La segunda vida de Julio Ramón por Alonso Cueto


La segunda vida de Julio Ramón
por Alonso Cueto



Se cumplen diez años de la muerte del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, premio Juan Rulfo 1994.
Lo conocí el día que comentamos su muerte. Fue a mediados de 1983, cuando yo estudiaba en la Universidad de Tejas en Austin. Una tarde en el campus me había encontrado con un estudiante peruano que me preguntó si sabía la noticia: según él, Julio Ramón Ribeyro acababa de morir de un cáncer en París. Yo que nunca había hablado con él, había sido sin embargo un lector devoto de sus cuentos empezando por "Los hombres y las botellas". Esa tarde, escribí un texto largo y lo mandé a la revista Debate en Lima. Puesto que la noticia era falsa, los editores me devolvieron el texto en el que yo hacía reseña de sus grandes logros como cuentista y me lamentaba de su (siempre) temprano fin. Entonces averigüé la dirección de Ribeyro en París y no se me ocurrió mejor idea que mandarle una carta con mi texto funerario, donde le explicaba lo ocurrido. Terminaba diciéndole: "Le envío este texto pues supongo que pocos pueden leer lo que va a decirse sobre ellos después de muertos." La respuesta me llegó unos días después. Empezaba con la famosa cita de Mark Twain: "Las noticias sobre mi muerte son algo exageradas." Luego, con frases de un magnífico humor negro, me decía que esperaba que pasara mucho tiempo antes de que yo pudiera publicar el texto.

Pasaron once años. En ese tiempo regresé a vivir a Lima, lo conocí, lo seguí leyendo, conversé mucho con él y lo quise. A inicios de los años noventa Ribeyro se había instalado en un apartamento frente al mar de Lima. Fue allí donde lo vi varias veces, solos o con otros amigos. Durante un tiempo, nos propusimos jugar ajedrez. Me di cuenta de que él tenía mucho más experiencia en el juego que yo y que conocía aperturas y celadas de las que yo no tenía mucha idea. Sin embargo, puse en práctica un recurso pedestre pero efectivo que consistía en atacarlo de un modo indiscriminado por todos los flancos. Iba a confesarme que se había sentido avasallado y en dudas por mi agresividad. Mi vehemencia era un antídoto contra sus conocimientos y equilibraba nuestras fuerzas. Gané algunas, me ganó otras e hicimos tablas la mayoría.

Hacer tablas, empatar, son en cierto modo las consignas de su vida y de su obra. Sus relatos, escritos en un estilo llano y directo, al borde del tedio de las vidas que buscan representar, nos ofrecen, en el esplendor de su medianía, a ilusos frustrados, soñadores aplastados, aventureros que se han dado de bruces contra las barreras de la banalidad. Consumidores y no protagonistas de sus vidas, sus personajes siguen los pasos de Silvio en "Silvio en el Rosedal": el hombre que es capaz de realizar su mejor actuación pero solo frente a un auditorio vacío.

Heredero de Maupassant, de Chéjov, de Flaubert, de quien hablaba con pasión, Ribeyro representó como pocos autores modernos la mediocridad del desencanto. Los limeños de clase media, con sus aspiraciones frustradas, sus ridículos sueños irrealizados, sus patéticas ilusiones, aparecen en relatos tan atractivos como "Espumante en el sótano", "Dirección equivocada" y "Por las azoteas". Fue un escritor eminentemente visual (entre sus hobbies estaban el dibujo y los óleos) que describió con precisión el poder que las casas y las calles ejercen en los hombres ("Tristes querellas en la vieja quinta" cuenta el poder de una casa antigua en los vecinos). Escritor de interiores, sin embargo, escribió uno de los mejores cuentos de la intemperie urbana: "Los gallinazos sin plumas." Realista empedernido, también escribió uno de los mejores cuentos fantásticos latinoamericanos, una joya llamada "Ridder y el pisapapeles". Escribió en todos los géneros (incluso el teatro) pero aquellos que más se acomodaron a su sensibilidad fueron los cuentos y el diario. Sus personajes no tenían la fuerza muscular para resistir una novela. No estaban preparados para largos viajes y la mayor parte de sus novelas pierde en tensión e interés. Con el tiempo, sus textos se fueron haciendo más densos y compactos hasta que llegó a producir las magníficas "Prosas apátridas" y sobre todo sus lúcidos y sensibles "Diarios de escritor".

Ribeyro será siempre un autor valorado por algunos lectores. Nunca será considerado un gran escritor. Su destino, acaso elegido, ha sido siempre el de sus personajes, una voz modesta pero auténtica, una escritura sincera capaz de crear un mundo estrecho. Pero es un mundo extraordinariamente sincero. Sus personajes no son perdedores o ganadores, sino sombras que ocupan ese extraño lugar que es el purgatorio de la medianía, las neblinas estáticas de la banalidad y la resignación.

Poco antes de morir, repetía que no iba a volver a escribir. No veía la relación necesaria entre la vida y la escritura que tenían otros escritores. Su escepticismo natural y su selectividad aprendida se dieron siempre la mano. Parapetado en un cigarrillo, un hábito al que regresó en sus últimos años, parecía mirar siempre el mundo de costado, una respuesta sesgada a la meticulosa saña con la que el mundo lo había tratado. En alguna ocasión, al cumplir sesenta y cinco años (edad en la que murió), me dijo que contaba con vivir diez años más.

Y esa esperanza no lo abandonó sino hasta cerca del fin. Pocos meses antes de su muerte, en la primavera de 1994, quedamos en encontrarnos una tarde en su casa frente al mar. Hacía un sol magnífico en la bahía de Lima y yo llegué a su puerta. Él estaba llegando al mismo tiempo. Lo vi bajar de la bicicleta, la cara radiante, tocado por la gracia del sol que iba a dejar de alumbrarlo a fines de ese mismo año. Fui varias veces a la clínica donde murió pero nunca lo vi. Ese brillo en su cara risueña es el que me acompaña todavía y el que mejor lo recuerda en este cielo. -


“La molicie”, de Julio Ramón Ribeyro


Mi compañero y yo luchábamos sistemáticamente contra la molicie. Sabíamos muy bien que ella era poderosa y que se adueñaba fácilmente de los espíritus de la casa. Habíamos observado cómo, agazapada, en las comidas fuertes, en los muelles sillones y hasta en las melodías lánguidas de los boleros, aprovechaba cualquier instante de flaqueza para tender sobre nosotros sus brazos tentadores y sutiles y envolvernos suavemente, como la emanación de un pebetero.

Había, pues, que estar en guardia contra sus asechanzas; había que estar a la expectativa de nuestras debilidades. Nuestra habitación estaba prevenida, diríase exorcizada contra ella. Habíamos atiborrado los estantes de libros, libros raros y preciosos que constantemente despertaban nuestra curiosidad y nos disponían al estudio. Habíamos coloreado las paredes con extraños dibujos que día a día renovábamos para tener siempre alguna novedad o, por lo menos, la ilusión de una perpetua mudanza. Yo pintaba espectros y animales prehistóricos, y mi compañero trazaba con el pincel transparentes y arbitrarias alegorías que constituían para mí un enigma indescifrable. Teníamos, por último, una pequeña radiola en la cual en momentos de sumo peligro poníamos cantigas gregorianas, sonatas clásicas o alguna fustigante pieza de jazz que comunicara a todo lo inerte una vibración de ballet.

A pesar de todas esas medidas no nos considerábamos enteramente seguros. Era a la hora de despertarnos, cuando las golondrinas (¿eran las golondrinas o las alondras?) nos marcaban el tiempo desde los tejados, el momento en que se iniciaba nuestra lucha. Nos provocaba correr la persiana, amortiguar la luz y quedarnos tendidos sobre las duras camas; dulcemente mecidos por el vaivén de las horas. Pero estimulándonos recíprocamente con gritos y consejos, saltábamos semidormidos de nuestros lechos y corríamos a través del corredor caldeado hasta la ducha, bajo cuya agua helada recibíamos la primera cura de emergencia. Ella nos permitía pasar la mañana con ciertas reservas, metidos entre nuestros libros y nuestras pinturas. A veces, cuando el calor no era muy intenso salíamos a dar un paseo entre las arboledas; viendo a la gente arrastrarse penosamente por las calzadas, huyendo también de la molicie, como nosotros. Después del almuerzo, sin embargo, sobrevenían las horas más difíciles y en las cuales la mayoría de nuestros compañeros sucumbían. Del comedor pasábamos al salón y embotados por la cuantiosa comida caíamos en los sillones. Allí pedíamos café, antes de que los ojos se nos cerraran, y gracias a su gusto amargo y tostado, febrilmente sorbido, podíamos pensar lo elemental para mantenernos vivos. Repetíamos el café, fumábamos, hojeábamos por centésima vez los diarios, hasta que la molicie hacía su ingreso por las tres grandes ventanas asoleadas. Poco a poco disminuía el ritmo de los coloquios; las partidas de ajedrez se suspendían, el humo iba desvaneciéndose, el radio sonaba perezosamente y muchos quedaban inmóviles en los sillones, un alfil en la mano, los ojos entrecerrados, la respiración sofocada, la sangre viciada por un terrible veneno. Entonces, mi compañero y yo huíamos torpemente por las escaleras y llegábamos exhaustos a nuestro cuarto, donde la cama nos recibía con los brazos abiertos y nos hacía brevemente suyos.

