Las formas de la indiferencia son múltiples, abrumadoramente ilimitadas. Con dificultad podría decirse de quien mantiene un diario que es un apático consumado, un olvidado de sí, no se diga de su realidad circundante; el diarista, para ser tal, no puede prescindir de la materia misma con que registra las fatigas del calendario: él y lo demás. Aun así, es posible estar al día y ser indiferente y anodino. Por ejemplo Kafka en la entrada del 2 de agosto de su Diario, año 1914: “Alemania declaró la guerra a Rusia. Por la tarde, en la Escuela de Natación”. Otro gran insatisfecho, Julio Ramón Ribeyro, comparte con el autor de La metamorfosis el hastío del solitario que se aburre los domingos, el personaje cansado que busca con desesperación salir de sí mismo y lo único que logra es caer con las palmas de las manos en el fango del mundo.
Pero en su diario personal, la indiferencia del escritor peruano al que le horroriza la monótona vida de todos los días, se vuelve a veces en su contra prodigándolo con el favor de la visión –a veces profética– en el teatro de los acontecimientos; como en París, durante el año axial de 1968: “La caída de De Gaulle: Gulliver vencido por los enanos. Los franceses no soportan la grandeza, la desmesura. Prefieren una confortable mediocridad. [...] Por no haber tolerado a un Quijote se condenaron a ser gobernados por una cohorte de Sanchos”. Llama la atención que alguien asediado por la pobredumbre de una existencia tan inmóvil como incógnita, pueda al mismo tiempo reconocer en la imagen de un estadista el pulso de la época (o elucubrar en un minucioso texto de criminología, “Al pie de la letra”, el perfil psicológico del antropófago más célebre del momento: Akito Kamura). Cioran es otro miembro distinguido de esa cofradía de ensimismados capaces de concentrar su lucidez pesimista y descreída en un aforismo, o de prolongar amistades en rigurosos ejercicios de admiración.
Los diarios propician la frase sentenciosa, buscan lo imposible: el sentido de un acto vano, el sitio que ocupará un hecho absolutamente mediocre en la complicada historia personal. El antídoto contra el virus de la solemnidad: la ironía llevada hasta la burla y la autoparodia. No es extraño que José Miguel Oviedo, en su prólogo a las Prosas apátridas, refiera el escepticismo de Ribeyro, su humor generoso que no le reprocha a la vida su avaricia para con los destinos ensañadamente malogrados: incontables fragmentos de ese pequeño y luminoso libro provienen de La tentación del fracaso, su diario personal de 1960 a 1974. Ribeyro, el auténtico marginal y segregado del boom por decisión estética propia, hubiera podido escribir una página del diario de Jules Renard fechada en mayo de 1894:
Mi literatura no es sino la continua corrección de lo que me sucede en la vida. Como alguien que febrilmente busca en un libro qué hacer para reanimar al ahogado que yace en la orilla. ~
— Bruno Hernández Piché
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