Por Carlos Meneses
(Las Palmas, España. OM)
A Julio Ramón Ribeyro lo conocí en Lima pero sin ninguna duda las conversaciones más sustanciosas con él las tuve en París. Fue en 1961 cuando nos encontramos en un calle del barrio latino, ambos vivíamos en el mismo cartier, posiblemente separados por unas diez cuadras. Y a partir de esa fecha que debería ser el mes de abril nos vimos casi a diario, por lo general en su casa de la calle Saint Severin. Él trabajaba en la Agencia de noticias France Presse, había semanas que su horario era nocturno, en otras de mañana y también le tocaba a veces trabajar en las tardes. En su departamento breve pero cómodo conocí a varios peruanos que vivían desde hacía tiempo en la capital francesa, a otros latinoamericanos y a algunos franceses amigos de él. Pero la mayoría de las veces sólo estábamos él y yo y la comunicación resultaba muy fluida y gratificante para mí.
Cuando me decidí a escribir estos recuerdos me encontré con una dificultad, poderlos ordenar cronológicamente era imposible. También me resultó difícil descubrir cuales estaban directamente conectadas con sus cuentos y cuáles eran libres de una conexión con esa literatura. El esfuerzo de memoria fue vano, así que decidí olvidar el orden, simplemente escribir sin tener en cuenta para nada el tiempo como tampoco los motivos - salvo en algunas oportunidades que estaban muy claros -, que determinaron la charla. Julio Ramón llevaba muchos años de residencia en París, pero había hecho una pausa entre l958 y 1960. En ese tiempo vivió en el Perú entre Lima y Ayacucho, porque fue destinado a profesar en la Universidad de Huamanga. En cambio yo había llegado a Europa, concretamente a Barcelona, en enero o febrero de ese 1961 y a París entre marzo y abril. Y esa diferencia de tiempo en nuestras estancias francesas me ayudaban a mí porque recibía lecciones sobre cómo era la ciudad Luz.
Julio Ramón solía hacer reminiscencias de su estancia en España y procurar darme una visión del ambiente literario madrileño. Yo había estado un mes en Madrid pero no había tenido oportunidad de conocer a mucha gente y mis conocimientos del ambiente cultural eran algo difusos, así que lo que mi amigo me contaba me venía muy bien pues tenía intención de volver a esa ciudad. A veces Ribeyro se refería a ciudades como Bruselas o Munich donde había estado en tiempos anteriores pero por lo general sus recuerdos giraban en torno a sus primeros tiempos parisinos. A sus trabajos y a la forma como fue organizando su vida.
Recuerdo muy claramente sus fantasías sobre cómo organizar un gran golpe ya sea en un banco o en algún otro sitio donde hubiese dinero acumulado. Evidentemente, esta elucubración estaba conectada con su interés por escribir un cuento de tema policiaco, algo que no llegó a hacer y no sé si lo intentó. Sus teóricos deseos literarios oscilaban entre un asalto a un banco (nunca precisó a cual) y un golpe a una de las estaciones del metro que podría ser la de Saint Michel, a escasos doscientos metros de donde él vivía. Cuando hablaba de bancos se acordaba de Tossi, un actor y director de teatro peruano que había tenido un dilatado paso por París y me contaba cuáles eran los planes de Tossi con respecto al atraco a un banco. Se trataba de fingir el rodaje de una escena cinematográfica que consistía precisamente en asaltar un banco. Todo se desarrollaba pacíficamente. No había la menor sospecha de violencia, incluso el director del banco convencido de que se trataba de una filmación real conducía a los que iban a abrir caja fuerte hasta el lugar indicado. En ese preciso momento cambiaban formas, voces, actitudes. Las pistolas no eran de juguete y la apertura de la caja fuerte no era con la ingenua intención de ver cómo era por dentro. Cogido el dinero y realizados todos los pormenores propios de un golpe de este tipo los cámaras, el director, los actores, todo el equipo salía precipitadamente del banco para subir a los automóviles que les esperaban con el motor encendido.
