Las botellas y los hombres
—Lo
buscan —dijo el portero—. Un hombre lo espera en la puerta.
Luciano
alcanzó a dar una recia volea que hizo encogerse a su adversario y dejando su
raqueta sobre la banca tomó el caminillo de tierra. Primero vio una cabeza
calva, luego un vientre mal fajado pero sólo cuando la distancia le permitió
distinguir la tosca cara de máscara javanesa, sintió que las piernas se le
doblaban. Como antes de llegar a la puerta de salida había una cantina, se
arrastró hacia ella y pidió una cerveza.
Luego
de echarse el primer sorbo, sobre esa boca quemada por la vergüenza, miró hacia
el alambrado. El hombre seguía allí parado, lanzando de cuando en cuando una
mirada tímida al interior del club. A veces observaba sus manos con esa
atención ingenua que prestan a las cosas más insignificantes las personas que
esperan.
Luciano
secó su cerveza y avanzó resueltamente hacia la puerta. El hombre, al verlo
aparecer, quedó rígido, mirándolo con estupefacción. Pero pronto se repuso y
sacando una sucia mano del bolsillo la extendió hacia adelante.
—Dame
unas chauchas —dijo—. Necesito ir al Callao.
Luciano
no respondió: hacía ocho años que no veía a su padre. Sus ojos no abandonaban
esos rasgos que conociera de niño y que ahora le regresaban completamente usados
y refractados por el tiempo.
—¿No
has oído? —repitió—. Necesito que me des unas chauchas.
—Ésa
no es manera de saludar —dijo Luciano—. Sígueme.
Mientras
caminaba, sintió unos pasos precipitados y luego una mano que lo cogía por el
brazo.
—¡Disculpa,
ñato!, pero estoy fregado, sin plata, sin trabajo… Hace dos días que llegué de
Arequipa.
Luciano
continuó su camino.
—¿Y
todos estos años?
—He
estado en Chile, en Argentina…
—¿Te
ha ido bien?
—¡Como
el ajiaco! He pasado la gran vida.
Cuando
llegaron a la cantina, Luciano pidió dos cervezas.
—¡Nada
de cerveza! Yo soy viejo pisquero. Un soldeíca para mí… Pregunté por ti, me
dijeron que seguías en el club.
Hacía
calor. En la gran explanada se escuchaba apenas el ruido de las pelotas rebotando
en las cuerdas. Luciano miró hacia la cancha, donde su compañero lo aguardaba
aburrido, manoseando la red. Pensó que podría acercarse a la cantina, que
podría crearse una situación embarazosa.
—¿Estabas
jugando? —preguntó el viejo—. Puedes seguir nomás. ¡Yo seco esto y me voy! No
he venido para hacer tertulia. Pero eso sí, déjame para el tranvía. Tengo que
ir al muelle para buscar un trabajo.
—Tengo
tiempo de sobra —replicó Luciano regresando la mirada hacia el mostrador. Su
padre se llevaba a los labios el primer sorbo y enseguida se secó la boca con
la mano, repitiendo ese gesto que se ve en las pulperías, entre los bebedores
de barrio. Ambos permanecieron callados, cercanas las cabezas pero
irremediablemente alejados por los años de ausencia. El viejo dirigió la mirada
hacia las instalaciones del club, hacia el hermoso edificio perdido tras la
arboleda.
—Todo
esto es nuevo, ¡yo no lo conocía! Me acuerdo cuando era guardián y vivíamos
allí, en esa caseta. Tú has progresado, ya no recoges bolas. Ahora te mezclas
con la cremita…
—Hace
años que no recojo bolas.
—¡Ahora
juegas! —suspiró el viejo.
Luciano
comenzó a sentirse incómodo. El empleado de la cantina no quitaba la vista de
ese extraño visitante con la camisa sebosa y la barba mal afeitada. Hombres de
esa catadura sólo entraban al club por la puerta falsa, cuando había un caño
por desatorar.