A esta hora, tal vez, fuimos en alguna oportunidad presas de la molicie. Recuerdo especialmente un día en que estuve tumbado hasta la hora de la merienda sin poder moverme, y más aún, hasta la hora de la cena, hora en que pude levantarme y arrastrarme hasta el comedor como un sonámbulo. Pero esto no volvió a repetirse por el momento. Aún éramos fuertes. Aún éramos capaces de rechazar todos los asaltos y llenar la tarde de lecturas comunes; de glosas y de disputas, muchas veces bizantinas, pero que tenían la virtud de mantener nuestra inteligencia alerta.

A veces, hartos de razonar, nos aproximábamos a la ventana que se abría sobre un gran patio, al cual los edificios volvían la intimidad de sus espaldas. Veíamos, entonces, que la molicie retozaba en el patio, bajo el resplandor del sol y, reptando por las paredes, hacía suyos los departamentos y las cosas. Por las ventanas abiertas veíamos hombres y mujeres desnudos, indolentemente estirados sobre los lechos blancos, abanicándose con periódico. A veces alguno de ellos se aproximaba a su ventana y miraba el patio y nos veía a nosotros. Luego de hacernos un gesto vago, que podía interpretarse como un signo de complicidad en el sufrimiento, regresaba a su lecho, bebía lentos jarros de agua y, envuelto en sus sábanas como en su sudario, proseguía su descomposición. Este cuadro al principio nos fortalecía porque revelaba en nosotros cierta superioridad. Mas, pronto aprendimos a ver en cada ventana como el reflejo anticipado de nuestro propio destino y huíamos de ese espectáculo como de un mal presagio. Habíamos visto sucumbir, uno por uno, a todos los desconocidos habitantes de aquellos pisos, sucumbir insensiblemente, casi con dulzura, o más bien, con voluptuosidad. Aun aquellos que ofrecieron resistencia —aquel, por ejemplo, que jugaba solitarios o aquel otro que tocaba la flauta— habían perecido estrepitosamente.

La poca gente que disponía de recursos —nosotros no estábamos en esa situación— se libraban de la molicie abandonando la ciudad. Cuando se produjeron los primeros casos improvisaron equipajes y huyeron hacia las sierras nevadas o hacia las playas frescas, latitudes en las cuales no podía sobrevivir el mal. Nosotros en cambio, teníamos que afrontar el peligro, esperando la llegada del otoño para que se extendiera su alfombra de hojas secas sobre los maleficios del estío. A veces, sin embargo, el otoño se retrasaba mucho, y cuando llegaban los primeros cierzos, la mayoría de nosotros estábamos incurablemente enfermos, completamente corrompidos para toda la vida.

Las siete de la noche era la hora más benigna. Diríase que la molicie hacia una tregua y abandonando provisoriamente la ciudad, reunía fuerzas en la pradera, preparándose para el asalto final. Este se producía después de la cena, a las once de la noche, cuando la brisa crepuscular había cesado y en el cielo brillaban estrellas implacablemente lúcidas. A esta hora eran también, sin embargo, múltiples las posibilidades de evasión. Los adinerados emigraban hacia los salones de fiesta en busca de las mujerzuelas para hallar, en el delirio, un remedio a su cansancio. Otros se hartaban de vino y regresaban ebrios en la madrugada, completamente insensibles a las sutilezas de la molicie. La mayoría, en cambio se refugiaba en los cinematógrafos del barrio, después de intoxicarse de café. Los preparativos para la incursión al cine eran siempre precedidos de una gran tensión, como si se tratara de una medida sanitaria. Se repasaban los listines, se discutían las películas y pronto salía la gran caravana cortando el aire espeso de la noche. Muchos, sin embargo, no tenían dinero ni para eso y mendigaban plañideramente una invitación, o la exigían con amenazas a las que eran conducidos fácilmente por el peligro en que se hallaban. En las incómodas butacas veíamos tres o cuatro cintas consecutivas, con un interés excesivo, y que en otras circunstancias no tendría explicación. Nos reíamos de los malos chistes, estábamos a punto de llorar en las escenas melodramáticas, nos apasionábamos con héroes imaginarios y había en el fondo de todo ello como una cruel necesidad y una común hipocresía. A la salida frecuentábamos paseos solitarios, aromados por perfumes fuertes, y esperábamos en peripatéticas charlas que el alba plantara su estandarte de luz en el oriente, signo indudable de que la molicie se declaraba vencida en aquella jornada.

Al promediar la estación la lucha se hizo insostenible. Sobrevinieron unos días opacos, con un cielo gris cerrado sobre nosotros como una campana neumática. No corría un aliento de aire y el tiempo detenido husmeaba sórdidamente entre las cosas. En estos días, mi compañero y yo, comprendimos la vanidad de todos nuestros esfuerzos. De nada nos valían ya los libros, ni las pinturas, ni los silogismos, porque ellos a su vez estaban contaminados. Comprendimos que la molicie era como una enfermedad cósmica que atacaba hasta a los seres inorgánicos, que se infiltraba hasta en las entidades abstractas, dándoles una blanda apariencia de cosas vivas e inútiles. La residencia, piso por piso, había ido cediendo sus posiciones. La planta inferior, ocupada por la despensa y la carbonería, fue la primera en suspender la lucha. Las materias corruptibles que guardaba —pilas de carbón vegetal, víveres malolientes— fueron presas fáciles del mal. Luego el mal fue subiendo, inflexiblemente, como una densa marea que sepultara ciudades y suspendiera cadáveres. Nosotros, que ocupábamos el último piso, organizamos una encarnizada resistencia. Nuestro reducto fue un pequeño y anónimo cantar de gesta. Abriendo los grifos dejamos correr el agua por los pasillos e infiltrarse en las habitaciones. En una heroica salida regresamos cargados de frutas tropicales y de palmas, para morder la pulpa jugosa o abanicarnos con las hojas verdes. Pero pronto el agua se recalentó, las palmas se secaron y de las frutas sólo quedaron los corazones oxidados. Entonces, desplomándonos en nuestras camas, oyendo cómo nuestro sudor rebotaba sobre las baldosas, decidimos nuestra capitulación. Al principio llevamos la cuenta de las horas (un campanario repicaba cansadamente muy cerca nuestro, ¿quién lo tañería?), la cuenta de los días, pero pronto perdimos toda noción del tiempo. Vivíamos en un estado de somnolencia torpe, de embrutecimiento progresivo. No podíamos proferir una sola palabra. Nos era imposible hilvanar un pensamiento. Éramos fardos de materia viva, desposeídos de toda humanidad.

¿Cuánto tiempo duraría aquel estado? No lo sé, no podría decirlo. Sólo recuerdo aquella mañana en que fuimos removidos de nuestros lechos por un gigantesco estampido que conmovió a toda la ciudad. Nuestra sensibilidad, agudizada por aquel impacto, quedó un instante alerta. Entonces sobrevino un gran silencio, luego una ráfaga de aire fresco abrió de par en par las ventanas y unas gotas de agua motearon los cristales. La atmósfera de toda la habitación se renovó en un momento y un saludable olor de tierra humedecida nos arrastró hacia la ventana. Entonces vimos que llovía copiosa, consoladoramente. También vimos que los árboles habían amarilleado y que la primera hoja dorada se desprendía y después de un breve vals tocaba la tierra. A este contacto —un dedo en llaga gigantesca— la tierra despertó con un estertor de inmenso y contagioso júbilo, como un animal después de un largo sueño, y nosotros mismos nos sentimos partícipes de aquel renacimiento y nos abrazamos alegremente sobre el dintel de la ventana, recibiendo en el rostro las húmedas gotas del otoño.


Madrid, 1953

La voz de los desheredados


La voz de los desheredados

Gualberto Baña

EN 1974 VIVÍA en Lima y una tarde entré en una librería y descubrí al Julio Ramón Ribeyro cuentista. Hasta ese momento no había leído nada de él. Los volúmenes, entonces sólo dos, abarcaban cuentos escritos entre 1954 y 1972, y se titulaban Las palabras del mudo. ¿Por qué este título? -a modo de prefacio se reproducía parte de una carta que Ribeyro había dirigido al editor, explicándolo-; "porque en la mayoría de mis cuentos se expresan aquellos que en la vida están privados de las palabras, los marginados, los olvidados, los condenados a una existencia sin sintonía y sin voz. Yo les he restituido ese hálito negado y les he permitido modular sus anhelos, sus arrebatos y sus angustias".

El primer cuento se titulaba Los gallinazos sin plumas. Aves de rapiña incapaces de volar, pensé, es decir, hombres. Y comencé a leerlo allí mismo, de pie junto a una mesa llena de libros.

El cuento se abre con una atmósfera irreal, como una historia de terror: "A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal".

La gente que deambula por las calles a esa hora, nos hace saber el autor, no parece de carne y hueso, o por lo menos no es tan corriente como la que se puede ver el resto del día: el empleado que va a su trabajo, el ama de casa dirigiéndose al mercado, el guardia dirigiendo el tráfico. Pero un poco más adelante esa descripción de mundo fantástico se quiebra, cambia casi sin transición a una realidad dura y cruel, en el instante en que se menciona la presencia de muchachos que hurgan en la basura en busca de alimentos, de objetos que puedan tener algún valor: los gallinazos sin plumas.

-¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! -dice el viejo Santos, el abuelo-. ¡Ya es hora!

Es hora de salir a la calle y rebuscar en los muladares.

A esta altura Ribeyro nos ha ubicado en un mundo de barriadas miserables que nacen generalmente alrededor de las grandes capitales, debido a la gente que llega de las provincias en busca de una vida mejor. O de una vida.

El relato nos cuenta la historia de dos hermanos, Enrique y Efraín, que viven en una chabola con su abuelo. Éste posee un cerdo, y cada mañana obliga a los hermanos a ir a buscar comida para alimentarlo; piensa venderlo cuando esté gordo. Un día Efraín se hiere un pie, y aunque su hermano le ayuda, vuelven con los cubos casi vacíos. Santos, el abuelo -dada su catadura, su nombre no deja de ser una ironía, un recurso que Ribeyro maneja muy bien-, arroja el perro de los chicos al chiquero para alimentar al cerdo. Más tarde, al enterarse, los hermanos atacan a su abuelo, quien cae dentro del recinto donde está el animal, y es a su vez devorado.

Ese mundo de miseria no es otra cosa que la otra cara de una sociedad moderna y civilizada. Detrás o alrededor de barrios lujosos, tal vez un poco más lejos -parece decirnos el autor-, surge una población de marginados. La narración avanza y nos deja saber "que (los hermanos) llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón". Pero ellos no son los únicos. "En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo". El instinto de supervivencia, exacerbado por la miseria, es tal que todos y cada uno de los chicos que revuelven la basura en busca de comida está reducido a nivel de ave de rapiña. Se trata de sobrevivir a cualquier precio. Junto a un mundo que representa la civilización -la ciudad moderna, pujante-, hay otro que se rige por sus propias normas, casi siempre la ley del más fuerte. El abuelo obliga a sus nietos a salir al amanecer para buscar comida para el cerdo, cuya voracidad no parece tener límite. Cuando Efraín se corta un pie, y más tarde su hermano también enferma, los tacha de gandules, les niega la comida. Su crueldad le lleva a alimentar al cerdo con el perro de los chicos. Este personaje, el abuelo, retratado como un ser deforme -tiene una pierna de palo, y a menudo su regresión a la bestialidad está sugerida por frases como "comienza a berrear" o "lanzó un rugido"- y deshumanizado, tiene su antítesis en el cariño mutuo que une a los dos hermanos. Los tres, sin embargo, parecen ser víctimas del medio ambiente. Los años de pobreza han llevado a Santos a obsesionarse con algún tipo de bienestar económico, en este caso el cerdo que pretende vender. El ansia de conseguir dinero borra su humanidad y termina destruyéndole cuando el cerdo le devora. Irónicamente, lo único que sobrevive al final es el cerdo -a quien ha tratado mejor que a sus propios nietos-, es decir, la ilusoria promesa de prosperidad que éste representa.

Decíamos al principio que hay un contraste profundo entre la calma del amanecer y las actividades que los muchachos desarrollan a esas horas; a medida que el cuento progresa el mundo mágico de "la hora celeste" se va convirtiendo en un cuento de horror, de pesadillas donde sobrevivir es lo único que importa. La inocencia de los hermanos, manifestada por el deseo de encontrar algo valioso, desaparece pronto, no sólo junto a la hora celeste, sino también por la dureza de la vida que han llevado. No otra cosa quiere decir uno de los párrafos finales:

"Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula". Habían llegado demasiado pronto y a través de una durísima experiencia a la comprensión del mundo de los hombres. Esto me hace pensar que el cuento que comentamos es también una historia de iniciación: los hermanos, aunque sólo sea metafóricamente, han alcanzado la mayoría de edad. Ribeyro es esencialmente pesimista, y sin embargo su visión del ser humano es más bien de desencanto; los personajes que pueblan sus obras -marginados, perdedores, olvidados por la vida- están dibujados con ironía pero también con compasión. La vida del hombre, parece decirnos con cierto escepticismo, es una tragicomedia.

Ribeyro fue uno de los escritores más importantes de la generación del cincuenta de Perú, que dejaba atrás la corriente regionalista que había imperado hasta entonces, para dirigir la mirada hacia la ciudad. Junto a escritores como Oswaldo Reynoso, Carlos Eduardo Zavaleta y otros, creó una tradición de narrativa moderna en el contexto nacional. Hijo de una familia aristócrata venida a menos, fue un testigo lúcido de una sociedad que comenzaba a transformarse, y así lo reflejó en su obra. Sus cuentos nos ofrecen el continuo también pueden ser leídos con un sentido universal: el hombre tiene generalmente los mismos problemas en sociedades similares. Ribeyro nproceso de cambio social que culmina con la modernización de los años cuarenta y cincuenta, y aunque fuera de su país la mayor parte de su vida, reflejan la realidad específica de Perú, aunqueo sólo enjuició el materialismo de la nueva sociedad que iba surgiendo en su país, sino que adoptó también una actitud crítica frente a la inhumanidad del espíritu capitalista que impulsaba dicha modernización.

Gualberto Baña (Montevideo, 1947) es autor de la novela El ordenamiento del orden (Debate).



Sólo para fumadores por Alejandro Zambra

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Sólo para fumadores

Alejandro Zambra
La Tercera Cultura, sábado 7 de junio de 2008



"A partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos", dice el escritor peruano Julio Ramón Ribeyro en Sólo para fumadores, uno de sus grandes relatos, y con seguridad un clásico de la literatura del humo. Antes de seguir, advierto que el cuento de Ribeyro no es lectura recomendable para quienes actualmente se refugian en los demagógicos parches de nicotina, o se entregan temerosamente a la vareniclina, capaz de convertir a excelentes fumadores en depresivos ciudadanos del mundo global. (Conviene recordar, en todo caso, testimonios de personas que, tras seguir exitosos tratamientos con Champix confiesan un enorme desasosiego existencial. "Ahora, sin fumar, todo es infinitamente más fome", me dijo hace poco, de hecho, un amigo alguna vez famoso por sus enérgicas bocanadas).

Después de repasar los primeros Derby, los Chesterfield de estudiante universitario ("cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria"), los "negros y nacionales" Incas, la perfecta cajetilla de los Lucky Strike ("por ese círculo rojo entro forzosamente cuando evoco esas altas noches de estudio en las que amanecía con amigos la víspera de un examen") y los Gauloises y Gitanes que decoraron sus aventuras parisinas, Ribeyro rememora el momento más triste de su vida como fumador, que se da cuando comprende que para poder fumar debe desprenderse de sus libros: cambia, entonces, a Balzac por varios paquetes de Lucky, y a los poetas surrealistas por una cajetilla de Players, y a Flaubert por unas cuantas decenas de Gauloises, y hasta resigna diez ejemplares de Los gallinazos sin plumas, su primer libro de cuentos, que acaba vendiendo al peso para convertirlos en un miserable paquete de Gitanes.

El título del relato es particularmente adecuado: los siempre tan razonables no fumadores de seguro considerarán descabellados algunos pasajes que, por el contrario, para los fumadores son completamente fidedignos, como aquella heroica noche en que Ribeyro se arroja desde una altura de ocho metros para recuperar una cajetilla de Carriel, o bien, años más tarde, cuando soluciona una severa prohibición escondiendo en la arena paquetes de Dunhill que, tras sortear la vigilancia de su mujer, corre a desenterrar cada mañana. Estas imágenes -el fumador como un deportista de alto riesgo o como un diligente perro que atesora sabrosos huesos- poseen una belleza incomprensible para los legos pero indiscutible, en cambio, para quienes pensamos, como pensaba Rocco Alesina, que "el humo no mata, acompaña hacia la muerte".

Este cuento de Ribeyro merece un lugar principal en la liberadora biblioteca para fumadores que conforman, entre otros necesarios libros, La conciencia de Zeno, de ítalo Svevo; Los cigarrillos son sublimes, de Richard Klein; Puro humo, de Guillermo Cabrera Infante, y Cuando fumar era un placer, el ensayo de autoayuda de Cristina Peri Rossi en que figura este sentido poema, que los no fumadores -de nuevo-pensarán exagerado, pero que para nosotros es una declaración de máxima intensidad amorosa: "Dejar de fumar/ ha sido tan duro/ tan doloroso/ como dejar de amarte".



Artículo sobre Ribeyro en el número XI de Revista Cinosargo


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Estrenamos el número XI de Revista Cinosargo - Edición de Abril del 2009


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Editorial.