Pero lo que Julio Ramón acariciaba era un pequeño asalto. No el gran golpe de millones a un banco. Sino el de miles de francos en una de esas estaciones de metro cuando ya ha llegado la hora de cerrar. El que había observado todos los detalles propios de esos cierres me decía que la cantidad de dinero en billetes que había al final de la noche no era un bagatela, pero sobre todo señalaba que quienes controlaban ese dinero daban una sensación de descuido enorme, como si no supieran que existía el peligro de la inesperada visita de los atracadores. Por supuesto todo no era más que fantasía, ganas de elaborar argumentos, formas de entretenernos con conversaciones que no encerraban la más mínima intención y que nos alejaban de algún problema que siempre existía. El asunto del asalto duró varios días, hablábamos de otras cosas pero de pronto Julio Ramón volvía sobre el tema de manera obsesiva. En realidad un escritor tiene muchas obsesiones, así que cuando supera una obsesión surgen muchas otras. O estas últimas derrocan a la que está en la cúspide y pugnan por ocupar su puesto y eso fue lo que ocurrió.
Cuando menos me esperaba me empezó a hablar de sus días desesperados por la falta de tabaco. El, un fumador empedernido, se había quedado sin cigarrillos. Esto había ocurrido posiblemente en el segundo o tercer año de su residencia en París. Sus trabajos de ese tiempo eran precarios. Sus gastos muy limitados pero en esos mínimos presupuestos no había sitio para su apreciado vicio. La necesidad tiene cara de hereje, dicen, y debió haberlo pensado así Ribeyro. No podía pasar un día mas sin fumar. Se aposentó en una esquina no muy concurrida del barrio Latino. Fue observando a los transeúntes hasta que halló uno que le pareció era el hombre que él necesitaba. Era un señor bien vestido, de rostro amable, daba la impresión de ser un ejecutivo bien considerado por su empresa. Fue tras él. Apresuró el paso y lo adelantó LO miró de frente haciendo un esfuerzo que rompía su habitual timidez y tras el saludo correspondiente y con la mayor educación posible, así como con una sonrisa le pidió un cigarrillo. El hombre elegante, el ejecutivo con aspecto de amable y condescendiente, lo miró con gran desprecio y siguió su camino. El escritor se quedó decepcionado de sus malas artes para mendigar tabaco. Y pensando qué hacer en el futuro para satisfacer su descomunal deseo.
Su charla resultaba amena no sólo por el tema elegido también por la forma de contar, por la estructura de la conversación. Cuando me relataba asuntos como el del cigarrillo que el ejecutivo le negó con el gesto se movía de un lado a otro de la pequeña habitación, no dramatizaba, todo lo contrario inoculaba humor al relato. Su apartamento constaba de dos habitaciones aparte de baño y un pequeño espacio para guardar bultos o cosas que no tuvieran utilización inmediata. Y todas las conversaciones que tuve con él en su vivienda fueron en esa primera habitación. A su departamento se llegaba tras subir dos pisos por una escalera de madera crujiente. Y la primera habitación tenía una ventana desde la que se podía mirar hacia la calle. Desde ahí vio un asesinato. Un hombre que disparó sobre otro. Sólo se dio cuenta de lo que pasaba cuando la víctima se desplomó. Me contó todo en varias partes. Al día siguiente de lo ocurrido leyó todos los diarios de la ciudad en busca de una información que le aclarase lo que había visto pero no encontró nada. No podía ser que esa escena macabra fuera producto de su imaginación, él estaba seguro que había visto cómo un hombre con aspecto árabe se acercó a otro y le disparó a boca de jarro. Cuando la víctima cayó al suelo el otro huyó. La gente reaccionó tarde. La sorpresa fue enorme y eso impidió que alguien fuera tras los pasos del homicida.
