Anverso Literario: Los dichos de Ribeyro sobre los hombres y las botellas

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El cuento los hombres y las botellas de Julio Ramón Ribeyro, pertenece al primer periodo de este narrador latinoamericano, el texto aparece publicado en el libro homónimo del 64 (Editorial Mejia Baca) que reúne cuentos de gran factura y temáticas múltiples como: Los moribundos, La piel de un indio no cuesta cara, Por las azoteas, Dirección equivocada, El jefe, Profesor suplente además del cuento en análisis. El hilo conductor de los relatos, más allá de los tópicos y el tratamiento retaguardista del autor, recae diegéticamente en el estoicismo de los actantes y en una oscura y poética melancolía ante el sentido profundo de fracaso que el devenir y la inutilidad de la praxis humana, revela.

Al respecto, el narrador y ensayista Miguel Gutiérrez Correa en su ensayo sobre la cuentística de Ribeyro señala: Ribeyro ha optado por un pesimismo terapéutico y por la gravedad de la moral estoica, determinada acaso oscuramente por su refinada sensibilidad aristocrática, pero solidaria con el dolor de los desamparados de la tierra

Para llegar a estas afirmaciones, el estudioso, además de ilustrarnos con respecto a las posibles imbricaciones de la obra del limeño, somete el neorrealismo de los escritos a los tres cuestionamientos básicos de Kant ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo saber? y ¿Qué puedo esperar? El estudio, aplicado de facto a uno de los más celebrados cuentos de Ribeyro, “Silvio en el rosedal” arroja el siguiente orden de respuestas.

En torno a la problemática del “qué pudo hacer”, Ribeyro a juicio de Gutiérrez, demuestra una moral laica, secular, que pese a su mirada agnóstica y descreída, no retrocede ante la futilidad de lo indeterminable e ahí el origen del estoicismo, del balbuceo mudo ante la imposibilidad de la palabra; un proceder activo que se verifica aún cuando, la adversidad guíe a los actores y artífices del día a día, al derrotero como destino unívoco e infranqueable. En tal grado, el azar y la fisura que las circunstancias externas e inesperadas imponen a los proyectos, incluidos los más nobles y estructurados, se descubre en palabras del mismo Ribeyro, como una fuerte condicionante de la existencia, descubriendo en su ininteligibilidad, una energía gravitante; indispensable al pensar las pocas posibilidades que tenemos como realidad, a la hora de enfrentar las otras dos pregunta ¿qué saber? y ¿qué esperar?

En definitiva, ¿qué se puede saber? si la razón y los sentidos son limitantes, y no permitirán jamás acceder a las preguntas trascendentes y metafísicas. Cabe indagar si realmente estos cuestionamientos existen ante un absurdo y nada, que irrefrenable se dibuja en la maquinaria de eterno retorno que promueve una incomunicación violenta con toda verdad. El hombre en tal caso, sólo puede como correlato, esperar en función del orbe histórico. Su realización temporal lo devuelve al cauce inicial de la duda ontológica; un desvalido ¿qué puedo hacer? que se plasma como una lucha, una agónica, silenciosa y desamparada vida.

Tomando como base estos planteamientos que definen una cosmovisión y ética que se presenta de modo más o menos recurrente en la narrativa y estética del autor, revisaremos la historia “Los hombres y las botellas” y el mensaje que Ribeyro comunica con este breve relato perteneciente al periodo más beligerante de su obra en cuanto a la protesta y denuncia que hace en torno a la poquedad y abuso que pesa sobre los grupos más pauperizados.

Sin embargo es importante agregar, antes de proceder a revisar el cuento, que el creador limeño tal como en su momento lo hiciesen sus pares, López Albujar, Arguedas y Alegría, representa en palabras de Alberto Escobar, “un prisma de la realidad del Perú” y en tal medida un vuelco significativo hacia una percepción global y aguda de la vida que se desarrolla en la urbe.

Abocados estrictamente al cuento “Los hombres y las botellas” podemos señalar que el apocamiento y desgaste moral, lo apreciamos emocionalmente en los actantes protagonistas, Luciano y su padre vagabundo y más aún, en el medio que los rodea, espacio clasista que promueve el arribismo y la desesperación de las clases baja y media por ascender socialmente a como de lugar

Nadie sabía mejor que él, igualmente, que esa prosperidad que parecía leerse en su vestimenta, en sus relaciones de club –donde servía de pareja a los socios viejos y se emborrachaba con sus hijos – era una prosperidad provisional, amenazada, mantenida gracias a negocios oscuros. (…) si el club lo toleraba no era ciertamente por razones sociales (…) era algo así como el agente secreto de sus vicios el órgano de enlace entre el hampa y el salón.

