El cazador sutil

Un breve panorama

El cazador sutil

La obra de Ribeyro es heterogénea a primera vista, pero una íntima unicidad le da coherencia y resonancia: se trata de un legado lúcido y sentimental que tiene como ejes centrales la ética de la escritura y la auscultación del individuo contemporáneo.

Por Peter Elmore

Cuando Julio Ramón Ribeyro falleció en Lima, a fines de 1994, no existía duda en el Perú sobre la dimensión de esa pérdida: el consenso de los lectores -que, en su caso, fueron inusitadadamente numerosos- lo había consagrado ya por lo menos desde inicios de la década del 70 como el mejor cuentista peruano del siglo XX. El reconocimiento en el país de origen, donde alcanzó el estatus de un clásico contemporáneo, contrasta con su casi secreto prestigio en otras tierras. Julio Cortázar e Italo Calvino se cuentan en el número notable y minoritario de quienes, sin compartir la nacionalidad del escritor, lo leyeron con cómplice admiración, pero en las nóminas de los autores latinoamericanos más divulgados no figura aún su nombre. Narrador famoso en el Perú, autor de culto en el extranjero: esa bifurcación paradójica tiene que ver, en parte, con la manera en que ha circulado la escritura de Ribeyro.

Durante la década del sesenta, cuando el Boom de la nueva novela abrió un vasto mercado internacional a la literatura moderna latinoamericana, Julio Ramón Ribeyro miró a la distancia y con cierta displicencia ese fenómeno. Varios de los libros que publicó en esos años -la novela Los geniecillos dominicales o la colección de cuentos Las botellas y los hombres, por ejemplo- aparecieron en ediciones clamorosamente descuidadas. Radicado en París, donde vivió desde fines de los cincuenta hasta principios de la década del noventa, poco podía hacer Ribeyro contra los duendes de las imprentas limeñas. El premio Juan Rulfo, que se le concedió en 1994, quería extender el radio de difusión de su obra y confirmar la importancia del escritor. A la larga, el homenaje en Guadalajara resultó casi póstumo y se realizó sin su presencia, pues ya el autor de "Silvio en el Rosedal" agotaba sus últimas semanas: la situación misma parece imitar las ficciones de Ribeyro, que con frecuencia destilan una melancólica ironía y un gusto marcado por los destinos crepusculares.

Ciertamente, el éxito no fue la meta de quien comenzó a publicar en 1992 sus diarios de juventud y madurez bajo el título general de La tentación del fracaso. Lo que guió a Ribeyro -cuya obra temprana surge en un medio indiferente, si no hostil, a la profesión literaria- fue la voluntad de afirmar la propia vocación, al punto de que el diario es menos un cuaderno de bitácora autobiográfico que un laboratorio donde el autor examina tanto su oficio como su condición de artista. Antes, observa Ribeyro, en el Perú había "diarios de exploradores, viajeros o funcionarios", pero el suyo es el primer diario de escritor. De él habría de espigar los fragmentos que conforman Prosas apátridas (1975), ese texto sui generis, hecho de retazos narrativos y ensayísticos, cuya forma híbrida y ánimo reflexivo evocan Le spleen de Paris, de Baudelaire. El libro, editado en Barcelona por Tusquets, fue el primer volumen de Ribeyro que alcanzó divulgación más allá de las fronteras nacionales. Aun antes de que sus ficciones narrativas se difundieran, Prosas apátridas bastó para que en ciertos círculos españoles comenzara su fama de autor de culto. Sobre ese volumen anotó Mario Vargas Llosa: "Libro inclasificable y marginal, compuesto sin designio preciso, al correr de los años, en momentos de entusiasmo y desesperación, al sesgo de su trabajo de narrador, tiene de diario secreto y de libro de aforismos, de ensayo filosófico y borrador de ficciones, de poesía y de tratado moral. Pero es, sobre todo, un testimonio -de prosa exacta e incitantes ideas-del propio Julio Ramón Ribeyro".


