales, ni me suprimía el dolor o la fatiga. ¿Qué me daba el tabaco entonces, a falta de placeres, sensoriales o espirituales? Quizás placeres más difusos y sutiles, difíciles de localizar, definir y mensurar, ligados a los efectos de la nicotina en nuestro organismo: serenidad, concentración, sociabilidad, adaptación a nuestro medio. Podía decir en consecuencia que fumaba porque necesitaba de la nicotina para sentirme anímicamente bien. Pero si lo que necesitaba era la nicotina contenida en el cigarrillo, ¿por qué diablos no recurría a los puros o al tabaco de pipa que tenía a mano cuando carecía de cigarrillos? Y eso nunca lo hice, ni en mis peores momentos, pues lo que necesitaba era ese fino, largo y cilíndrico objeto cuyo envoltorio de papel contenía hebras de tabaco. Era el objeto en sí el que me subyugaba, el cigarrillo, su forma tanto como su contenido, su manipulación, su inserción en la red de mis gestos, ocupaciones y costumbres cotidianas.

Esta reflexión me llevó a considerar que el cigarrillo, aparte de una droga, era para mí un hábito y un rito. Como todo hábito se había agregado a mi naturaleza hasta formar parte de ella, de modo que quitármelo equivalía a una mutilación; y como todo rito estaba sometido a la observación de un protocolo riguroso, sancionado por la ejecución de actos precisos y el empleo de objetos de culto irremplazables. Podía así llegar a la conclusión de que fumar era un vicio que me procuraba, a falta de placer sensorial, un sentimiento de calma y de bienestar difuso, fruto de la nicotina que contenía el tabaco y que se manifestaba en mi comportamiento social mediante actos rituales. Todo esto está muy bien, me dije, era coherente y hasta bonito, pero no me satisfacía, pues no explicaba por qué fumaba cuando estaba solo y no tenía nada que pensar, ni nada que decir, ni nada que escribir, ni nada que ocultar, ni nada que aparentar, ni nada que representar. La tiranía del cigarrillo debía tener en consecuencia causas más profundas, probablemente subconscientes. Lejos de mí, sin embargo, el ampararme en Freud, no tanto por él sino por sus exégetas fanáticos y mediocres que veían falos, anos y Edipos por todo sitio. Según algunos de sus divulgadores, la adicción al cigarrillo se explicaba por una regresión infantil en busca del pezón materno o por una sublimación cultural del deseo de succionar un pene. Leyendo estas idioteces comprendí por qué Nabokov —exagerando, sin duda— se refería a Freud como al "charlatán de Viena".

No me quedó más remedio que inventar mi propia teoría. Teoría filosófica y absurda, que menciono aquí por simple curiosidad. Me dije que, según Empédocles, los cuatro elementos primordiales de la naturaleza eran el aire, el agua, la tierra y el fuego. Todos ellos están vinculados al origen de la vida y a la supervivencia de nuestra especie. Con el aire estamos permanentemente en contacto, pues lo respiramos, lo expelemos, lo acondicionamos. Con el agua también, pues la bebemos, nos lavamos con ella, la gozamos en ejercicios natatorios o submarinos. Con la tierra igualmente, pues caminamos sobre ella, la cultivamos, la modelamos con nuestras manos. Pero con el fuego no podemos tener relación directa. El fuego es el único de los cuatro elementos empedoclianos que nos arredra, pues su cercanía o su contacto nos hace daño. La sola manera de vincularnos con él es gracias a un mediador. Y este mediador es el cigarrillo. El cigarrillo nos permite comunicarnos con el fuego sin ser consumidos por él. El fuego está en un extremo del cigarrillo y nosotros en el opuesto. Y la prueba de que este contacto es estrecho reside en que el cigarrillo arde, pero es nuestra boca la que expele el humo. Gracias a este invento completamos nuestra necesidad ancestral de religarnos con los cuatro elementos originales de la vida. Esta relación, los pueblos primitivos la sacralizaron mediante cultos religiosos diversos, terráqueos o acuáticos y, en lo que respecta al fuego, mediante cultos solares. Se adoró al sol porque encarnaba al fuego y a sus atributos, la luz y el calor. Secularizados y descreídos, ya no podemos rendir homenaje al fuego, sino gracias al cigarrillo. El cigarrillo sería así un sucedáneo de la antigua divinidad solar y fumar una forma de perpetuar su culto. Una religión, en suma, por banal que parezca. De ahí que renunciar al cigarrillo sea un acto grave y desgarrador, como una abjuración.