—¡Allí
viene tu rival! —dijo su padre, apurando su copa—. Me voy. Dame lo que te he
pedido.
Luciano
vio que su compañero de juego se acercaba a pasos elásticos, dando de
raquetazos a invisibles pelotas. Metiendo la mano al bolsillo buscó
ansiosamente unas monedas, las cerró entre sus dedos, las mantuvo un momento
prisioneras pero terminó por abandonarlas.
—Bebe
tranquilo —dijo—. A mí nadie me apura.
Su
amigo se detuvo frente a la cantina.
—¿Vas
a venir o no? Se me está enfriando el cuerpo.
—Te
presento a mi padre —dijo Luciano.
—¿Tu
padre?
Ambos
se estrecharon la mano. Mientras cambiaban los primeros saludos, Luciano
trataba de explicarse por qué su amigo había puesto esa entonación en su
pregunta. Sin poderlo evitar, observó con más atención el aspecto de su padre.
Sus codos raídos, la basta deshilachada del pantalón, adquirieron en ese
momento a sus ojos una significación moral: se daba cuenta que en Lima no se
podía ser pobre, que la pobreza era aquí una espantosa mancha, la prueba plena
de una mala reputación.
—Hacía
tiempo que no lo veía —añadió sin saber por qué—. Ha estado de viaje.
—He
estado en el Sur —confirmó el viejo—. Una gran turné de negocios por Santiago,
por Buenos Aires… Yo me dedico a los negocios, un negocio de vinos, también de
ferretería, pero ahora, con los impuestos, con las divisas, las cosas andan…
Súbitamente
se calló. El joven lo miraba atónito. Luciano se dio cuenta que comenzaban a
sudarle las manos.
—¿No
se toman una copita? —añadió el viejo—. Ahora invito yo.
—Lo
dejaremos para más tarde —intervino Luciano, impaciente—. Tenemos que terminar
la partida. ¿Dónde nos vemos?
—Donde
tú quieras. Ya te he dicho que voy para el Callao.
—Te
acompaño a la puerta.
Ambos
se encaminaron hacia la salida. Marchaban silenciosos.
—No
has debido hacerme entrar aquí —balbuceó el viejo—. ¿Qué dirán tus amigos?
—¿Qué
van a decir?
—En
fin, aquí viene gente elegante. Hay que venir muy palé, con pantalón tubo, ¿eh?
—Si
pasas por la casa, te puedo dar unas camisas.
El
viejo lo miró irritado.
—¡No
me vas a vestir ahora a mí: a mí, que te he comprado tus primeros chuzos!
Luciano
trató de recordar a qué chuzos se refería su padre. Todos sus recuerdos de
infancia le venían descalzos desde la puerta de un callejón. A pesar de ello,
cuando llegaron al alambrado, extrajo todo el dinero que tenía en el bolsillo.
—A
las seis en el jardín Santa Rosa —murmuró extendiendo la mano.
Cuando
el viejo terminó de contar el dinero levantó la cara pero ya Luciano se
encontraba lejos, como si hubiera querido ahorrarle una de esas embarazosas
escenas de gratitud.
Poco
después de las seis, Luciano llegaba al jardín Santa Rosa. Obedeciendo a un
impulso de vanidad, se había puesto su mejor terno, sus mejores zapatos, un
prendedor de oro en la corbata, como si se propusiera demostrarle a su padre
con esos detalles que su ausencia del hogar no había tenido ninguna
importancia, que había sido —por el contrario— una de las razones de su
prosperidad.
Esto
no era exacto, sin embargo, y nadie sabía mejor que Luciano qué cantidad de
humillaciones había sufrido su madre para permitirle terminar el colegio. Nadie
sabía mejor que él, igualmente, que esa prosperidad que parecía leerse en su
vestimenta, en sus relaciones de club —donde servía de pareja a los socios
viejos y se emborrachaba con sus hijos— era una prosperidad provisional,
amenazada, mantenida gracias a negocios oscuros. Si el club lo toleraba no era
ciertamente por razones sociales sino porque Luciano, aparte de ser el
infatigable sparring, conocía las
debilidades de los socios y era algo así como el agente secreto de sus vicios,
el órgano de enlace entre el hampa y el salón.