Lúcido y sentimental

Fue recién en 1972, gracias a la publicación por Milla Batres de los dos primeros tomos de La palabra del mudo, que los lectores peruanos pudieron por fin leer los cuentos de Ribeyro en una edición digna de su contenido. En esos tomos iniciales se reunió lo que hasta entonces era toda la narrativa breve de Ribeyro. Ahí se hallan, por ejemplo, los admirables cuentos neorrealistas de Los gallinazos sin plumas (1955), que imaginativamente incorporan la lección formal de Dublineses, de James Joyce, al empeño de dar cuenta de los dramas anónimos que engendra el crecimiento urbano. También figuran incursiones en el relato fantástico, como las que incrustan una nota inquietante o lúdica en algunos de los Cuentos de circunstancias (1958) y Los cautivos (1972). En la mayoría de las ficciones de los dos primeros tomos de La palabra del mudo, que abarcan veinte años de trabajo creador, comparece un reparto de personajes regidos por los signos del desarraigo y la derrota. Luego, en 1977, apareció el tercer tomo, que incluye los relatos de Silvio en el Rosedal. El cuento titular cifra, magistralmente, el conjunto de la obra de Ribeyro: lúcido y sentimental, es tanto una inquisición en el arte de los signos como el retrato afectuoso de un ser que, en la opacidad de su existencia, siente el fulgor de la pasión y la herida del deseo.

El cuarto tomo de La palabra del mudo, editado por Jaime Campodónico, y Cuentos completos, en el sello Alfaguara, agregan en 1994 dos volúmenes autobiográficos: el irónico Sólo para fumadores y el nostálgico Relatos santacrucinos. Comedia humana en miniatura, la narrativa breve de Ribeyro se ofrece como un mosaico de la experiencia peruana -sobre todo, de la limeña-en tiempos de una modernización desigual y contradictoria. De ahí que sus personajes más representativos y entrañables sean, con frecuencia, hombres condenados a una vida gris, pero a los que calladamente agita el anhelo de ser reconocidos (es decir, de existir en la conciencia y la sensibilidad de los otros). Por lo general, se trata de pequeños burgueses a los que un incidente revela, con dolorosa precisión, la profundidad de su insignificancia. Son, por ejemplo, el Aníbal de "Espumante en el sótano", que tiene que limpiar los restos de la fiesta que él mismo ha organizado para celebrar su vigésimo quinto aniversario de empleado público, o el Matías de "El profesor suplente", que en su primer y último día de maestro descubre que no está a la altura de su vocación. El fracaso, que es un tema pertinaz en la obra de Ribeyro, muestra los límites de la movilidad social y, al mismo tiempo, expresa el malestar existencial de los sujetos. La carencia es el núcleo de la realidad, su centro vacío. Esa constatación no lleva a una actitud nihilista, pues el narrador se compromete, cálido e irónico, con los personajes cuyas circunstancias refiere. A la larga, no son imperceptibles ni irrelevantes: para el autor y los lectores, son sobre todo seres dignos de simpatía, individuos cuya humanidad dolida nos interpela moralmente.

Un ejercicio ético

Para Ribeyro, la literatura fue un ejercicio ético. No quiere esto decir que se imaginara como un fiscal o un predicador. La ética, en este caso, es la búsqueda (o la construcción) del sentido, la pregunta por el carácter del propio quehacer simbólico y su sitio en la sociedad. Sin duda, su obra suele fustigar injusticias (un título ejemplar es Tres historias sublevantes, que incluye el extraordinario relato "Al pie del acantilado"), pero a la preocupación social la complementa una poderosa corriente autorreflexiva, que fluye en La tentación del fracaso, en Prosas apátridas y en ficciones que tienen por tema la vocación literaria o la práctica de descifrar signos (como, por ejemplo, la primera y mejor de sus tres novelas, Crónica de San Gabriel, y "Silvio en el Rosedal").

n su último año de vida, Ribeyro afirmó en el prólogo de su Antología personal: "Lo importante no es ser cuentista, novelista, ensayista o dramaturgo, sino simplemente escritor". Esa convicción anima su obra, a primera vista heterogénea, y garantiza su íntima unidad.



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