A PASOS AGIGANTADOS NOS PRECIPITAMOS A CUMPLIR NUESTRO PRIMER AÑO COMO REVISTA, Y SIN PUDOR, PODEMOS AFIRMAR A LA FECHA, NUESTRA CONDICIÓN DE EDITORIAL INDEPENDIENTE, MEDIO DIGITAL CON MÁS DE 20 EDICIONES Y EN PAPEL, POSEEDORES DE DOS TÍTULOS QUE YA HAN EMPEZADO A RECORRER EL MUNDO A TRANCO LARGO. SE VISLUMBRA EN NUESTRO PANORAMA, UNA SERIE DE PROYECTOS POR ELLO, AÚN CUANDO, PRODUCTO DE LA GRAN CANTIDAD DE TRABAJO NOS RETRASAMOS UN POCO EN LA ENTREGA DE ESTE EJEMPLAR DE ABRIL, NO PODÍAMOS PASAR POR ALTO NUESTRA OBLIGACIÓN DE PROVEER LA REVISTA MENSUAL DE CINOSARGO, QUE EN ESTA OCASIÓN, TRAE UNA GRAN CANTIDAD DE MATERIAL DESTACADÍSIMO PARA LOS AMANTES DE LAS LETRAS LATINOAMERICANAS Y UNIVERSALES. TEXTOS DE ANÁLISIS DE AUTORES CUBANOS, PERUANOS, VENEZOLANOS Y CHILENOS, CUENTOS Y CRÓNICAS DE CIENCIA FICCIÓN, LITERATURA ERÓTICA, REVISIÓN A REVISTAS DE ANTAÑO QUE INTERDISCURSIVAMENTE PROMOVIERON EL ARTE Y ASIMISMO, LA REVISIÓN DE LOS TAN CUESTIONADOS GÉNEROS. UNA VEZ MÁS, CINOSARGO SE ABOCA DE LLENO A HURGAR EN LOS MÁS RECÓNDITOS EXTREMOS DE LA PRODUCCIÓN LITERARIA Y TENEMOS EL PLACER DE DAR A CONOCER UN NUEVO VASTAGO DE NUESTRO INGENIO QUE SOMETEMOS A SU APRECIO COMO LECTORES JUICIOSOS. HASTA LA PRÓXIMA ENTREGA, QUE TRAERÁ MUCHAS NOVEDADES PARA LA REVISTA Y PARA EL UNIVERSO CINOSARGO, A DOS AÑOS DE DAR VIDA A ESTE COLOSO, NOS DESPEDIMOS POR EL MOMENTO.

Cinosargo tiene la palabra!!!!!!!!!

Daniel Rojas Pachas
Director de Revista Cinosargo.
24/05/09



SUMARIO


-SOBRE LOS HOMBRES Y LAS BOTELLAS
POR DANIEL ROJAS P.

-RING DE BOXEO
POR WILFREDO CARRIZALES (CUENTO)

-EL IRRENUNCIABLE COMPROMISO
DEL PERIODISTA CULTURAL POR CARLOS CABRERA

-EN LOS EXTRAMUROS DE VERÁSTEGUI
POR JOSÉ CÓRDOVA

-SOBRE EL MUSIQUERO
POR JOSÉ MARTÍNEZ FERNÁNDEZ

-ESTRELLAS
POR GUILLERMO FERNÁNDEZ E. (CUENTO)

-BRAGAS
POR ANA PATRICIA MOYA (CUENTO)

-GABRIELA MISTRAL CRIATURA DEL UNIVERSO
POR ARTURO VOLANTINES

-ABRIGO ESBOZO: SOBRE VICENTE GERBASI
POR MILAGRO HAACK

-EL BUDA DE PAPEL
POR R. GABRIELLI

-GALAXIAS CONDENADAS
POR AS-ZETA Y ADDICTION KERBEROS

-SEMBLANZAS PROFUNDAS: G.C.I
POR DANIEL ROJAS PACHAS.



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ESPECIALES DE POESÍA.


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Cuarta edición especial de poesía de Revista Cinosargo Marzo del 2009 Año I leer o descargar


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Tercera edición especial de poesía de Revista Cinosargo Febrero del 2009 Año I Leer o descargar


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Segunda edición especial de poesía de Revista Cinosargo Enero del 2009 Año I Leer o descargar


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Ediciones especiales de Revista Cinosargo, Poesía publicada en Diciembre del 2008


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Alfredo Bryce recuerda a Ribeyro en Guadalajara

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Alfredo Bryce recuerda a Ribeyro en Guadalajara

Fuente: La República, Lima 05/12/05

Autor de "Un mundo para Julius" hizo memoria de la amistad que mantuvo con el desaparecido escritor peruano.

También ofreció un retrato del recordado narrador y sostuvo que fue un olvidado del 'boom'.


Julio Ramón Ribeyro, acaso el mejor cuentista peruano del siglo XX, tuvo siempre a la suerte esquivándole. Hasta ahora mismo, cuando hace ya 10 años de su muerte, han robado de una plaza de la ciudad de Lima el monumento en bronce que le dedicaron. Para que no caigan otra vez en la tentación los ladrones, lo han repuesto, pero esta vez de cemento y recubierto de bronce.

Julio Ramón Ribeyro era enjuto, silencioso; treinta años antes del que sería su final definitivo, estuvo a punto de morir de cáncer en un hospital de París. Advirtió que a aquellos enfermos que ganaban peso los pasaban a una sala donde les procuraban mejor tratamiento y entonces acopió cucharillas, tenedores, cuchillos, entre otros cubiertos y se los ponía en el bolsillo del pijama para aparentar mayor envergadura en el pesaje que se le hacía cotidianamente. A veces Julio Ramón le pedía a su gran amigo Alfredo Bryce Echenique -que contó ésta y otras cosas en el homenaje que Ribeyro ha recibido en la Feria del Libro de Guadalajara- que le llevara su propia vajilla de plata; y así consiguió que le trasladaran de ala en el hospital parisino en que se hallaba. Le dieron un tratamiento diferente para sobrevivir, y siguió viviendo. Alfredo Bryce Echenique dijo que a Ribeyro lo dejaron "fuera del festín" de la literatura iberoamericana; una injusticia del 'boom'. Cuando Mario Vargas Llosa y el propio Alfredo Bryce Echenique intentaron que Carlos Barral le incorporara a aquella pléyade de escritores que constituyeron ese movimiento literario, el editor catalán alegó que solo publicaría novelistas.

Bryce conoció a Julio Ramón cuando fue a pedirle una máquina, con la que quería sacarle una fotografía a su hijo, que iba a nacer. Como Alfredo Bryce tenía una botella de pisco, brindaron y siguieron brindando durante días; "cuando reaparecimos, al niño ya lo habían bautizado".


Vida editorial nefasta

El autor de La juventud en la otra orilla y Sólo para fumadores, dos joyas del cuento peruano e internacional, tuvo una vida editorial nefasta: el primer libro que apareció en francés tenía en la contraportada la foto de un brasileño que también se llamaba Ribeyro. Escribía con un dedo y con la otra mano atendía a su pequeño hijo; y a veces iba a la panadería con su hijo, traía el pan y se olvidaba del niño. Un dato más: le dieron el Premio Juan Rulfo, el más grande de su vida; y murió 12 días antes de la entrega. (El País)



Los merengues


Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las monedas —había aprendido a contar jugando a las bolitas— y constató, asombrado que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.

En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues –blancos, puros, vaporosos— lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salvación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:

— ¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los clientes!

Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.

Él recordaba, sin embargo, algunas escenas amables. Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tenía papá y por último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.

— ¡Empara!— dijo, aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus colmillos.

Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.

Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes, ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario pero no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.

- ¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!

Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz de esa cabaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono imperativo:

— ¡Veinte soles de merengues!

El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó despachando a los otros parroquianos.

— ¿No ha oído? – insistió Perico excitándose— ¡Quiero veinte soles de merengues!

El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la oreja.

— ¿Estás bromeando, palomilla?

Perico se agazapó.

— ¡A ver, enséñame la plata!

Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.

— ¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?
— Sí –replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos circunstantes.
— Buen empacho te vas a dar –comentó alguien.

Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:

— Déme los merengues— pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
— ¿Va a salir o no? – lo increpó el dependiente.
— Despácheme antes.
— ¿Quién te ha encargado que compres esto?
— Mi mamá.
— Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.

Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la vidriería, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una voz quejumbrosa:

— ¡Déme, pues, veinte soles de merengues!

Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:

— ¡Aunque sea diez soles, nada más!

El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.

— ¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!

Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.

Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.


Dirección equivocada




Dirección equivocada

Ramón abandonó la oficina con el expediente bajo el brazo y se dirigió a la avenida Abancay. Mientras esperaba el ómnibus que lo conduciría a Lince1, se entretuvo contemplando la demolición de las viejas casas de Lima. No pasaba un día sin que cayera un solar de la colonia, un balcón de madera tallada o simplemente una de esas apacibles quintas republicanas, donde antaño se fraguó más de una revolución. Por todo sitio se levantaban altivos edificios impersonales, iguales a los que había en cien ciudades del mundo. Lima, la adorable Lima de adobe y de madera, se iba convirtiendo en una especie de cuartel de concreto armado. La poca poesía que quedaba se había refugiado en las plazoletas abandonadas, en una que otra iglesia y en la veintena de casonas principescas, donde viejas familias languidecían entre pergaminos y amarillentos daguerrotipos.

Estas reflexiones no tenían nada que ver evidentemente con el oficio de Ramón: detector de deudores contumaces. Su jefe, esa misma mañana, le había ordenado hacer una pequisa minuciosa por Lince para encontrar a Fausto López, cliente nefasto que debía a la firma cuatro mil soles2 en tinta y papel de imprenta.