El cuchillo del doctor Dupont fue mi espada de Damocles, con la diferencia de que a mí sí me cayó. Eso ocurrió años más tarde, cuando el Marlboro y su estúpido juego de palabras —bar, lar, loma, ralo, rabo, etc.— había sido remplazado por el Dunhill en su lindo estuche burdeos con guardilla dorada. Me encontraba entonces en Cannes siguiendo un nuevo tratamiento para librarme del tabaco, luego de una última estada en el hospital. Dupont había decretado distracción, deportes y reposo, receta que mi mujer, convertida en la más celosa guardiana de mi salud y extirpadora de mi vicio, se encargó de aplicar y controlar escrupulosamente. Ocupaba mis jornadas en jogging matinal, baños de sol y de mar, larga siesta, remo en bote de goma y bicicleta crepuscular. Ello alternado con comidas sanas y actividades espirituales pero de bajo perfil, como hacer solitarios, leer novelas de espionaje y ver folletones de televisión. Este calendario no dejaba ninguna fisura por donde pudiese colar un cigarrillo, tanto más cuanto que mi mujer no me abandonaba ni a sol ni a sombra. Al mes estaba tostado, fornido, saludable y diría hasta hermoso. Pero en el fondo, pero en el fondo, me sentía insatisfecho, desasosegado, por momentos increíblemente triste. De nada me servía percibir mejor la pureza del aire marino, el aroma de las flores y el sabor de las comidas, si era la existencia misma la que se había vuelto para mí insípida.

Un día no pude más. Convencí a mi mujer de que en adelante iría a la playa una hora antes que ella y mi hijo, para aprovechar más los beneficios de esa vida salutífera y recreativa. En el trayecto compré un paquete de Dunhill y como era arriesgado conservarlo conmigo o esconderlo en casa encontré en la playa un rincón apartado, donde hice un hueco, lo guardé, lo cubrí con arena y dejé encima como seña una piedra ovalada. Es así que muy de mañana partía de casa a paso gimnástico, ante la mirada asombrada de mi mujer que me observaba desde el balcón orgullosa de mis disposiciones atléticas, sin sospechar que el objetivo de esa carrera no era mejorar mi forma ni batir ningún récord sino llegar cuanto antes al hueco en la arena. Desenterraba mi paquete y fumaba un par de pitillos, lenta, concentrada y hasta angustiosamente, pues sabía que serían los únicos del día. Esta estratagema, lo reconozco, pudo servir mis gustos y halagar mi ingenio, pero me rebajó ante mi propia consideración, ya que tenía conciencia de estar violando mis promesas y traicionando la confianza de mi mujer. Aparte de que mi plan no estuvo exento de imprevistos, como esa mañana que llegué a mi reducto y no encontré la piedra ovalada. El empleado que se encargaba de rastrillar y limpiar la playa había sido remplazado por otro más diligente, que no dejó un solo pedruzco en la arena. Por más que escarbé por un lado y otro no di con mi cajetilla. Decidí entonces comprar cinco paquetes y hacer cinco huecos y poner cinco señas y dejar cinco probabilidades abiertas a mi pasión.

Si uno quisiera contar prolijamente las cosas no terminaría nunca de hacerlo. Todo debe tener un fin. Es por ello que me propongo concluir esta confesión.

Aquí entramos a la parte más dramática del asunto, con la reaparición del doctor Dupont, sus sondas y sermones y sobre todo su premonitorio cuchillo. Mal que bien, a pesar de mis dolencias y problemas ligados al abuso del tabaco, llegué a convivir con ellos y a tirar para adelante, como se dice, tirando de paso pitada sobre pitada. Hasta que fui víctima de una molestia que nunca había conocido: la comida se me quedaba atracada en la garganta y no podía pasar un bocado. Esto se volvió tan frecuente que fui a ver al doctor Dupont no en ambulancia esta vez, para variar. Dupont se alarmó muchísimo, me guardó en el hospital para someterme a nuevos y complicados exámenes y a los pocos días, sin explicaciones claras, rodaba en una camilla rumbo a la sala de operaciones. Me desperté siete horas más tarde cortado como una res y cosido como una muñeca de trapo. Tubos, sondas y agujas me salían por todos los orificios del cuerpo. Me habían sacado parte del duodeno, casi todo el estómago y buen pedazo del esófago.

Prefiero no recordar las semanas que pasé en el hospital alimentado por la vena y luego por la boca con papillas que me daban en cucharitas. Ni tampoco mi segunda operación, pues Dupont se había olvidado al parecer de cortar algo y me abrió nuevamente por la misma vía, aprovechando que el dibujo en mi piel estaba ya trazado. Pero algo sí debo decir del establecimiento donde me enviaron a convalecer, convertido en un guiñapo humano, luego de tan rudas intervenciones.