Lo
primero que vio al cruzar el umbral fue a su padre, bajo el emparrado, bebiendo
aguardiente y conversando con dos hombres. Deteniéndose, quedó un momento
contemplándolo. Tenía el aspecto de estar sentado allí muchas horas, quizás
desde que se despidieron en el club. Se había desanudado la corbata y
gesticulaba mucho, ayudándose con las manos. Sus interlocutores lo escuchaban,
divertidos. Clientes de otras mesas estiraban la oreja para escuchar fragmentos
de su charla.
Su
llegada debió producirle cierta inquietud porque esbozó con la mano un gesto
inacabado, como ante un proyectil que vemos venir hacia nosotros y esfumarse en
el camino. Enseguida se levantó, derribando aparatosamente una silla.
—¡Ya
está acá! —exclamó dando unos pasos, los brazos extendidos—. ¿Qué les decía yo?
¡Ha llegado mi ñato!
Luciano
lo vio venir y a pesar suyo se encontró aferrado contra su pecho. Durante un
tiempo, que le pareció interminable, sufrió la violencia de su abrazo. A sus
narices penetraba un tufo de licor barato, de cebolla de picantería. Este
detalle lo conmovió y sus manos, que al principio vacilaban, se crisparon con
fuerza sobre la espalda de su padre. Luego de tantos años, bien valía la pena
de un abrazo.
—Vamos
a sentarnos —dijo el viejo—. Aquí te presento unos amigos, todos chicos muy
simpáticos. Trabajan en la banca. Acabo de conocerlos.
Luciano
tomó asiento y por complacer a su padre se sirvió un pisco. Los empleados lo
observaban con perplejidad. El prendedor de su corbata, pero sobre todo el rubí
de su anular, parecía dejarlos cavilosos. No veían verdaderamente relación
entre ese viejo seboso y charlatán y esa especie de mestizo con aires de dandi.
—El
chico es ingeniero —mintió el viejo—. Ha estudiado en La Molina. Siempre sacó
las mejores notas. Yo también, cuando estaba en la Facultad… ¿te acuerdas,
Luciano?
Luciano
permanecía silencioso y dejaba hablar a su padre. Al acudir a esa cita, su
intención primera había sido acosarlo a preguntas, irlo acorralando hasta
llegar a esa época de abandono en la cual todos los reproches eran posibles.
Pero la presencia de los empleados y esa primera copa de pisco lo habían
disuadido. Comenzaba a olvidarse de su ropa, de sus rencores, y a penetrar en
ese mundo ficticio que crean los hombres cuando se sientan alrededor de una
botella abierta. La mirada perdida en el fondo del jardín, veía a un grupo de
parroquianos jugar a las bochas. De vez en cuando su padre le pedía confirmar
un embuste y él repetía maquinalmente: «Es verdad». El rumor de su voz, además,
irrigaba zonas muertas de su memoria. Había un partido de fútbol al cual su
padre lo condujera de niño, algunas monedas de plata que le dieron acceso al
paraíso de los turrones.
—¡Vamos
a jugarnos un sapo! —exclamó el viejo—. ¡A ver tú, caballerazo, pásame la
dolorosa!
El
mozo se acercó. Luciano se vio conducido por su padre a un rincón.
—Eh,
¿tienes allí algunos morlacos libres? Este par de bancarios está chupando a mis
costillas. Pero, espérate, en el sapo nos desquitaremos.
Luciano
quedó arreglándose con el mozo mientras su padre avanzaba con los empleados
hacia el juego del sapo. En el camino iba hablando en voz alta, palmeaba a los
camareros, hacía chistes con los demás parroquianos, intervenía en todas las
disputas. Su aspecto ambiguo de mercachifle y de reclutador de feria, su ronca
voz de guarapero, lo habían hecho rápidamente popular y parecía, por momentos,
el más antiguo de todos los clientes.