El pasaje transcrito muestra una praxis criminal y desentendida por parte de Luciano que en concomitancia ilícita con los ubicados en las más altas esferas procura sostener el débil equilibrio y estabilidad de su posición social, granjeando favores que complacen los vicios de sus jefes y prole a la par que comunica esferas aparentemente antagónicas, el lumpen, mundo de los descastados, con la llamada clase ABC1

De este modo, vamos perfilando el ¿qué puedo hacer? Kantiano, pues la actitud de los protagonistas prefigura una frágil esperanza que transita por el violento delirio y anhelo, acompasado al ritmo de aquellos solitarios, individuos inmersos en la melancolía de una dignidad perdida.

(…)Su padre en cambio, medía sus tiros y efectuaba los lanzamientos con un estilo impecable. Luciano no se cansaba de observarlo, creía descubrir en él una elegancia escondida que una vida miserable había recubierto de gestos vulgares sin llegar por completo a destruir.

A través del discurso, entramos en contacto con hombres empujados al más descarnado hermetismo y abandono, dentro del caos y bullicio de la masa inconsciente

Se hablaba de mujeres, Luciano se sintió de súbito triste. (…) Alguien hablaba de ir a las calles alegres de La Victoria. Siempre era así: en las reuniones de hombres, por más numerosas que fueran, siempre llegaba un momento en que todos se sentían profundamente solos.

El ¿qué puedo saber?, se presenta como una alternativa de evasión, todo se libra en torno a mentiras y apariencias físicas, verificables en lo concreto. No hay espacio para la contemplación, menos para reflexionar, son hombres activos, hedonistas con impulsos carnales y somáticos, lo cual reduce su campo de acción tanto en lo que se refiere a captar el entorno como en su proyección frente a la otredad. Para ellos, no parece haber percepción y realidad más allá de lo sensible.

Obedeciendo a un impulso de vanidad se había puesto su mejor terno, sus mejores zapatos, un prendedor de oro en la corbata como si se propusiera demostrarle a su padre con esos detalles que su ausencia del hogar no había tenido ninguna importancia, que había sido –por el contrario- una de las razones de su prosperidad.

Las marcas físicas, explanadas con gran detalle en el relato son un guiño para el lector y un modo de comprender profundamente el sentir de los personajes, sus personalidades, el estilo de vida que llevan, su rango de acción y posicionamiento en la escala de poder.

El viejo lo miro irritado –¡No me vas a vestir ahora a mí, a mí que te he comprado tus primeros chuzos!

Las categorías que la sociedad y el resto realizan en la tarea de calificar a las personas por su puro aspecto, se verifican en una mirada que cosifica y condiciona los roles.

El empleado de la cantina no quitaba la vista de ese extraño visitante con la camisa sebosa y la barba mal afeitada. Hombres de esa catadura sólo entraban al club por la puerta falsa, cuando había un caño que desatorar. (…) Los empleados lo observaban con perplejidad. El prendedor de su corbata, pero sobre todo el rubí de su anular, parecía dejarlos cavilosos. No veían verdaderamente relación entre ese viejo seboso y charlatán y esa especie de mestizo con aires de dandy.

Esto se extiende al punto que vínculos emocionales, recuerdos y expresiones genuinas de afecto, encuentren su cauce bajo la entrega de dadivas y retribuciones materiales. Es la muestra clara de una sociedad reificante y metalizada.

Ese hombre de gran quijada, que él había durante tantos años odiado y olvidado, adquiría ahora tan opulenta realidad (…) ¿cómo podría recompensarlo? Regalarle dinero, retenerlo en lima, todo le parecía poco. (…)Pensó cómo sería su padre con un buen chaleco y se dijo que bien valía la pena obsequiarle el más lujoso que se encontrara.

(…)Mientras se acordaba de su madre, a quien visitaba de cuando en cuando en el callejón, llevándole frutas o pañuelos.


De esta manera, los actantes no pueden excluirse de lo tangible ni en sus más profundas abstracciones; el fracaso y las categorías superficiales van demarcando sus vidas. El remedio para esta situación, se presenta en formulas artificiales, el alcohol en este caso es el paliativo que provee el acceso inmediato a un mundo de ficción, quizá la única proximidad a algo medianamente efímero y etéreo, con matices de trascendencia, que estos hombres, estoicos en esencia, se permiten antes de confirmar su desamparo, la orfandad social que sufren de manera integral

Comenzaba a olvidarse de su ropa, de sus rencores al penetrar en ese mundo ficticio que crean los hombres cuando se sientan alrededor de una botella abierta (…) “Es verdad” el rumor de su voz, además irrigaba zonas muertas de su memoria

El bastardaje como prolongación de un sentir periférico, orienta por completo la construcción de esta gesta de lo cotidiano que Ribeyro aprovecha para introducir una crítica tanto personal como global a las sociedades carnívoras del continente.