Cuando el ómnibus lo desembarcó en Lince, Ramón se sintió deprimido, como cada vez que recorría esos barrios populares sin historia, nacidos hace veinte años por el arte de alguna especulación, muertos luego de haber llenado algunos bolsillos ministeriales, pobremente enterrados entre la gran urbe y los lujosos balnearios del Sur. Se veían chatas casitas de un piso, calzadas de tierra, pistas polvorientas, rectas calles brumosas donde no crecía un árbol, una yerba. La vida en esos barrios palpitaba un poco en las esquinas, en el interior de las pulperías3, traficadas por caseros y borrachines.

Consultando su expediente, Ramón se dirigió a una casa de vecindad y recorrió su largo corredor perforado de puertas y ventanas, hasta una de las últimas viviendas.

Varios minutos estuvo aporreando la puerta. Por fin se abrió y un hombre somnoliento, con una camiseta agujereada, asomó el torso.

-¿Aquí vive el señor Fausto López?

-No. Aquí vivo yo, Juan Limayta, gasfitero4.

-En estas facturas figura esta dirección -alegó Ramón, alargando su expediente.

-¿Y a mí qué? Aquí vivo yo. Pregunte por otro lado -y tiró la puerta.

Ramón salió a la calle. Recorrió aún otras casas, preguntando al azar. Nadie parecía conocer a Fausto López. Tanta ignorancia hacía pensar a Ramón en una vasta conspiración distrital destinada a ocultar a uno de sus vecinos. Tan sólo un hombre pareció recurrir a su memoria.

-¿Fausto López? Vivía por aquí pero hace tiempo que no lo veo. Me parece que se ha muerto.

Desalentado, Ramón penetró en una pulpería para beber un refresco. Acodado en el mostrador, cerca del pestilente urinario, tomó despaciosamente una coca-cola. Cuando se disponía a regresar derrotado a la oficina, vio entrar en la pulpería a un chiquillo que tenía en la mano unos programas de cine. La asociación fue instantánea. En el acto lo abordó.

-¿De dónde has sacado esos programas?

-De mi casa, ¡de dónde va a ser?

-¿Tu papá tiene una imprenta?

-Sí.

-¿Cómo se llama tu papá?

-Fausto López.

Ramón suspiró aliviado.

-Vamos allí. Necesito hablar con él.

En el camino conversaron. Ramón se enteró que Fausto López tenía una imprenta de mano, que se había mudado hacía unos meses a pocas calles de distancia y que vivía de imprimir programas para los cines del barrio.

-¿Te pagan algo por repartir los programas?

-¿Mi papá? !Ni un taco! Los dueños de los cines me dejan entrar gratis a los seriales.

En los barrios pobres también hay categorías. Ramón tuvo la evidencia de estar hollando el suburbio de un suburbio. Ya los pequeños ranchos habían desaparecido. Sólo se veían callejones, altos muros de corralón con su gran puerta de madera. Menguaron los postes del alumbrado y surgieron las primeras acequias, plagadas de inmundicias.

Cerca de los rieles el muchacho se detuvo.

-Aquí es -dijo, señalando un pasaje sombrío -. La tercera puerta. Yo me voy porque tengo que repartir todo esto por la avenida arenales.

Ramón dejó partir al muchacho y quedó un momento indeciso. Algunos chicos se divertían tirando piedras en la acequia. Un hombre salió, silbando, del pasaje y echó en sus aguas el contenido dudoso de una bacinica.

Ramón penetró hasta la tercera puerta y la golpeó varias veces con los puños. Mientras esperaba, recordó las recomendaciones de su jefe: nada de amenazas, cortesía señorial, espíritu de conciliación, confianza contagiosa. Todo esto para no intimidar al deudor, regresar con la dirección exacta y poder iniciar el juicio y el embargo.

La puerta no se abrió pero, en cambio, una ventana de madera, pequeña como el marco de un retrato, dejó al descubierto un rostro de mujer. Ramón, desprevenido, se vio tan súbitamente frente a esta aparición, que apenas tuvo tiempo de ocultar el expediente a sus espaldas.

-¿Qué cosa quiere? ¿Qué hay? -preguntaba insistentemente la mujer.

Ramón no desprendió los ojos de aquel rostro. Algo lo fascinaba en él. Quizá el hecho de estar enmarcado en la ventanilla, como si se tratara de la cabeza de una guillotina.

-¿Qué quiere usted? -proseguía la mujer-. ¿A quién busca?

Ramón titubeó. Los ojos de la mujer no lo abandonaban. Estaba tan cerca de los suyos que Ramón, por primera vez, se vio introducido en el mundo secreto de una persona extraña, contra su voluntad, como si por negligencia hubiera abierto una carta dirigida a otra persona.

-¡Mi marido no está! -insistía la mujer-. Se ha ido de viaje, regrese otro día, se lo ruego...

Los ojos seguían clavados en los ojos. Ramón seguía explorando ese mundo inespacial, presa de una súbita curiosidad pero no como quien contempla los objetos que están detrás de una vidriera sino como quien trata de reconstruir la leyenda que se oculta detrás de una fecha. Solamente cuando la mujer continuó sus protestas, con voz cada vez más desfalleciente, Ramón se dio cuenta que ese mundo estaba desierto, que no guardaba otra cosa que una duración dolorosa, una historia marcada por el terror.

-Soy vendedor de radios -dijo rápidamente-. ¿No quiere comprar uno? Los dejamos muy baratos, a plazos.

-¡No, no, radios no, ya tenemos, nada de radios! -suspiró la mujer y, casi asfixiada, tiró violentamente el postigo.

Ramón quedó un momento delante de la puerta. Sentía un insoportable dolor de cabeza. Colocando su expediente bajo el brazo, abandonó el pasaje y se echó a caminar por Lince, buscando un taxi. Cuando llegó a una esquina, cogió el catapacio, lo contempló un momento y debajo del nombre de Fausto López escribió: "Dirección equivocada". Al hacerlo, sin embargo, tuvo la sospecha de que no procedía así por justicia, ni siquiera por esa virtud sospechosa que se llama caridad, sino simplemente porque aquella mujer era un poco bonita.

(Amberes, 1957)

(1) Lince, barrio de Lima habitado mayormente por gente de clase media-baja.
(2) Sol, moneda peruana.
(3) Pulpería, tienda de verduras y comestibles donde también suele haber un pequeño mostrador para despachar bebidas.
(4) Gasfitero, fontanero.



LA PIEL DE UN INDIO NO CUESTA CARO

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LA PIEL DE UN INDIO NO CUESTA CARO

Julio Ramon Ribeyro

-¿Piensas quedarte con él? -preguntó Dora a su marido.
Miguel, en lugar de responder, se levantó de la perezosa donde tomaba el sol y haciendo bocina con las manos gritó hacia el jardín:

-¡Pancho!
Un muchacho que se entretenía sacando la yerba mala volteó la cabeza, se puso de pie y echó a correr. A los pocos segundos estuvo frente a ellos.
-A ver, Pancho, dile a la señora cuanto ess ocho más ocho.
-Dieciséis.
-¿Y dieciocho más treinta?
-Cuarentiocho.
-¿Y siete por siete?
Pancho pensó un momento.
-Cuarentinueve.
Miguel se volvió hacia su mujer:
-Eso se lo he enseñado ayer. Se lo hice repetir toda la tarde pero se le ha grabado para toda la vida.
Dora bostezó.
-Guárdalo entonces contigo. Te puede ser útil.
-Por supuesto. ¿No es verdad Pancho que trabajarás en mi taller?
-Sí, señor.
A Dora que se desperezaba:
-En Lima lo mandaré a la escuela nocturna.. Algo podemos hacer por este muchacho. Me cae simpático.
-Me caigo de sueño -dijo Dora.
Miguel despidió a Pancho y volvió a extenderse en su perezosa. Todo el vallecito de Yangas se desplegaba ante su vista. El modesto río Chillón regaba huertos de manzanos y chacras de panllevar. Desde el techo de la casa se podía ver el mar, al fondo del valle, y los barcos surtos en el Callao.
-Es una suerte tener una casa acá -dijo Miguel-. Sólo a una hora de Lima. ¿No, Dora?
Pero ya Dora se había retirado a dormir la siesta. Miguel observó un rato a Pancho que merodeaba por el jardín persiguiendo mariposas, moscardones; miró el cielo, los cerros, las plantas cercanas y se quedó profundamente dormido.
Un griterío juvenil lo despertó. Mariella y Víctor, los hijos del presidente del club, entraban al jardín. Llevaba cada cual una escopeta de perdigones.
-Pancho, ¿Vienes con nosotros? -decían-. Vamos a cazar al cerro.
Pancho desde lejos, buscó la mirada de Miguel, esperando su aprobación.
-¡Anda no más! -gritó-, ¡y fíjate bien quee estos muchachos no hagan barbaridades!
Los hijos del presidente salieron por el camino del cerro, escoltados por Pancho. Miguel se levantó, miró un momento las instalaciones del club que asomaban a lo lejos, tras un seto de jóvenes pinos, y fue a la cocina a servirse una cerveza.. Cuando bebía el primer sorbo, sintió unas pisadas en la terraza.
-¿Hay alguien aquí? -preguntaba una voz. Miguel salió: era el presidente del club.
-Estuvimos esperándolos en el almuerzo -diijo-. Hemos tenido cerca de sesenta personas.
Miguel se excusó:
-Usted sabe que Dora no se divierte mucho en las reuniones. Prefiere quedarse aquí leyendo.
-De todos modos -añadió el presidente- hayy que alternar un poco con los demás socios. La unión hace la fuerza. ¿No saben acaso que celebramos el primer aniversario de nuestra institución? Además no se podrán quejar del elemento que he reunido en torno mío. Toda gente chic, de posición, de influencia. Tú, que eres un joven arquitecto...
Para cortar el discurso que se avecinaba, Miguel aludió a los chicos:
-Mariella y Víctor pasaron por acá. Iban al cerro. He hecho que Pancho los acompañe.
-¿Pancho?
-Un muchacho que me va a ayudar en mi oficcina de Lima. Tiene sólo catorce años. Es del Cuzco.
-¡Que se diviertan, entonces!
Dora apareció en bata, despeinada, con un libro en la mano.
-Traigo buenas noticias para tu marido -diijo el presidente-. Ahora, durante el almuerzo, hemos decidido construir un nuevo bar, al lado de la piscina. Los socios quieren algo moderno, ¿Sabes? Hemos acordado que Miguel haga los planos. Pero tiene que darse prisa. En quince días necesitamos los bocetos.
-Los tendrán -dijo Dora.
-Gracias -dijo Miguel-. ¿No quiere servirsse un trago?
-Por supuesto. Tengo además otros proyectos de más envergadura. Miguel tiene que ayudarnos. ¿No te molesta que hablemos de negocios en día domingo?
El presidente y Miguel se sentaron en la terraza a conversar, mientras Dora recorría el jardín lentamente, bebía el sol, se dejaba despeinar por el viento.
-¿Dónde está Pancho? -preguntó.
-¡En el cerro! -gritó Miguel-. ¿Necesitas algo?
-No; pregunto solamente.
Dora continuó paseándose por el jardín, mirando los cerros, el esplendor dominical. Cuando regresó a la terraza, el presidente se levantaba.
-Acordado, ¿no es verdad? Pasa mañana por mi oficina. Tengo que ir ahora a ver a mis invitados. ¿saben que habrá baile esta noche? Al menos pasarán un rato para tomarse un cóctel.
Miguel y Dora quedaron solos.
-Simpático tu tío -dijo Miguel-. Un poco hhablador.
-Mientras te consiga contratos -comentó Doora.
-Gracias a él hemos conseguido este terrenno casi regalado -Miguel miró a su alrededor-. ¡Pero habría que arreglar esta casa un poco mejor! Con los cuatro muebles que tenemos sólo está bien para venir a pasar el week-end.
Dora se había dejado caer en una perezosa y hojeaba nuevamente su libro. Miguel la contempló un momento.
-¿Has traído algún traje decente? Creo quue debemos ir al club esta noche.
Dora le echó una mirada maliciosa:
-¿Algún proyecto entre manos?
Pero ya miguel, encendiendo un cigarrillo, iba hacia el garaje para revisar su automóvil. Destapando el motor se puso a ajustar tornillos, sin motivo alguno, sólo por el placer de ocupar sus manos en algo. Cuando medía el aceite, Dora apareció a sus espaldas.
-¿Qué haces? He sentido un grito en el ceerro.
Miguel volvió la cabeza. Dora estaba muy pálida. Se aprestaba a tranquilizarla, cuando se escuchó cuesta arriba el ruido de unas pisadas precipitadas. Luego unos gritos infantiles. De inmediato salieron al jardín. Alguien bajaba por el camino de pedregullo. Pronto Mariella y Víctor entraron sofocados.
-¡Pancho se ha caído! -decían-. Está tiraddo en el suelo y no se puede levantar.
-¡Está negro! -repetía Mariella. Miguel llos miró. Los chicos estaban transformados: tenían rostros de adultos.
-¡Vamos allí! -dijo y abandonó la casa, guuiado por los muchachos.
Comenzó a subir por la pendiente de piedras, orillada de cactus y de maleza.
-¿Dónde es? -preguntaba.
-¡Más arriba!
Durante un cuarto de hora siguió subiendo. Al fin llegó hasta los postes que traían la corriente eléctrica al club. Los muchachos se detuvieron.
-Allí está -dijeron, señalando al suelo. Miguel se aproximó. Pancho estaba contorsionado, enredado en uno de los alambres que servían para sostener los postes. Estaba inmóvil, con la boca abierta y el rostro azul. Al volver la cara vio que los hijos del presidente seguían allí, espiando, asustados, el espectáculo.
-¡Fuera! -les gritó-. ¡Regresen al club ¡No quiero verlos por acá!
Los chicos se fueron a la carrera. Miguel se inclinó sobre el cuerpo de Pancho. Por momentos le parecía que respiraba. Miró el alambre ennegrecido, el poste, luego los cables de alta tensión que descendían del cerro y poniéndose de pie se lanzó hacia la casa.
Dora estaba en medio del jardín, con una margarita entre los dedos.
-¿Qué pasa?
-¿Dónde está la llave del depósito?
-Está colgada en la cocina. ¡Qué cara tienes!
Miguel hurgó entre los instrumentos de jardinería hasta encontrar la tijera de podar, que tenía mangos de madera.
-¿Qué le ha pasado a ese muchacho? -insisttía Dora.
Pero ya Miguel había partido nuevamente a la carrera. Dora vio su figura saltando por la pañolería, cada vez más pequeña. Cuando desapareció en la falda del cerro, se encogió de hombros, aspiró la margarita y continuó deambulando por el jardín.
Miguel llegó ahogándose al lado de Pancho y con las tijeras cortó el alambre aislándolo del poste y volvió a cortar aislándolo de la tierra. Luego se inclinó sobre el muchacho y lo tocó por primera vez. Estaba rígido. No respiraba. El alambre le había quemado la ropa y se le había incrustado en la piel. En vano trató Miguel de arrancarlo. En vano miró también a su alrededor, buscando ayuda. En ese momento, al lado de ese cuerpo inerte, supo lo que era la soledad.
Sentándose sobre él, trató de hacerle respiración artificial, como viera alguna vez en la playa, con los ahogados. Luego lo auscultó. Algo se escuchaba dentro de ese pecho, algo que podría ser muy bien la propia sangre de Miguel batiendo en sus tímpanos. Haciendo un esfuerzo, lo puso de pie y se lo echó al hombro. Antes de iniciar el descenso miró a su alrededor, tratando de identificar el lugar. Ese poste se encontraba dentro de los terrenos del club.
Dora se había sentado en la terraza. Cuando lo vio aparecer con el cuerpo del muchacho, se levantó.
-¿Se ha caído?
Miguel, sin responder, lo condujo al garaje y lo depositó en el asiento del automóvil. Dora lo seguía.
-Estás todo despeinado. Deberías lavarte la cara.
Miguel puso el carro en marcha.
-¿A dónde vas?
-¡A Canta! -gritó Miguel, destrozando, al arrancador, los tres únicos lirios que adornaban el jardín.
El médico de la Asistencia Pública de Canta miró al muchacho.
-Me trae usted un cadáver.
Luego lo palpó, lo observó con atención.
-¿Electrocutado, no?
-¿No se puede hacer algo? -insistió Migueel-. El accidente ha ocurrido hace cerca de una hora.
-No vale la pena. Probaremos, en fin, si usted lo quiere.
Primero le inyectó adrenalina en las venas. Luego le puso una inyección directa en el corazón.
-Inútil -dijo-. Mejor es que pase usted ppor la comisaría para que los agentes constaten la defunción.
Miguel salió de la Asistencia Pública y fue a la comisaría. Luego emprendió el retorno a la casa. Cuando llegó, atardecía.
Dora estaba vistiéndose para ir al club.
-Vino el presidente -dijo-. Está molesto porque Mariella ha vomitado. Han tenido que meterla a la cama. Dice que qué cosa ha pasado en el cerro con ese muchacho.
-¿Para qué te vistes? -preguntó Miguel-. No iremos al club esta noche. No irás tú en todo caso. Iré yo solo.
-Tú me has dicho que me arregle. A mí me da lo mismo.
-Pancho ha muerto electrocutado en los terrrenos del club. No estoy de humor para fiestas.
-¿Muerto? -preguntó Dora-. Es una lástima. ¡Pobre muchacho!
Miguel se dirigió al baño para lavarse.
-Debe ser horrible morir así -continuó Dora-. ¿Piensas decírselo a mi tío?
-Naturalmente.
Miguel se puso una camisa limpia y se dirigió caminando al club. Antes de atravesar la verja se escuchaba ya la música de la orquesta. En el jardín había lagunas parejas bailando. Los hombres se habían puesto sombreritos de cartón pintado. Circulaban los mozos con azafates cargados de whisky, gin con gin y jugo de tomate.
Al penetrar al hall vio al presidente con un sombrero en forma de cucurucho y un vaso en la mano. Antes de que Miguel abriera la boca, ya lo había abordado.
-¿Qué diablos ha sucedido? Mis chicos estáán alborotados. A Mariella hemos tenido que acostarla.
-Pancho, mi muchacho, ha muerto electrocuttado en los terrenos del club. Por un defecto de instalación, la corriente pasa de los cables a los alambres de sostén.
El presidente lo cogió precipitadamente del brazo y lo condujo a un rincón.
-¡Bonito aniversario! Habla más bajo que te pueden oír. ¿Estás seguro de lo que dices?
-Yo mismo lo he recogido y lo he llevado a la asistencia de Canta.
El presidente había palidecido.
-¡Imagínate que Mariella o que Víctor hubiieran cogido el alambre! Te juro que yo...
-¿Qué cosa?
-No sé... Habría habido alguna carnicería..
-Le advierto que el muchacho tiene padre y madre. Viven cerca del Porvenir.
-Fíjate, vamos a tomarnos un trago y a connversar detenidamente del asunto. Estoy seguro que las instalaciones están bien hechas. Puede haber sucedido otra cosa. En fin, tantas cosas suceden en los cerros. ¿No hay testigos?
-Yo soy el único testigo.
-¿Quieres un whisky?
-No. He venido sólo a decirle que a las diez de la noche regresaré a Lima con Dora. Veré a los padres del muchacho para comunicarles lo ocurrido. Ellos verán después lo que hacen.
-Pero Miguel, estérate, tengo que enseñarte donde haremos el nuevo bar.
-¡Por lo menos quítese usted ese sombrero! Hasta luego.
Miguel atravesó el camino oscuro. Dora había encendido todas las luces de la casa. Sin haberse cambiado su traje de fiesta, escuchaba música en un tocadisco portátil.
-Estoy un poco nerviosa -dijo.
Miguel se sirvió, en silencio, una cerveza.
-Procura comer lo antes posible -dijo-. A las diez regresaremos a Lima.
-¿Por qué hoy? -preguntó Dora.
Miguel salió a la terraza, encendió un cigarrillo y se sentó en la penumbra, mientras Dora andaba por la cocina. A lo lejos, en medio de la sombra del valle, se divisaban las casitas iluminadas de los otros socios y las luces fluorescentes del club. A veces el viento traía compases de música, rumor de conversación o alguna risa estridente que rebotaba en los cerros.
Por el caminillo aparecieron los faros crecientes de un automóvil. Como un celaje, pasó delante de la casa y se perdió rumbo a la carretera. Miguel tuvo tiempo de advertirlo: era el carro del presidente.
-Acaba de pasar tu tío -dijo, entrando a la cocina. Dora comía desganadamente una ensalada.
-¿Adónde va?
-¡Qué sé yo!
-Debe estar preocupado por el accidente. -Está más preocupado por su fiesta.
Dora lo miró:
-¿Estás verdaderamente molesto?
Miguel se encogió de hombros y fue al dormitorio para hacer las maletas. Más tarde fue al jardín y guardó en el depósito los objetos dispersos. Luego se sentó en el living, esperando que Dora se arreglara para la partida. Pasaban los minutos. Dora tarareaba frente al espejo.
Volvió a sentirse el ruido de un automóvil. Miguel salió a la terraza. Era el carro del presidente que se detenía a cierta distancia de la casa: dos hombres bajaron de su interior y tomaron el camino del cerro. Luego el carro avanzó un poco más, hasta detenerse frente a la puerta.
-¿Viene alguien? -preguntó Dora, asomando a la terraza-. Ya estoy lista.
El presidente apareció en el jardín y avanzó hacia la terraza. Estaba sonriendo.
-He batido un récord de velocidad -dijo. Vengo de Canta. ¿Nos sentamos un rato?
-Partimos para Lima en este momento -dijo Miguel.
-Solamente cinco minutos -en seguida sacó unos papeles del bolsillo-. ¿Qué cuento es ese del muchacho electrocutado? Mira.
Miguel cogió los papeles. Uno era un certificado de defunción extendido por el médico de la Asistencia Pública de Canta. No aludía para nada el accidente. Declaraba que el muchacho había muerto de una "deficiencia cardiaca". El otro era un parte policial redactado en los mismos términos.
Miguel devolvió los papeles.
-Esto me parece una infamia -dijo.
El presidente guardó los papeles.
-En estos asuntos lo que valen son las pruuebas escritas -dijo-. No pretenderás además saber más que un médico. Parece que el muchacho tenía, en efecto, algo al corazón y que hizo demasiado ejercicio.
-El cerro está bastante alto -acotó Dora.
-Digan lo que digan esos papeles, yo estoy convencido de que Pancho ha muerto electrocutado. Y en los terrenos del club.
-Tú puedes pensar lo que quieras -añadió eel presidente-. Pero oficialmente éste es un asunto ya archivado.
Miguel quedó silencioso.
-¿Por qué no vienen conmigo al club? La ffiesta durará hasta media noche. Además, insisto en que veas el lugar donde construiremos el bar.
-¿Por qué no vamos un rato? -preguntó Doraa.
-No. Partimos a Lima en este momento.
-De todas maneras, los espero.
El presidente se levantó. Miguel lo vio partir. Dora se acercó a él y le pasó un brazo por el hombro.
-No te hagas mala sangre -le susurró al oíído-. A ver, pon cara de gente decente.
Miguel la miró: algo en sus rasgos le recordó el rostro del presidente. Detrás de su cabellera se veía la masa oscura del cerro. Arriba brillaba una luz.
-¿Tiene pilas la linterna? -preguntó.
-¿Qué piensas hacer?
Miguel buscó la linterna: todavía alumbraba. Sin decir una palabra se encaminó por la pendiente riscosa. Trepaba entre cantos de grillos e infinitas estrellas. Pronto divisó la luz de un farol. Cerca del poste, dos hombres reparaban la instalación defectuosa. Los contempló un momento, en silencio, y luego emprendió el retorno.
Dora lo esperaba con un sobre en la mano.
-Fíjate. Mi tío mandó esto.
Miguel abrió el sobre. Había un cheque al portador por cinco mil soles y un papel con unas cuantas líneas: "La dirección del club ha hecho esta colecta para enterrar al muchacho. ¿Podrías entregarle la suma a su familia?".
Miguel cogió el cheque con la punta de los dedos y cuando lo iba a rasgar, se contuvo. Dora lo miraba. Miguel guardó el cheque en el bolsillo y dándole la espalda a su mujer quedó mirando al valle de Yangas. Del accidente no quedaba ni un solo rastro, ni un alambre fuera de lugar, ni siquiera el eco de un grito.
-¿En que piensas? -preguntó Dora-. ¿Regreesamos a Lima o vamos al club?
-Vamos al club -suspiró Miguel.