—¿Por
dónde está el gerente? —gritaba—. ¡Díganle que aquí está don Francisco,
presidente del club Huaracino, para invitarle un huaracazo!
Luciano
apuró el paso y lo alcanzó. Había experimentado la necesidad de estar a su
lado, de hacer ostensible su vinculación con ese hombre que dominaba un jardín
de recreo. Cogiéndolo resueltamente del brazo, caminó silencioso a su vera.
El
viejo le habló al oído:
—He
apostado con los empleados una docena de Cristal.
—¡Pero
si yo no sé jugar!
—¡Déjalo
por mi cuenta!
Las
fichas comenzaron a volar hacia la boca del sapo. Los empleados, que estaban un
poco borrachos, las arrojaban como piedras y descascaraban la pared del fondo.
Su padre, en cambio, medía sus tiros y efectuaba los lanzamientos con un estilo
impecable. Luciano no se cansaba de observarlo, creía descubrir en él una
elegancia escondida que una vida miserable había recubierto de gestos vulgares
sin llegar por completo a destruir. Pensó cómo sería su padre con un buen
chaleco y se dijo que bien valía la pena obsequiarle el más lujoso que
encontrara.
Mientras
tanto, las botellas de Cristal se vaciaban. A cada trago, el viejo parecía
rejuvenecer, alcanzar una talla legendaria. Su desbordante euforia contagió a
Luciano, quien se dijo que tenían una noche por delante y que sería necesario
hacer algo con ella. Los empleados estorbaban. Uno de ellos había caído
vomitando bajo la enramada y el otro trataba de levantarlo.
—¡Vámonos!
¡Éstos ya enterraron el pico!
—¡Todavía
no! —protestó el viejo y Luciano hubo de seguirlo a través de todos los
apartados, mezclarse en sus conversaciones, verlo, por último, jugarse una
partida de bochas, en mangas de camisa, tronando como un titán y aniquilando a
sus adversarios.
—¡Así
juegan los porteños! —vociferaba, mientras los palitroques volaban por los
aires.
Al
fin Luciano logró convencerlo que debían irse de allí.
—¿Habrá
juerga? —indagó el viejo.
—¡Iremos
al Once Amigos Bolognesi, a La Victoria, donde mis verdaderos patines!
Ambos
abandonaron el jardín Santa Rosa y abrazados, cantando, se lanzaron por las
calles de Magdalena a la caza de un taxi.
En
el club —un garaje deshabitado, al cual se penetraba por un postigo— había una
docena de personas de catadura dudosa, jugando al craft, a las damas, fumando, bebiendo cerveza. El estrépito que
hizo Luciano al entrar obligó a todos a volver la cabeza.
—¡Señores!
—gritó cuando llegó al centro de la pieza—. ¡Les presento a mi padre!
Todos
quedaron callados mirando a ese extraño hombre gordo que, la corbata
desanudada, el pelo revuelto alrededor del pelado occipital, se apoyaba en el
mostrador para no caer. Luciano avanzó hacia las mesas y echó por tierra los
tableros y los cubiletes.
—¡Se
acabó el juego! Ahora todo el mundo chupa con nosotros. Un padre como éste no
se ve todos los días. Nos encontramos en la calle. Hacía ocho años que no lo
veía.
Algunos
amigos protestaron, otros trataron de reconstruir las partidas disputándose
sobre la posición de las fichas, pero cuando escucharon que Luciano enviaba al
cantinero por algunas botellas de champán, se resignaron a hacerle los honores
al recién llegado.
—¡Pero
si tiene tu misma quijada! —dijo uno, acercándose al viejo para estrecharle la
mano. Otros se levantaron y lo abrazaron. Se hicieron los primeros brindis.
—¡A
puerta cerrada! —dijo Luciano tirando el postigo—. ¡Aquí no entran ni los
tombos!
