En clave fantástica
Por Ricardo González Vigil
La mayor parte de la obra de Julio Ramón Ribeyro se sitúa dentro del realismo. Sin embargo, la literatura fantástica también lo atrajo, sobre todo en sus inicios literarios. Su primer cuento se apartó de la noción de realidad reinante, con una mezcla de lo insólito y lo grotesco, marcadamente satírica, que recuerda a Gogol (verbigracia, "La nariz"): "lo escribí casi al final de la secundaria, en quinto año (.). Su título era `La careta´ y narraba la historia de un individuo que, para entrar a una fiesta, se coloca una máscara de burro. Cuando la fiesta termina y el individuo sale, no se puede quitar la máscara. Se le había quedado pegada al rostro. Y entonces ocurre que, a partir de ese momento, comienza a triunfar en la vida" (Fernando Ampuero, Gato encerrado; Lima, Peisa, 1987, p. 142). Casi todas las narraciones de 1949-1953 que Jorge Coaguila rescató en Ribeyro: la palabra inmortal (1995) ostentan, en mayor o menor medida, rasgos fantásticos, predominando el magisterio de Kafka. Añádase que en sus libros de cuentos (reunidos en La palabra del mudo) incluyó tres muestras fantásticas de esa época: "La insignia" (escrito en 1952), "Demetrio" (1953) y "Doblaje" (1955). Aunque en menor cantidad persistió en hilar textos fantásticos en las décadas siguientes, con una calidad literaria que no desluce, ni mucho menos, al lado de sus mejores relatos realistas.
Tengamos en cuenta que Ribeyro fue un escéptico que todo lo cuestionó, sin creencias ni convicciones definitivas en ningún terreno. Lo resume bien su "alter ego" Luder: "Es penoso irse del mundo sin haber adquirido una sola certeza -dice Luder-. Todo mi esfuerzo se ha reducido a elaborar un inventario de enigmas" (Dichos de Luder, 1989). Repárese en que Luder significa Jugador (del latín `ludo´, juego), nombre que concuerda con el de ese otro "alter ego" (un adolescente que anhela ser escritor) que es el protagonista de la novela Los geniecillos dominicales (1965): Ludo Totem. Como el escéptico Borges, reduce la literatura (en verdad, la cultura toda, desnudando su vaciedad) a un juego, lejos de toda pretensión de "representar la esencia de lo real", "iluminar las profundidades de la condición humana", "brindar paradigmas de conducta", etc.
Precisamente lo medular en la literatura fantástica es que hace trizas los criterios de realidad en que se apoyan los realistas: los principios lógicos de identidad y no contradicción; las leyes de la causalidad; el carácter lineal e irreversible del tiempo; los limites entre vigilia y sueño, realidad y ficción, etc. En "La insignia" Ribeyro extrema lo insólito hasta llevarlo al salto cualitativo de resultar imposible: el protagonista llega a presidir una institución ignorando todo de ella como en el primer día en que, sin buscarlo, lo integraron a ella (lo cual resulta un estupendo simbolismo de cómo las personas, desde que nacemos, actuamos imitando lo que vemos a nuestro alrededor, sin saber nunca cabalmente de dónde venimos, por qué existimos, etc.). En "El libro en blanco" nos enfrenta a un libro que, sin explicación racional alguna (¿es un objeto mágico o diabólico?), acarrea esterilidad y destrucción. En "Doblaje" ofrece una variante ingeniosa de uno de los temas clásicos de la imaginación fantástica (Hoffmann, Poe, Dostoievski, Cortázar, etc.): la existencia de un `doble´ (en alemán: doppelgänger) antagónico. Y los juegos con el tiempo estructuran "Demetrio" y "Los jaracandás", con una orientación psicológica y vivencial (y no metafísica y especulativa, como la que caracteriza a Borges): el calendario no sirve para "medir el tiempo interior de cada persona, que es en definitiva el único tiempo que interesa. Nuestra duración interior no se puede comunicar, ni medir, ni transferir. Es factible vivir días en minutos e inversamente minutos en semanas" ("Demetrio"). Convergentemente, la distancia espacial es anulada: un pisapapeles arrojado en Lima termina cayendo en Bélgica ("Ridder y el pisapapeles").
En el caso de Borges el escepticismo lo llevó al cultivo exclusivo de la narrativa fantástica (a partir de "El jardín de senderos que se bifurcan", 1941), al punto de sostener que hasta el realismo era una de las ramas de la literatura fantástica porque maneja convenciones sobre lo real no menos arbitrarias ni ficticias que las de la fantasía consciente de serlo, así parodió la narrativa realista en "El informe de Brodie" (1967). En cambio, Ribeyro cultivó preferentemente, y de una manera creciente a partir de 1954, la narrativa realista, pero entregándose a un realismo que calzaba con su escepticismo: un realismo desencantado, de "ilusiones perdidas" (Balzac), donde los ideales y las convicciones, igualmente los deseos (incluyendo los turbios) y las maquinaciones (dictadas por un afán de comportarse sin escrúpulos morales, como los demás) naufragan, casi sin excepciones (el mayor contraste es la rebelión y la lucha presentadas en "Tres historias sublevantes" 1964). En su cuento más admirable (complejo y simbólico como el mejor Borges), "Silvio en El Rosedal" (1977) la realidad ramplona sofoca toda salida trascendente (juguetonamente simbólica: Paternoster, Salvatore, Rosedal, el supuesto mensaje de las rosas formando la palabra SER o RES) que permitiría hasta una explicación fantástica del orden de las rosas; perdidas las ilusiones, Silvio se siente estoicamente liberado, dueño de sí mismo.