De todas maneras aunque en los diarios de París no se publicase nada con respecto a esa escena trágica, Julio Ramón tenía quien respaldase su relato verbal, estaba con él en el momento de la violencia con arma de fuego, Pablo Macera, quien residió todo 1961 en París. Los dos vieron cuando el agresor huía y los transeúntes de ese momento - debían ser las seis de la tarde de un día despejado -,quedaban desconcertados y sólo atinaron a acercarse a la víctima o a pensar en la persecución del homicida cuando ya habían transcurrido algunos minutos. Julio Ramón, dos días después llegó a una conclusión tras deducciones continuas. Se trataba de crear terror en la ciudad, se mataba por matar. No era un ajuste de cuentas, ni un crimen pasional. Hay que tener en cuenta que eran los días más duros de la guerra de liberación argelina. En París y en otras ciudades francesas estallaban bombas casi a diario y habían otros atentados graves. Por qué, entonces, no pensar en que ese asesinato fue producto del deseo de causar más pánico y conmover a l población.
París Es conveniente decir que Julio Ramón vivía en una zona donde los argelinos - también otros musulmanes o simplemente árabes de otras nacionalidades -. La policía rodeaba continuamente el lugar y hacía detenciones de sospechosos. El ambiente aunque se estaba en pleno barrio latino, lo que equivale a decir en pleno París, tenía mucho de norafricano. Incluso el comercio que dominaba en unas ocho manzanas era fundamentalmente el del norteafricano. Resultaba, en esa época, más fácil encontrar un restaurante argelino o marroquí y hasta libanés, que uno propiamente francés. La calle de Ribeyro estaba a dos cuadras de Saint Michel y otros tantos de uno de los brazos del río Sena. La Sorbone no quedaba nada distante, la separación debía ser de cinco cuadras a lo sumo. Y el Parque de Luxemburgo, por citar otra referencia, estaba aproximadamente a a mil metros. Situación magnífica la de ese departamento que, además, gozaba del sabor a misterio que otorgaba ese ambiente descrito.
La conversación motivada por el disparo que se calcula mató a un desconocido y fue ejecutado por otro desconocido, debió durar una semana. No sólo era yo el oyente de lo que había pasado en la calle una noche de domingo, otros amigos más de Julio Ramón oyeron su relato que a veces alcanzaba ribetes emocionantes, sobre todo cuando describía minuciosamente el momento del disparo, que fue cuando él vio la escena porque el estruendo le hizo volver los ojos hacia ese sitio. Y luego la manera como la víctima se desplomó. Decía que todo había sido muy veloz. Que hasta parecía cosa de dos actores que se hubieran puesto de acuerdo para conmover a la gente que transitaba en esos momentos por el barrio. Algo estudiado con gran precisión. La imaginación del escritor se ponía en marcha. Pero finalmente, y tras variedad de formas de interpretación del hecho, volvía a la sensatatez. Todo era obra de quienes querían sembrar el terror. Matar por matar. Terror por terror. Nada de algo preconcebido, debidamente estudiado. Ningún plan previo. Un hombre que sale dispuesto a incrementar el miedo ciudadano y lleva en su bolsillo un arma de fuego. Cuando considera que ya es el momento la saca y dispara contra el primero que se le cruza en la calle.
Julio Ramón conocía algo del mundo literario español, sobre todo madrileño, por haber vivido en la capital española varios meses. Por eso me podía afirmar que ganar un premio literario en España no era nada sencillo. Evidentemente se estaba refiriendo al mundo literario de hace medio siglo, ya que él residió en territorio español alrededor de 1953. Eran otros tiempos, otros organizadores y otras necesidades mucho menos comerciales que las de ahora. Nunca me dijo que hubiese concursado y mucho menos que hubiese escrito un cuento para participar en uno de los tantos premios que se otorgan anualmente en España, yo pequé de falta de curiosidad y no se lo pregunté, sólo lo supuse más tarde, cuando recordé lo que me había dicho en el primer semestre de 1961. Tampoco mi suposición se puede tomar como válida es más buen una deducción más. Lo que sí es evidente, él me lo dijo y mirando fecha y lugar de escritura de comprueba, es que escribió más de un cuento viviendo en Madrid.