Las
mesas fueron arrimadas unas contra otras hasta formar una superficie
descomunal. El primer trago sacó al viejo de su torpor y luego de lanzar
algunos carajos para aclararse la voz, se dispuso a mostrarse digno de aquella
acogida. Primero con réplicas, luego con anécdotas, fue apoderándose de la
conversación. Cuando el cantinero llegó con el champán, él era el único que
hablaba. Sus historias, contadas en la sabrosa jerga criolla, inventadas en su
mayoría, interrumpidas, retomadas, vueltas a contar de una manera diferente,
adobadas con groseros refranes de su cosecha, con invocaciones a valses
populares, provocaban estallidos de risa.
En
un rincón, Luciano asistía mudo a esta escena. Sus ojos animados, en lugar de
posarse en su padre, viajaban por los rostros de sus amigos. La atención que en
ellos leía, el regocijo, la sorpresa, eran los signos de la existencia paterna:
en ellos terminaba su orfandad. Ese hombre de gran quijada lampiña, que él
había durante tantos años odiado y olvidado, adquiría ahora tan opulenta
realidad, que él se consideraba como una pobre excrecencia suya, como una
dádiva de su naturaleza. ¿Cómo podría recompensarlo? Regalarle dinero,
retenerlo en Lima, meterlo en sus negocios, todo le parecía poco. Maquinalmente
se levantó y se fue aproximando a él, con precaución. Cuando estuvo detrás
suyo, lo cogió de los hombros y lo besó violentamente en la boca.
El
viejo, interrumpido, hizo un movimiento de esquive sobre la silla. Los amigos
rieron. Luciano quedó desconcertado. Abriendo los brazos a manera de excusa,
regresó a su silla. Su padre prosiguió, luego de limpiarse los labios con la
manga.
Se
hablaba de mujeres. Luciano se sintió de súbito triste. En su copa de champán
quedaba un concho espumoso. Con un palillo de fósforo perforó sus burbujas
mientras se acordaba de su madre, a quien visitaba de cuando en cuando en el
callejón, llevándole frutas o pañuelos. Su atención se dispersaba. Alguien
hablaba de ir a las calles alegres de La Victoria. Siempre era así: en las
reuniones de hombres, por más numerosas que fueran, siempre llegaba un momento
en que todos se sentían profundamente solos.
Pero
eso no era lo que lo preocupaba. Era la voz de su padre. Ella se aproximaba,
hacía fintas sobre una zona peligrosa. Luciano sintió la tentación de hundir la
frente entre las manos, de taparse los oídos. Era ya tarde.
—¿Y
cómo está la vieja?
La
pregunta llegó desde el otro extremo de la mesa, a través de todas las
botellas. Se había hecho un silencio. Luciano miró a su padre y trató de
sonreír.
—Está
bien —contestó y volvió a hundir su mirada en la copa vacía—. Tampoco le has
hecho falta. Nunca ha preguntado por ti.
—Hace
ocho o diez años que no le veo ni el bulto —prosiguió el viejo, dirigiéndose a
los amigos—. ¡Cómo corre el tiempo! Nos hacemos viejos… ¿No queda más champán
para mí?… Vivíamos en un callejón, vivíamos como cerdos, ¿no es verdad,
Luciano? Yo no podía aguantar eso… un hombre como yo, en fin, sin libertad…
viendo siempre la misma cara, el mismo olor a mujer, qué mierda, había que
conocer mundo y me fui… Sí, señores, ¡me fui!
Luciano
apretó la copa deseando que reventara entre sus dedos. El cristal resistió.
—Además…
—continuó el viejo, sonriendo con sorna—, yo, yo… ella, con el perdón de
Luciano, pero la verdad es que ella, ustedes comprenden, ella…
—¡Calla!
—gritó Luciano, poniéndose de pie.
—¡…
ella se acostaba con todo el mundo!