Por Ricardo González Vigil
La mayor parte de la obra de Julio Ramón Ribeyro se sitúa dentro del realismo. Sin embargo, la literatura fantástica también lo atrajo, sobre todo en sus inicios literarios. Su primer cuento se apartó de la noción de realidad reinante, con una mezcla de lo insólito y lo grotesco, marcadamente satírica, que recuerda a Gogol (verbigracia, "La nariz"): "lo escribí casi al final de la secundaria, en quinto año (.). Su título era `La careta´ y narraba la historia de un individuo que, para entrar a una fiesta, se coloca una máscara de burro. Cuando la fiesta termina y el individuo sale, no se puede quitar la máscara. Se le había quedado pegada al rostro. Y entonces ocurre que, a partir de ese momento, comienza a triunfar en la vida" (Fernando Ampuero, Gato encerrado; Lima, Peisa, 1987, p. 142). Casi todas las narraciones de 1949-1953 que Jorge Coaguila rescató en Ribeyro: la palabra inmortal (1995) ostentan, en mayor o menor medida, rasgos fantásticos, predominando el magisterio de Kafka. Añádase que en sus libros de cuentos (reunidos en La palabra del mudo) incluyó tres muestras fantásticas de esa época: "La insignia" (escrito en 1952), "Demetrio" (1953) y "Doblaje" (1955). Aunque en menor cantidad persistió en hilar textos fantásticos en las décadas siguientes, con una calidad literaria que no desluce, ni mucho menos, al lado de sus mejores relatos realistas.
Tengamos en cuenta que Ribeyro fue un escéptico que todo lo cuestionó, sin creencias ni convicciones definitivas en ningún terreno. Lo resume bien su "alter ego" Luder: "Es penoso irse del mundo sin haber adquirido una sola certeza -dice Luder-. Todo mi esfuerzo se ha reducido a elaborar un inventario de enigmas" (Dichos de Luder, 1989). Repárese en que Luder significa Jugador (del latín `ludo´, juego), nombre que concuerda con el de ese otro "alter ego" (un adolescente que anhela ser escritor) que es el protagonista de la novela Los geniecillos dominicales (1965): Ludo Totem. Como el escéptico Borges, reduce la literatura (en verdad, la cultura toda, desnudando su vaciedad) a un juego, lejos de toda pretensión de "representar la esencia de lo real", "iluminar las profundidades de la condición humana", "brindar paradigmas de conducta", etc.
Precisamente lo medular en la literatura fantástica es que hace trizas los criterios de realidad en que se apoyan los realistas: los principios lógicos de identidad y no contradicción; las leyes de la causalidad; el carácter lineal e irreversible del tiempo; los limites entre vigilia y sueño, realidad y ficción, etc. En "La insignia" Ribeyro extrema lo insólito hasta llevarlo al salto cualitativo de resultar imposible: el protagonista llega a presidir una institución ignorando todo de ella como en el primer día en que, sin buscarlo, lo integraron a ella (lo cual resulta un estupendo simbolismo de cómo las personas, desde que nacemos, actuamos imitando lo que vemos a nuestro alrededor, sin saber nunca cabalmente de dónde venimos, por qué existimos, etc.). En "El libro en blanco" nos enfrenta a un libro que, sin explicación racional alguna (¿es un objeto mágico o diabólico?), acarrea esterilidad y destrucción. En "Doblaje" ofrece una variante ingeniosa de uno de los temas clásicos de la imaginación fantástica (Hoffmann, Poe, Dostoievski, Cortázar, etc.): la existencia de un `doble´ (en alemán: doppelgänger) antagónico. Y los juegos con el tiempo estructuran "Demetrio" y "Los jaracandás", con una orientación psicológica y vivencial (y no metafísica y especulativa, como la que caracteriza a Borges): el calendario no sirve para "medir el tiempo interior de cada persona, que es en definitiva el único tiempo que interesa. Nuestra duración interior no se puede comunicar, ni medir, ni transferir. Es factible vivir días en minutos e inversamente minutos en semanas" ("Demetrio"). Convergentemente, la distancia espacial es anulada: un pisapapeles arrojado en Lima termina cayendo en Bélgica ("Ridder y el pisapapeles").
En el caso de Borges el escepticismo lo llevó al cultivo exclusivo de la narrativa fantástica (a partir de "El jardín de senderos que se bifurcan", 1941), al punto de sostener que hasta el realismo era una de las ramas de la literatura fantástica porque maneja convenciones sobre lo real no menos arbitrarias ni ficticias que las de la fantasía consciente de serlo, así parodió la narrativa realista en "El informe de Brodie" (1967). En cambio, Ribeyro cultivó preferentemente, y de una manera creciente a partir de 1954, la narrativa realista, pero entregándose a un realismo que calzaba con su escepticismo: un realismo desencantado, de "ilusiones perdidas" (Balzac), donde los ideales y las convicciones, igualmente los deseos (incluyendo los turbios) y las maquinaciones (dictadas por un afán de comportarse sin escrúpulos morales, como los demás) naufragan, casi sin excepciones (el mayor contraste es la rebelión y la lucha presentadas en "Tres historias sublevantes" 1964). En su cuento más admirable (complejo y simbólico como el mejor Borges), "Silvio en El Rosedal" (1977) la realidad ramplona sofoca toda salida trascendente (juguetonamente simbólica: Paternoster, Salvatore, Rosedal, el supuesto mensaje de las rosas formando la palabra SER o RES) que permitiría hasta una explicación fantástica del orden de las rosas; perdidas las ilusiones, Silvio se siente estoicamente liberado, dueño de sí mismo.
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