Todos sus recuerdos de infancia le venían descalzos desde la puerta de un callejón

La visita del padre tras una larga y sentida ausencia, es una excusa para devolver a Luciano, pícaro arribista que funge como producto arquetípico del abandono tanto de la comunidad como del padre, a una serie de recuerdos infantiles y retazos que descubren “el infierno tan temido” la condición de prostituta de la madre, único sostén del hogar. Esto confirma la última pregunta Kantiana, ¿qué se puede esperar? Nada, si todo esta trazado de antemano por las circunstancias que impone la precariedad. Luciano a pesar de su interés por recobrar una apariencia de padre, una imagen carnal que justifique su existencia ante los demás y al mismo tiempo le permita vengar la ausencia y acorralar al culpable con preguntas que justifiquen su dolor, se empuja hacía la confirmación de sus miedos y a la verdad ineludible pero en lo preferible ignorable.

-Además… -continuo el viejo, sonriendo con sorna –yo, yo… ella, con el perdón de Luciano, pero la verdad es que ella, ustedes comprenden, ella… -¡Calla! Gritó Luciano, poniéndose de pie. -¡ella se acostaba con todo el mundo!

El ciclo compuesto por esta trinidad de preguntas formuladas por Kant, se completa al remitirnos de regreso al inicial ¿qué puedo hacer? Que en el caso de Luciano, reaccionario, termina en un épico enfrentamiento con la figura paterna, a fin de solucionar su crisis de identidad y lograr una genuina catarsis.

Luciano vio que su padre tenía la guardia abierta y que su gran vientre se le ofrecía como un blanco infalible. A pesar de ello retrocedió unos pasos. El viejo se aproximó. Luciano volvió a retroceder. El viejo continúo avanzando.

Sin embargo la historia, fiel a la posición de Ribeyro de abrazar la incertidumbre y el carácter irresoluto de la existencia, propio de un estoicismo agnóstico, hace que el protagonista, tras vencer a su progenitor / oponente, lejos de sentirse victorioso, se compadezca de la orfandad superior que ambos comparten ante el mundo. Por ende, lo que queda claro a través de la obra y las relaciones que se establecen, es un sentido de identificación pues todos formamos parte del mismo absurdo, la condición paupérrima de los personajes en este caso, lo único que consigue es agravar el vacío y hacer menos factible y más onerosa la evasión. Crimen, violencia, alcohol y drogas son los caminos que reducen el mundo a piel, hígado, puños y estomago, bajo las directrices de las argucias y mañas que garantizan su complacencia.

Por tanto, si nos remitimos a la forma en que estos seres resuelven sus emociones, ingresamos otra vez a la materialidad intrínseca de sus vínculos por medio de un anillo de oro con un rubí incrustado. Preciado botín de la pesca social de Luciano que desde el principio del cuento, se destaca como una divisa en su escalada social de joven dandy. El adorno y pieza fundamental de los rasgos que prefiguran su aparente éxito, es colocado con piedad en la mano abierta del derrotado progenitor, sirviendo como tregua consecuente al modo de vivir que han elegido y desarrollado hasta las últimas consecuencias.

Arrancando su anillo del anular, lo colocó en el meñique del vencido, con el rubí hacia la palma

En conclusión, los hombres y las botellas, cuento de Julio Ramón Ribeyro, uno de los narradores más potentes del Perú y de Latinoamérica, nos abre una compuerta directa a la inutilidad de las acciones y evasiones que emprendemos sin vacilación, pues la búsqueda de Luciano no acaba con el tan preciado ascenso, los fantasmas del pasado, continúan al acecho y la muerte del padre, la superación de esa cicatriz que implica un temprano sentimiento de traición y abandono, no permite un cambio veraz, no hay final, por ello, el absurdo corona la diégesis con un protagonista abatido, de vuelta a los bares tras dejar al padre dormitando la borrachera y golpiza en una desconocida y fría calle. Pragmático y concreto, la paz relativa de Luciano y tantos patibularios como él, reposa en la fantasmagoría del alcohol.

Encendió un cigarrillo y se retiró pensativo hacia los bares de la victoria.

En torno al trago y los hombres sometidos a su imperio, Ribeyro edifica una épica del día a día, en la cual se conjugan, orfandad, arribismo, descastación, bastardaje, memoria, viaje, misoginia, incluso el autor logra introducir el componente mítico en una revisión de Edipo, que prueba como la moral, el conocimiento y la esperanza, están condicionados por una praxis social sin salida.

Autor: Daniel Rojas Pachas

Publicado en: Los dichos de Ribeyro.

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