Con mucha frecuencia Julio Ramón hacía referencia a sus primeros años en París, a aquellos tiempos en que carecía de un sueldo fijo y tenía que trabajar en muchas cosas, tareas menores que le salvaban días o semanas pero que a su término lo obligaban a buscar más tareas similares. Durante algún tiempo trabajó para un hotel, hoteles pequeños del barrio latino, casi de tipo familiar pero que siempre necesitan personas que hagan servicios menores como barrer, hacer camas, llevar bultos etc. Ribeyro no se sentía disminuido por haber desarrollado ese tipo de trabajo, tampoco se envanecía, pero recordaba con algún cariño los días en que barría habitaciones, limpiaba pasillos o hacía las camas. Incorporaba esa labor a su bagaje experimental. No el simple hecho de dedicar unas horas a limpiar, sino el hecho de conocer la psicología de gente extraña, de ver cuadros curiosos o sicalípticos, de hablar con algunos de esos desconocidos y desconocidas. De enterarse de intimidades o de situaciones ajenas y no por eso despreciables.
Algunos de sus relatos se nutren parcialmente de esa experiencia hotelera, que no fue muy larga pero que él cumplió con gran dedicación. Le tocó actuar como el personaje de Barbusse viendo lo que no es normal que se puede ver, y eso era lo que me relataba. Bajo esa actitud de personaje novelesco me hacía las referencias. Siempre en escritor, siempre utilizando todo la gama de conocimientos alcanzados a lo largo del camino. O tomando a veces hechos u acciones inesperados como por ejemplo: la pareja que no salía de la habitación nunca y él les tocaba la puerta una y cien veces porque tenía que hacer camas y limpiar todo lo que se pudiera. Pero cómo le iban a abrir si no se movían de la cama ni de día ni de noche. Parece que llegaron a un acuerdo. La pareja se vestía a medias o sea con lo indispensable como para salir de la habitación pero no a la calle, y Julio Ramón cumplía con su misión con la mayor rapidez, luego les avisaba que ya había realizado la tarea y la pareja podía volver al cuarto y, especialmente, al tálamo.
No creo que el escritor hubiese estado entretenido en esta labor más de cuatro o cinco meses, y me parece demasiado, pero fue tiempo suficiente como para que él absorbiera conocimientos de lo más curiosos, en algunos casos simpáticos, en otros no tanto, porque hasta parece que topó con impertinentes que pretendían una limpieza mejor de la habitación o exquisiteces que no tenían por qué ser realizadas por quien estaba contratado estrictamente para la misión de barrer, recoger basura y dejar en buen estado las camas. Los recuerdos de su etapa de miembro del personal de un hotel nunca fueron ácidos, los contaba sonriente, como quien habla de un viaje entretenido a algún lugar que puede resultar exótico. O de una persona de país lejano y desconocido que ha resultado inesperadamente simpática.
Dentro de la variedad de temas que tocábamos la literatura tenía preferencia, aunque no siempre se trataba de hacer crítica de una obra, de enjuiciar la tarea de un escritor o cosas de ese tipo. Recuerdo que Julio Ramón estaba muy dolido porque su obra de teatro Santiago el pajarero, escrita posiblemente entre 1957 y 1958, no obtuvo el premio Nacional de Teatro del Perú en 1960, cuando él vivía entre Lima y Huamanga. Esta obra sólo mereció el calificativo de "mención honrosa" y, probablemente la ayuda económica parcial o total, no recuerdo bien, para su escenificación.
El autor repasaba los nombres de los integrantes del jurado que declararon desierto, ese año el concurso y distinguieron su drama con el calificativo ya expuesto. Siempre se detenía en un nombre y consideraba que esa persona había sido quien había influido para que el fallo no le fuera favorable. El nombre era el de Juan Ríos Rey, conocido autor teatral peruano, con una obra destacada no sólo en el teatro también en la poesía. Para Ribeyro éste era el causante del desaguisado y el motivo por el que su Santiago el pajarero no alcanzara el galardón deseado. No sé si realmente era así, si Juan Ríos había sido el causante de que la obra de Julio Ramón escasamente llegara a ser mencionada con honra. Pero el estreno del drama demostró que el jurado - en su totalidad -, se había equivocado.