(Escrito en París en 1961)

Personajes femeninos en la obra de Ribeyro


Personajes femeninos en la obra de Ribeyro
Por: Jorge Coaguila.
Fuente: Identidades; Lima 6/12/04

Las mujeres en la narrativa de Julio Ramón Ribeyro ofrecen rasgos negativos.

Un poco la experiencia personal del autor tuvo que ver en esa imagen un poco perversa. El 4 de diciembre de 1994, hace diez años, falleció el mudo más grande de las letras peruanas. Lo recordamos de este modo.

En su relación con las mujeres, los hombres acaban casi siempre como perdedores.

En 1993, después de enumerarle ejemplos, le pregunté a Julio Ramón Ribeyro si aceptaba la presencia negativa de las mujeres en sus obras. Después de darle una pitada a su cigarro, respondió: "Es cierto, las mujeres han sido un poco como las malas de la película".

Hay muchos casos que prueban esa visión un poco perversa. Por ejemplo, en el primer capítulo de la novela Crónica de San Gabriel (1960), el tío Felipe le dice al protagonista Lucho: "No creas en la honestidad de las mujeres. ¿Sabes que no hay mujer honrada sino mal seducida? Todas, óyelo bien, todas son en el fondo igualmente corrompidas".

Una de las características en la obra ribeyriana es la frustración del protagonista. Por lo general, éste no consigue el éxito económico, literario y amoroso. Resulta importante resaltar que la gran mayoría de los personajes principales son hombres. Es decir, en su relación con las mujeres, éstos acaban casi siempre como perdedores.

En el cuento "Al pie del acantilado", Samuel le dice al narrador: "Las mujeres, ¿para qué sirven las mujeres? Ellas nos hacen maldecir y nos meten el odio en los ojos". Esta declaración refleja una de las taras de la sociedad peruana: el machismo. En su afán de ser realista, Ribeyro describe un poco las conductas de nuestros habitantes. Por otro lado, la infidelidad, el interés económico, la mentira, el racismo y la traición son algunos de los ingredientes negativos de las mujeres en la obra ribeyriana.

En la citada novela, Crónica de San Gabriel, Leticia juega con los sentimientos de Lucho. En otra novela, Los geniecillos dominicales (1965), la prostituta Estrella se aprovecha y traiciona al personaje principal: Ludo Totem. En el drama Santiago, el pajarero (1965), Rosaluz abandona a su novio por razones económicas, para comprometerse con el duque de San Carlos. Además, hay tres cuentos significativos.

En "Alienación", Queca rechaza por racismo al zambo Roberto López. Para que el chasco se equilibre, ella termina casándose con un gringo estadounidense que la engaña, la golpea a puñetazos y la trata de "chola de mierda". En "La solución", una esposa es infiel. En "La juventud en la otra ribera", la joven francesa Solange se burla del doctor de origen andino Plácido Huamán.