Se llamaba "Clínica dietética y de recuperación pos—operatoria" y quedaba en las afueras de París, en medio de un extenso y hermosísimo parque. Sus habitaciones eran muy amplias y disponían de baño propio, terraza, televisión y teléfono. A ella iban a parar los que habían sufrido graves operaciones de las vías digestivas para que reaprendieran a comer, digerir y asimilar, hasta recobrar la musculatura y el peso perdidos. Las dos primeras semanas las pasé sin poder levantarme de la cama. Me seguía alimentando con líquidos y mazamorras y diariamente venía un fornido terapeuta que me masajeaba las piernas, me hacía levantar con los brazos pequeñas barras y con la respiración cojines de arena cada vez más pesados que me colocaban en el tórax. Gracias a ello pude al fin ponerme de pie y dar algunos pasos por el cuarto, hasta que un día la enfermera jefa me anunció que ya estaba en condiciones de someterme al control cotidiano.

De qué control se trataba lo supe al día siguiente, cuando vinieron a buscarme antes del desayuno. Fue la primera salida de mi habitación y mi primer contacto con los demás pensionistas de la clínica. ¡Espantosa visión! Me encontré con una legión de seres extenuados, tristes y macilentos, en pijama y zapatillas como yo, que hacían cola ante una balanza romana. Una enfermera los pesaba y otra anotaba el resultado en un grueso registro. Luego se arrastraban penosamente por los pasillos y desaparecían en sus habitaciones por el resto del día.

Al horror siguió la reflexión: ¿a dónde diablos había ido a parar? ¿Qué disimulaba ese remedo de albergue campestre poblado de espectros? En las próximas sesiones creí vislumbrar la realidad. Ello no podía ser una clínica, sino la antesala de lo irreparable. A ese lugar enviaban a los desechados de la ciencia para que, entre árboles y flores, vivieran sus postrimerías en un decorado de vacaciones. La pesada era solamente el último test que permitía verificar si cabía aún la posibilidad de un milagro. Enfermo que aumentaba de peso era aquel que, entre cien, mil o más tenía la esperanza de salir viviente de allí.

Esta sospecha la comprobé cuando dos vecinos de corredor dejaron de asistir a la pesada y luego me enteré, por una conversación entre enfermeras, de que se habían "dulcemente extinguido". Ello redobló mi zozobra, lo que me impidió comer y en consecuencia aumentar de peso. Los platos que me traían, insípidos y cremosos, los pasaba por el W.C. o los envolvía en kleenex que echaba a la papelera. Mi mujer y algunos fieles amigos me visitaban en las tardes y hacían lo indecible, con un temple admirable, para no mostrarse alarmados. Pero algunos gestos los traicionaron. Mi mujer me trajo un finísimo pijama de seda, lo que interpreté por un razonamiento tortuoso como "Si te tienes que morir que sea al menos en un pijama Pierre Cardin". Algunos amigos insistieron en tomarme fotos, dándome cuenta entonces de que se trataba de fotos póstumas, las que no alcanzaría a ver pegadas en ningún álbum de familia.

Me estaba pues muriendo o más bien "dulcemente extinguiendo", como dirían las enfermeras. Cada día perdía unos gramos más de peso y me fatigaba más someterme a la prueba de la balanza. El jefe de la clínica vino a verme y ordenó, como última medida, que me alimentaran a la fuerza. Me metieron una sonda de caucho por la nariz y a través de la sonda, con un enorme émbolo, me disparaban alimentos molidos al estómago. La sonda tenía que conservarla en forma permanente, su extremo visible pegado en la frente con un esparadrapo. Era algo tan horrible que a los dos días la arranqué y la tiré por los suelos. El jefe de la clínica regresó para sermonearme y como me resistí a que me la volvieran a poner se retiró despechado, diciéndome antes de salir: "Me importa un bledo. Pero de aquí no sale hasta que no aumente de peso. Usted asume toda la responsabilidad".

A ese imbécil no lo volví a ver más, pero a quienes vi fue a unos seres hirsutos, sucios y descamisados que fueron surgiendo detrás de los arbustos que divisaba desde mi cama, a través de los amplios ventanales. Tras esos arbustos estaban edificando un nuevo pabellón y como ya habían levantado el primer piso, los obreros y sus trabajos eran visibles desde mi cuarto. Por su piel cetrina deduje que venían de lugares cálidos y pobres, Andalucía, sur del Portugal, África del Norte. Lo que primero me sorprendió fue la celeridad y la variedad de sus movimientos. Aparecían y desaparecían subiendo ladrillos, bolsas de cemento, cubos con agua, instrumentos de albañilería, en un ir y venir continuo, que no conocía tropiezos ni improvisaciones. Imaginé el esfuerzo que hacían y por una especie de sustitución mental me sentí terriblemente fatigado, al punto que corrí las persianas de la ventana. Pero a mediodía volví a abrirlas y comprobé que esos hombres, que yo suponía doblegados por el cansancio, estaban sentados en círculo sobre el techo, reían, se interpelaban, se comunicaban con amplios gestos. Era la pausa del almuerzo y de portaviandas y bolsas de plástico habían sacado alimentos que engullían con avidez y botellas de vino que bebían al pico. Esos hombres eran aparentemente felices. Y lo eran al menos por una razón: porque ellos encarnaban el mundo de los sanos, mientras que nosotros el mundo de los enfermos. Sentí entonces algo que rara vez había sentido, envidia, y me dije que de nada me valían quince o veinte años de lecturas y escrituras, recluido como estaba entre los moribundos, mientras que esos hombres simples e iletrados estaban sólidamente implantados en la vida, de la que recibían sus placeres más elementales. Y mi envidia redobló cuando, al término de su yantar, los vi sacar cajetillas, petaqueras, papel de liar y encender sus cigarrillos de sobremesa.