El grupo Histrión, encabezado por los hermanos Velásquez, fue el encargado de dar a conocer los valores de Santiago el pajarero. Recuerdo una buena puesta en escena. La obra era de diálogo muy fluido y se apreciaba una fina captación del ambiente virreynal. Por supuesto, la poesía que nunca debe estar ausente estaba representada por el personaje protagonista. Un ser delicioso, todo ilusión, todo ingenuidad, estrictamente ideal. La obra fue bien recibida por crítica y público y eso mitigaba la amargura de mi amigo, aunque su resentimiento por no haber recibido el premio esperado y la verdad que merecido, continuó durante un tiempo.
Quedó tan contento con el resultado de su primera incursión en el arte dramático que tuvo posteriores tentativas que merecieron aplauso y lo confirmaron como un buen autor teatral. En ese 1961 al que aludo basaba su protesta por no haber alcanzado el galardón buscado en que la buena escenificación de la obra y el aplauso recibido de parte de la crítica habían confirmado un buen nivel y por lo tanto, era inexplicable el fallo dado por el jurado.
El Julio Ramón autor teatral intentó ir más allá con su Santiago el pajarero y más allá en ese tiempo quería decir publicar la obra. Me consultó si conocía en España editoriales dedicadas al teatro, mi respuesta fue positiva, sí existían pero lamentablemente yo carecía de relación con alguna de ellas. Tras mucho hablar sobre el tema escribí a Madrid, a la redacción de la revista Primer Acto, que dirigía el crítico José Monleón, quien me contestó que antes que darme una respuesta era necesario leer la obra. Sólo un año más tarde, cuando fui a Madrid, le pude llevar la obra. No recuerdo exactamente qué respondió tras su lectura. Lo que sí quedó claro fue que esa revista que publicaba una obra de teatro en cada número no lo hizo con el drama de Ribeyro. Nuevo error contra una obra muy digna.
El cuento titulado "Terra incógnita" lleva fecha de 1975 y está incluido en el libro Silvio en el rosedal. No sé si Julio Ramón estuvo dándole vueltas al tema que alienta este relato desde 1961 o antes. No mencionaba, al hablar sobre él, al personaje principal que, evidentemente existía, pero de él sólo daba características aisladas, nada que permitiera identificarlo y menos sus nombres y apellidos. Cuando leí el cuento recordé todos los comentarios que habíamos hecho sobre el protagonista. Me daba cuenta de que había deformado u omitido algunos elementos que hubieran permitido descubrir al profesor que inicia una tentativa pero la aborta por temor o simple prejuicio.
Lo pretendido por el autor era mostrar, una vez más, al hombre que en el momento cúspide de su decisión retrocede, le falta valor para culminar lo pretendido. Como en "El profesor suplente" y en otros cuentos, en este caso también el protagonista se abstiene de llegar al final de los hechos con todas sus consecuencias. El profesor da pasos importantes como llevar al hombre negro que conoce en una cantidad de Surquillo a su casa, pero lo que podría haber seguido a ese primer movimiento queda inmovilizado. El profesor que ha vivido exclusivamente para su trabajo, sus libros y sus elucubraciones intelectuales rompe con ese molde de vida por una vez. Se acerca a la Lima, más concretamente Miraflores, nocturna, y siente la tentación de conocer algo que desconoce y que, posiblemente ya se había planteado anteriormente sin concretar.
Lo importante de este asunto es recordar lo que decía Ribeyro en aquel año y cómo forjó el cuento catorce años más tarde. Cuando me habló del personaje lo hizo muy alejado del mundo literario. Distante de algún deseo de utilizarlo como personaje de un cuento suyo. Fueron comentarios sin mucho asidero. Conversación sobre gente inhibida para determinados aspectos de la vida, frustrados en sus ansiedades por temor a la sociedad o por miedo a sí mismos, a la severidad con que puedan ser juzgados y al remordimiento por el comportamiento cometido. Solucionó muy bien el retrato del profesor, alteró mucho de lo que me había comentado sobre el ambiente frecuentado por el protagonista, y supo desenvolverse en un tema peligroso como el de "Terra incógnita", donde asoma como una máscara la homosexualidad, pero se quiebra antes de su ejecución.