¿Por qué Ribeyro ofrece esa imagen de algunas mujeres? Es conveniente repasar ciertos aspectos de su vida amorosa, pues algunas malas experiencias con ellas se encuentran expresadas en su obra. Algo semejante sucede con personajes calvos y bajitos. Cierta vez, Ribeyro me comentó que un tipo le increpó, en una reunión, por qué sus personajes malos eran siempre calvos y bajitos. "Lo más gracioso del caso", me manifestó Ribeyro entre risas, "es que este tipo era, como esta clase de personajes: calvo y bajito". El narrador, con su habitual cigarrillo entre dedos, agregó: "Le expliqué que no era mi intención retratar a esas personas de manera negativa. Le conté, además, que había tenido dos o tres experiencias negativas con hombres calvos y bajitos. Por ejemplo, un tinterillo, que me enredó e hizo perder un juicio, era calvo y bajito. Se me ha quedado eso".

Uno de sus primeros amores es una prima materna,Yolanda Ravines, nacida en 1932, a quien Ribeyro conoció en la hacienda de Tulpo, sierra de Trujillo, durante sus vacaciones escolares de 1942. Esta adolescente le sirvió al autor para crear el personaje Leticia, de la citada Crónica de San Gabriel, la más lograda de sus novelas, aunque le inspiró sólo en ciertos aspectos, pues ella contaba 10 años entonces y en la narración el personaje que toma mucho de ella tenía 14 años. Se la menciona asimismo en el cuento "Té literario", del libro Solo para fumadores (1987). En una entrevista realizada por Ángel Gaviria Ruiz y Hermes
Torres Pereda, publicada en el número 9 de la revista Santiago de Chuco, en 1999, Yolanda Ravines refiere que Ribeyro sintió un amor platónico por otra prima, y no por ella. Más tarde quien parece interesar al narrador es Estrella. Él entonces era estudiante de Derecho en la Universidad Católica. Esta joven mujer aparece mencionada con su nombre, pero no con su apellido, en la novela Los geniecillos dominicales y en el cuento "El primer paso", del libro Los gallinazos sin plumas (1955). Por las descripciones, es una mujer de baja estatura que trabajaba en Surquillo. Tal vez, Ribeyro descubrió con ella el placer sexual.

Durante el período universitario, el escritor en ciernes vivió la bohemia con gran intensidad, frecuentaba los bares del centro de Lima y de Surquillo. En su diario La tentación del fracaso (1992), 23 de julio de 1952, anota: "¿Cuándo me corregiré? Ayer no vine a dormir a casa. Pasé toda la noche con Paco Bendezú y Tulio Carrasco. Estuvimos en el Negro-Negro, luego recorrimos los bulines. Terminamos tomando desayuno en La Parada y alquilando un cuarto de hotel en el Mercado Mayorista para dormir la borrachera".

Instalado en París, a veces vivía etapas de miseria. Sin embargo, en las ocasiones que recibía dinero lo despilfarraba, pues vivía el momento. El 24 de noviembre de 1953, asegura: "Olor a mujer en mi cuarto. En la cama Marie Jeanne. De ella sólo sé su nombre y nada más. Situación enojosa, pues no hay amor de mi parte. Sin aquel ingrediente, el acto es animal y causa desazón. No veo las horas de que se vaya". Ese año, según su diario, viaja a Madrid, mantiene una breve relación con la española Yola. En un cuento escrito en 1993, "Nuit caprense cirius illuminata", ella será recordada. En Año Nuevo de 1953 conoce a la misteriosa C., la inicial de Cathie, una joven peruana con quien vivirá momentos de intenso amor, peleas continuas, borracheras, destrucción de la salud, celos. Es decir, una relación ondulante, situación que parece trasladar a su primera novela, Crónica de San Gabriel.

Ribeyro menciona sus intenciones de casarse con Cathie, pero ella viaja a Lima el 30 de octubre. El joven escritor toca fondo, se embriaga en bares sórdidos, la recuerda constantemente y le escribe cartas durante meses. El autor no la puede sacar de la mente. Casi dos años después de su separación con Cathie, el 16 de agosto de 1956, en Múnich, Ribeyro escribe que daría cualquier cosa para que ella estuviera a su lado. Sigue saliendo con mujeres, sin embargo, nadie despierta gran interés.

En 1993, le pregunté también a Ribeyro ¿cuál fue la reacción de Cathie, la misteriosa C., al leer La tentación del fracaso? "¿Tal vez se emocionó?", le dije. Julio Ramón me respondió: "No, al contrario, estaba furiosa. Además, dice que todo lo que he escrito es mentira, falso. Vaya, qué frágil es la memoria.

Un día, hace un mes, vino a cenar con unos amigos y, hablando sobre el diario, dijo:'Todo lo que dice ahí de mí Julio Ramón es mentira, producto de su imaginación".

Luego, en Amberes, en 1957, Ribeyro inició una relación un poco conflictiva con una belga diez años menor que él: Mimí. A ella le dedica su novela Crónica de San Gabriel, publicada durante una estadía en Lima, en 1960: "A Mimí y a 'los grandes días del verano', en el Viejo Dios". Al volver a París se reencuentra con esta joven. El 30 de noviembre de 1960, el narrador apunta: "Mi semana con Mimí en París se inscribe en las páginas de oro de mi vida. Nadie, nada podrá arrebatarme estos días de plenitud. Venga lo que venga, después de esta experiencia, no podré renegar de la vida". Pero su relación amorosa con ella se frustra. Acaba mal, según su diario del 12 de abril de 1961: "Fracaso de un amor en el que puse tantas esperanzas.

Su carta [se refiere a una misiva de Mimí], de una franqueza admirable, por momentos cruel, me llegó a mi hotel". En consecuencia, vuelve a su vida desordenada, bohemia y derrochadora.

El 14 de julio de 1961 anota que vive en continuas "borracheras y acostado con mujeres extrañas". Pero esas relaciones inestables terminan al conocer a Alida Cordero, su futura esposa.

En una entrevista de 2002, realizada por los profesores españoles Ángel Esteban y Ana Gallego, Mario Vargas Llosa recordó a Ribeyro: "Yo vi nacer su relación con Alida, que al principio fue algo complicada, pues ella no daba facilidades. Practicábamos entre nuestro grupo el 'juego de la verdad', en el que se trataba de decir verdades los unos a los otros, y el interpelado tenía que aceptar o rechazar lo que se le proponía. Era un juego algo perverso, no sé cómo no terminamos todos peleados. En ese juego descubrimos que Julio Ramón había estado tratando de enamorar a Alida, quien estaba recién llegada a París. Un día, en pleno juego, Carlos Meneses preguntó a Alida: '¿Qué harías tú si Julio Ramón te hubiera empezado a enamorar?'.Y ella contestó: 'Ya ha empezado'. Julio Ramón se puso muy nervioso, comenzó a encender cigarros uno detrás de otro, y dijo: 'Ah, entonces... ¿ya he empezado?'. No recuerdo muy bien los detalles, pero cuando le volvieron a preguntar a Alida, ella comentó que [Julio Ramón] se le había declarado siete veces. Al final, acabaron casándose y su vida cambió. Se fueron a vivir a una casita cerca del cementerio de Père Lachaise y desde cuya ventana se podían ver las tumbas". Con Alida, menos solo, Ribeyro se volvió doméstico, sedentario y hogareño. A ella le dedicó su cuento "El chaco", publicado en Tres historias sublevantes, de 1964, dos años antes de su matrimonio. Llama mucho la atención el texto 54 de Prosas apartidas (1975). En él, Ribeyro declara con desencanto: "Las relaciones que uno tiene con su mujer, por hermosa que sea, llegan con el tiempo a hacerse tan rutinarias como las que uno mantiene con su ciudad". Sólo una decepción le motiva a escribir en su diario, el 21 de agosto de 1974: "He tenido amigas solo de ocasión, salvo dos o tres, también ausentes. La verdad es que la frecuentación de los hombres ha sido para mí siempre más interesante que la de las mujeres, a las que la mayor parte de las veces las he utilizado, reaccionaria y machísimamente, como fuente de placer".

En otro texto de Prosas apartidas (1978), el 160, Ribeyro considera que la infidelidad es necesaria para la estabilidad de la institución matrimonial: "Los amantes permiten evacuar tensiones y problemas que amenazan la vida conyugal y actúan como cándidos agentes de la moral burguesa, pues consolidan la existencia de hogares que, sin ellos, naufragarían". Añade que el marido, al descubrir las cartas del amante, siente un impagable placer, pues fortalece su autoridad marital y confirma toda la tristeza y la desolación del amante, que, en esta historia, es finalmente el verdadero cornudo.

Un cuento que refleja el espíritu del último Ribeyro es el citado relato "Nuit caprense cirius illuminata", fechado en Capri, el 17 de setiembre de 1993, donde un escritor maduro, Fabricio, alejado de su hijo y de su esposa, a los que ve con poca regularidad, pretende reanudar cuatro décadas después una aventura amorosa con una española de nombre Yolanda Gálvez en una isla italiana. Para balancear el asunto, resulta oportuno terminar con un personaje femenino de grandes virtudes por ser tierna, protectora y devota: María, la madre de Ludo Totem, de Los geniecillos dominicales, quien se basa en la progenitora del autor. Ribeyro comentaba con la mayor seriedad que ella "fue una santa, algún día haré las gestiones para que la canonicen".