Esa visión me salvó. Fue a partir de ese momento que estalló en mí la chispa que movilizó toda mi inteligencia y mi voluntad para salir de mi postración y en consecuencia de mi encierro. No deseaba otra cosa que reintegrarme a la vida, por ordinaria que fuese, sin otro ruego ni ambición que poder, como los albañiles, comer, beber, fumar y disfrutar de las recompensas de un hombre corriente pero sano. Para ello me era imperioso vencer la prueba de la balanza, pero como me era imposible comer en ese lugar y esa comida, recurrí a una estratagema. Cada mañana, antes de la pesada, metía en los bolsillos de mi pijama algunas monedas de un franco. Progresivamente fui añadiendo monedas de cinco francos, las más grandes y pesadas, que cambiaba al repartidor de periódicos. Logré así aumentar algunos cientos de gramos, lo que no era aún suficiente ni probatorio. Le pedí entonces a mi mujer que me trajera de casa un juego completo de cubiertos, alegando que con ellos podría tal vez alimentarme mejor que con los toscos cubiertos de la clínica. Eran los sólidos y caros cubiertos de plata que mi mujer adquirió en un momento de delirio, a pesar de mi oposición y que ahora, desviándose de su destino, se volvían realmente preciosos. Como no podía disimularlos en mis bolsillos, los fui colocando en mis calcetines, empezando por la cucharita de café hasta llegar a la cuchara de sopa. A la semana había aumentado dos kilos y más todavía cuando cosí a mis calzoncillos los cubiertos de pescado. Las enfermeras estaban asombradas por esa recuperación que no iba con mi apariencia. Un galeno me visitó, revisó mis boletines de peso, me examinó e interrogó y días más tarde la dirección me extendió la autorización de partida. Horas antes de que mi mujer viniera a buscarme en un taxi, estaba ya de pie, vestido, mirando una vez más por la ventana a los albañiles que ágiles, ingrávidos, aéreos y diría angelicales terminaban de levantar el segundo piso de ese nuevo pabellón de los desahuciados.

Demás está decir que a la semana de salir de la clínica podía alimentarme moderadamente pero con apetito; al mes bebía una copa de tinto en las comidas; y poco más tarde, al celebrar mi cuadragésimo aniversario, encendí mi primer cigarrillo, con la aquiescencia de mi mujer y el indulgente aplauso de mis amigos. A ese cigarrillo siguieron otros y otros y otros, hasta el que ahora fumo, quince años después, mientras me esfuerzo por concluir esta historia, instalado en la terraza de una casita de vía Tragara, contemplando a mis pies la ensenada de Marina Picola, protegida por el escarpado monte Solaro. Hace veinte siglos el emperador Augusto estableció aquí su residencia de verano y Tiberio vivió diez años y construyó diez palacios. Es cierto que ambos no fumaban, de modo que no tienen nada que ver con el tema, pero quien sí fumó fue el Vesubio y con tanta pasión que su humo y cenizas cubrieron las viñas y viviendas de la isla y Capri entró en un largo período de decadencia.

Enciendo otro cigarrillo y me digo que ya es hora de poner punto final a este relato, cuya escritura me ha costado tantas horas de trabajo y tantos cigarrillos. No es mi intención sacar de él conclusión ni moraleja. Que se le tome como un elogio o una diatriba contra el tabaco, me da igual. No soy moralista ni tampoco un desmoralizador, como a Flaubert le gustaba llamarse. Y ahora que recuerdo, Flaubert fue un fumador tenaz, al punto que tenía los dientes cariados y el bigote amarillo. Como lo fue Gorki, quien vivió además en esta isla. Y como lo fue Hemingway, que si bien no estuvo aquí residió en una isla del Caribe. Entre escritores y fumadores hay un estrecho vínculo, como lo dije al comienzo, pero ¿no habrá otro entre fumadores e islas? Renuncio a esta nueva digresión, por virgen que sea la isla a la que me lleve. Veo además con aprensión que no me queda sino un cigarrillo, de modo que le digo adiós a mis lectores y me voy al pueblo en busca de un paquete de tabaco.