Así como Julio Ramón había pensado en la publicación de su Santiago el pajarero en España, también tuvo igual deseo con respecto a sus cuentos. De las novelas no hablaba tanto, a veces de Crónica de San Gabriel, pero de forma atenuada, al menos conmigo. En cambio sí de sus cuentos y consideraba que podría organizar un libro con sus mejores relatos breves para una editorial madrileña o catalana. Fue desde Madrid cuando le escribí indicándole algunas editoriales a las que se podía dirigir así como sus respectivas direcciones, Sin embargo mi amigo no hizo ninguna gestión con esas casas editoriales. Le molestaba tener que hablar de lo suyo con desconocidos y, sobre todo, tener que hacer una presentación panegírica de su propia obra narrativa. Era inexplicable que los cuentos no le hubiesen sido solicitados a Ribeyro desde España, y que solamente tuvieran como meta las editoriales peruanas. Debieron pasar bastantes años para que las puertas de Tusquets o Argos, ambas de Barcelona se abrieran para él. Después de estas publicaciones ya no tuvo dificultades para continuar trabajando con esas editoriales y algunas otras tanto de Barcelona como de Madrid.
Nunca me habló, en ese año mencionado, de frustración, de injusticia, por no ser tomado en cuenta por el mundo editorial hispano. Supo esperar con paciencia. El era consciente de que su obra tenía el peso suficiente como para interesar en cualquier país de lengua castellana, era cuestión de esperar, y así fue. Tal vez la llegada del momento de publicación fue tardío pero llegó. Me echo un poco la culpa de la tardanza. De haber vivido en Madrid o Barcelona en los primeros años de los sesenta, tal vez hubiera conseguido que se abriera alguna puerta para los cuentos de Julio Ramón, pero anduve vagabundeando por centro Europa y cuando me aposenté en España no fue en una ciudad de la península sino en una isla como Mallorca. Desde ahí seguimos nuestra comunicación por correo postal, aunque de forma algo atenuada.
Como ya ha quedado dicho nuestras conversaciones no siempre eran de rotundo corte literario, aunque cuando se trataba de hablar de otros asuntos lejanos a la literatura, de pronto asomaba una cita o un nombre de autor o de libro, algo propio entre quienes están inmersos en el mundo de las letras. Julio Ramón no era un bebedor consuetudinario pero gustaba del vino, del bien vino, placer que en algunas etapas de su vida parisina no podía practicar con asiduidad. Así que muchas veces nos referíamos a la cultura del vino o simplemente a esta bebida pero no hacíamos brindis con ella. Aunque se sentía cómodo en París no desechó nunca la idea de volver al Perú para establecerse sea en Lima y naturalmente se mostraba precavido con respecto a ese, por entonces, hipotético retorno. Había que contar ya estando en el Perú con un soporte económico y él se devanaba los sesos pensando en cómo obtenerlo.
Una de sus ideas al respecto fue la de abrir, en el centro de Lima, un bar en el que el protagonista fuera el vino. Como de todos es sabido en América Latina la producción de vino no cuenta con el aplauso, salvo dos países que sí se han destacado en esta industria: Chile y Argentina. Ribeyro sabía que importar vino europeo, especialmente de Francia y España, podría ser catastrófico parea el negocio, así que había que pensar en reforzar la producción de las bodegas peruanas con las de Argentina y Chile. Pero la idea de Julio Ramón era más completa. Tenía pensado el nombre, "El gato negro", título de una de las novelas más conocidas de Edgard A. Poe. No se trataba de servir sólo esa bebida, tendría que ofertarse acompañamientos como queso, naturalmente buen queso. Y pensar en los no bebedores de vino, para estos habría té o café, así como pastas o tartas. El proyecto era muy completo como ambicioso.
Con el correr de los días se agregaban nuevas ofertas. Ese posible local tenía que ser muy acogedor, para eso estaba el gato negro que sería como una mascota y no sólo se colocaría en un lugar visible del bar, sino también se podrían hacer anagramas con él, o pequeños gatitos que se obsequiaran a los clientes más asiduos. Julio Ramón no desconocía la poca afición que hay por el vino en el Perú, por eso pensaba en buen vino y en buena promoción para que la gente acudiera a beberlo. A través del vino los clientes se ilustrarían sobre los países productores de esta bebida. El que los limeños no fueran asiduos al vino, - hablaba en especial del vino tinto -, no lo veía como un serio inconveniente, consideraba que la novedad jugaría a favor de "El gato negro".