Las
carcajadas de los amigos estallaron. En un instante Luciano se encontró al lado
de su padre. Cuando los amigos terminaron de reír vieron que el viejo tenía
sangre en los labios. Luciano lo tenía aferrado por la corbata y su ágil cabeza
volvía a golpear la gran cara pastosa.
—¡Agárrenlo,
agárrenlo! —gritaba el viejo.
Entre
cuatro cogieron a Luciano y lo arrastraron a un rincón. Su pequeño cuerpo se
revolvía, de su boca salía un resuello rabioso.
—¡Si
se quieren pegar que salgan a la calle! —exclamó uno—. ¡Aquí van a romper los
confortables!
Luego
de un forcejeo en el cual intervinieron todos los amigos —no se sabía si para
contenerlos o para expulsarlos—, Luciano y su padre se encontraron en la calle.
—Al
jirón Humboldt —dijo Luciano y se echó a caminar decididamente mientras se
acomodaba la corbata y se alisaba el cabello con las manos. Su padre lo seguía
a pasos cortos y precipitados.
—¡Espera!
¿Por qué tan lejos?
Cuando
lo alcanzó, anduvo a su lado, borracho aún, hablando en voz alta, llenándolo de
injurias.
—¿No
lo sabías tú, acaso? ¡Con todo el mundo! ¿Quién daba para el diario, entonces?
Al
llegar al jirón Humboldt comenzaron a recorrerlo, buscando una transversal
oscura. Luciano se sentía fatigado, pensaba en las cien formas de enfrentarse a
un rival corpulento y pesado: evitar el cuerpo a cuerpo, fintear provocando la
fatiga, tierra en los ojos o una piedra metida con disimulo en el bolsillo de
su saco.
—Acá
—dijo el viejo, señalando una bocacalle penumbrosa en medio de la cual pendía
un foco amarillo. En el tapabarro de un colectivo abandonado dejaron sus sacos.
Luego se remangaron la camisa. Luciano metió la basta de su pantalón bajo la
liga de sus medias. Cuadrándose, tomaron distancia.
Luciano
vio que su padre tenía la guardia abierta y que su gran vientre se le ofrecía
como un blanco infalible. A pesar de ello, retrocedió unos pasos. El viejo se
aproximó. Luciano volvió a retroceder. El viejo continuó avanzando.
—¿Me
vas a dar pelea? ¡Aguárdate, que te calzo!
Luciano
llegó a tocar la pared con la espalda e impulsándose con las manos arremetió
hacia adelante. De un salto salvó la distancia y ya iba a descargar su puño
cuando advirtió un gesto, tan sólo un gesto de desconcierto —de pavor— en el
rostro de su padre, y su puño quedó suspendido en el aire. El viejo estaba
inmóvil. Ambos se miraban a los ojos como si estuvieran prontos a lanzar un
grito. Aún tuvo tiempo de pensar Luciano: «Parece que me miro en un espejo»,
cuando sintió la pesada mano que le hendía el esternón y la otra que se
alargaba rozando sus narices. Recobrándose, tomó distancia y recibió a la forma
que avanzaba con un puntapié en el vientre. El viejo cayó de espaldas.
Luciano
cruzó velozmente por encima de él y recogiendo su saco corrió hacia la esquina.
Al llegar al jirón Humboldt se detuvo en seco. El cuerpo continuaba allí —se le
veía como un animal atropellado— en medio de la pista. Con prudencia se fue
acercando. Al inclinarse, vio que el viejo dormía, la garganta llena de
ronquidos. Tirándolo de las piernas lo arrastró hasta la vereda. Luego volvió a
inclinarse para mirar por última vez esa mandíbula recia, esa ilusión de padre
que jamás volvería a repetirse. Arrancando su anillo del anular, lo colocó en
el meñique del vencido, con el rubí hacia la palma. Después encendió un
cigarrillo y se retiró, pensativo, hacia los bares de La Victoria.
(Berlín, 1958)
Tanto tiempo fallecido, y no dejas de sorprenderme.
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