Me decía por ejemplo: viene uno se toma su copa de vino tinto y un trozo de queso, y si le gusta repite. Yo le contaba que conocía a un periodista argentino que salía del diario donde trabajaba como a las dos de la mañana y se iba con amigos directo al Tropezón, uno de los bares clásicos del viejo Buenos Aires, pedía una copa de vino y una ración de queso, nunca terminaba las dos cosas a la vez, así que si faltaba vino pedía otra copa y luego iba a faltarle queso y lo volvía a pedir, y así le daban las ocho de la mañana, hora en que pasaba a otro bar pero para tomar un sobrio desayuno que era un jugo de naranja. A Ribeyro le gustaba este tipo de cliente y pensaba que llegaría a tener no uno sino muchos como ese. Pero de todas maneras notaba que a su proyecto le faltaba un atractivo de mayor fuerza hasta que el vino se convirtiera en la base del negocio y anduvo pensando cuál podría ser ese aliciente .
Tras dar muchas vueltas al asunto un día me dijo : "El gato negro" tendría que contar con algunas chicas atractivas. De esa manera llegarían muchos clientes sin pareja". Hablábamos al empezar la década de los sesenta, de modo que era normal que se pensara en el cliente varón y no en la dama, o más concretamente, en que la inmensa mayoría fueran hombres y también llegaran algunas mujeres. Lima era un ciudad tímida, y Julio Ramón lo sabía muy bien. Y por supuesto, también una ciudad prejuiciosa, y Julio Ramón sabía calibrarla. La nueva duda surgió cuando cambiamos criterios sobre la procedencia de esas chicas digamos que de compañía. ¿De dónde las sacamos?. La primera sugerencia fue que vinieran de Francia. La segunda que fueran españolas que se hicieran pasar por francesas. Pensaba Julio que nadie se daría cuenta de que se cambiaba la nacionalidad. El divertimento del bar o de la vinería, duró un tiempo. Durante todos esos días éramos concientes de que jamás se abriría ese negocio. Una cosa era imaginar y otra enfrentar la realidad.
Muy rara vez mi amigo me hablaba de sus proyectos literarios inmediatos, solía referirse al pasado y a un futuro indefinido, o sea lo que podría ser, lo que tal vez escribiría. En cambio sí mencionaba temas que se podían convertir en relatos. Por ejemplo sus recuerdos de un tal Panchito, llamado en diminutivo porque era escaso de estatura. Me decía que yo tenía que haberlo conocido en Miraflores, sobre todo, en el Terrazas porque era recoge pelotas. También porque en torno al teatro Marsano, donde yo vivía, el padre de ese chico tenía un quiosco de dulces, bebidas refrescantes y cosas similares. Pero el que yo haya conocido al tal Panchito era irrelevante, lo destacado era el currículo de este individuo en Francia. El número de veces que había tenido que visitar las cárceles ya era difícil de recordar. Y sus fechorías oscilaban entre robo de carteras y pequeños asaltos a domicilio. Lo más importante residía en el espíritu robinjunesco de este hombre que solía obsequiar billetes a sus compatriotas necesitados.
Todo lo que me contó de Panchito en el aspecto delictivo me resultó muy interesante y le insinué que podía trazar un cuento con ese personaje. Pero había más. Junto a lo negro o delictivo respiraba un romanticismo inmarcesible. Panchito durante su temporada de recoge pelotas en el club miraflorino vio innúmeras veces a una chica de la que se enamoró platónicamente. La diferencia social y económica impedían el acercamiento. El muchacho no se hacía ilusiones pero sus sentimientos seguían inclinándose más y más hacia la bella espectadora de los partidos de tenis. Trasladado a París y ya absorbido por el mundillo delincuentil, una tarde la vio pasar por una de las calles parisinas en compañía de un varón del que pensó era su novio o marido, y no se equivocaba. Pero su visión captó algo más, no se trataba sólo de una pareja peruana, sino de la falta de recursos económicos que evidenciaba, porque lo que hacían era empujar un carretón con periódicos viejos, o sea el conocido ramasage.
Panchito actuó no sólo como verdadero Robin Hood, sino como ejemplar enamorado sin opción a recompensa. Averiguó la dirección de la pareja, no se preocupó por saber el estado de su economía, ni tampoco el vínculo que relacionaba a la chica con el muchacho que la acompañaba, pero sí la dirección que tenían. Durante la temporada que gozó de libertad le envió un sobre con francos, y para alcanzar la cúspide del romanticismo sin dar referencia de quién mandaba esos dineros. Ya había romanticismo cuando decidió viajar a París. No sé si pensaría que las carteras de los ciudadanos de esa ciudad estaban mejor dotadas que las de Lima o París le sonaba, igual que a muchos latinoamericanos, como un sueño. Nunca vi en uno de los cuentos de Julio Ramón este argumento, pero sí emparenté lejanamente a Panchito, que según su descripción era zambo con el protagonista del cuento "Alienación", aunque naturalmente muy modificado.
Por esos mismos días en que me relató la curiosa vida de Panchito que parece falleció en cárcel francesa, me relató también las aventuras de un muchacho creo que venezolano, que él mismo Ribeyro me había presentado meses antes. Se trataba de un hombre muy aficionado a la lectura y que quería escribir una novela. Pero la pulpa del asunto ocurrió en Londres, cuando el sujeto mencionado y en barrio determinado de la capital inglesa, cerró convenio con una chica del trato, como las llamaba Valle Inclán. La mujer lo condujo a un hotel, le pidió el dinero convenido por adelantado y le dijo que la esperara en la habitación. Nunca más volvió a saber de ella. No dí mayor importancia a esta simple anécdota de un señor que yo había conocido pero que no sabía ni cómo se llamaba. Y con el correr de los años me encontré un día con el cuento "Atuguibas", que no tenía Londres como escenario sino Lima, que no era el venezolano el protagonista sino el propio Julio Ramón, y que el trato no era para alquilar los servicios de una chica, sino para dar limosna a un mendigo en pleno jirón de la Unión.
Las modificaciones eran sustanciales, pero el meollo del asunto seguía siendo el mismo. La chica de Londres estafaba pícaramente al cliente sudamericano. En el caso del cuento, el mendigo es un viejo conocido de Julio Ramón, un hombre que él y su hermano habían visto muchas veces en el Estadio Nacional durante los partidos de fútbol y que solía gritar el mismo título del cuento. Julio Ramón sintió curiosidad por saber qué quería decir con ese Atuguibas y al reconocerlo en la puerta de la iglesia de la Merced pidiendo limosna, se le acercó y le solicitó que le despejara la incógnita de su grito. El hombre accedió siempre y cuando Ribeyro lo recompensase con una limosna. Los billetes del escritor eran grandes y en dólares, así que el mendigo debía esperar que el escritor fuera a una casa de cambio. El individuo tenía una fórmula más sencilla, lo condujo hasta la sacristía de la iglesia asegurándole que el sacristán que era su amigo resolvería el problema, que lo esperase junto al altar. La espera se hizo larga y Julio Ramón descubrió momentos más tarde que el mendigo se había esfumado, tal vez por otra puerta que de la sacristía daba a la calle.
Los conocimientos de fútbol de Julio Ramón no eran escasos, todo lo contrario, el cuento mencionado deja entrever su gran afición por este deporte, prueba de ello es que el relato fue elegido para formar con otros una antología del cuento sobre fútbol que se publicó hará 7 u 8 años en Madrid. Yo lo insté a que escribiera sobre fútbol, no creo que "Atuguibas" se deba a mis sugerencias. Además ese cuento aunque da una mirada bastante amplia a ese deporte tiene otras intenciones como la de mostrar la picardía de determinada gente para birlar dinero a los demás. Seguiré recordando las largas conversas con Julio Ramón y hasta podría ser que en el momento menos pensado reanudemos esas charlas parisinas iniciadas en 1961.
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