Los años finales de Ribeyro: Una cierta imagen de Julio Ramón


Los años finales de Ribeyro Una cierta imagen de Julio Ramón

Por Abelardo Sánchez León

Cuando llegué a París en 1972 no pude conocer a Julio Ramón Ribeyro porque lo acababan de operar de un cáncer al estómago. En aquellos años la imagen del escritor la encarnaban Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce y Julio Ramón Ribeyro, y de los tres, el más parisino era Julio Ramón. Cuando por fin llegué a conocerlo, al cabo de seis u ocho meses, me encontré con una persona flaquísima, timidísima, fumadora y que conversaba en voz baja. Tomé tiempo en reconsiderar que regresaba de la muerte. Julio Ramón vivió con medio estómago durante veintidos años. Salía poco de casa. Los amigos lo visitaban a él. En esos años empezó a trabajar como agregado cultural del Perú en la Unesco y dosificaba sus energías. Era una especie de sabio en su capacidad de ahorrar esfuerzo, caminaba poco, lo hacía lento, y lo que más gustaba era leer, escribir y conversar. Yo tuve la suerte de acompañarlo en alguna de aquellas veladas inolvidables.

Julio Ramón nunca pudo zafarse del Perú. Quizá era un apátrida, sí, como sus prosas, porque tenía la idea de estar más cómodo en ese limbo que con tanta habilidad había creado en París. Pero nunca se consideró parisino o afrancesado. Su peruanidad era sesgada, marginal, muy crítica, y se reducía a ciertos espacios de la clase media miraflorina desde donde lanzaba su inquisitoria mirada al Perú entero. Cuando yo lo conocí, Julio Ramón vivía en la plaza Falguiere, en un pequeño departamento, y se dedicaba a ordenar su material literario, bastante disperso e inédito en gran parte. Quizá había sentido ya el aliento de la muerte en sus mandíbulas. Quizá tenía ganas de dar a conocer lo que había escrito entre sus diversos trabajos de sobrevivencia, sobre todo en aquel en la agencia France Press. Fumaba y bebía vino. Y conservaba un papel atrapado en el rodillo de su máquina de escribir que le recordaba que había un cuento pendiente, un texto que se escribía lentamente, día a día, párrafo a párrafo. Vivía con Alida y su hijo Julito. No recuerdo que fuera al cine o al teatro. No salía. Vivía con las justas, dosificando, guardando energías para escribir.

"ALIENACIÓN"
Sus novelas no fueron gran cosa. En todo caso, la mejor de todas fue la primera, Crónica de San Gabriel. Antes de conocerlo había escrito la mayoría de sus novelas: Los geniecillos dominicales y Cambio de guardia. Con la enfermedad optó por géneros cada vez más breves, como la prosa apátrida, los dichos de Luder, el diario íntimo. No tuvo suerte con las ediciones y en casi todas ellas hubo un percance técnico o una errata garrafal. La edición de Los geniecillos dominicales en Populibros fue un desastre. Era casi otra novela de la cantidad de erratas que contenía. Cuentan los amigos que en una edición francesa apareció la fotografía de un hombre negro en lugar de la suya en la contraportada del libro. "No es que sea racista -dijo en aquella oportunidad- pero me incomoda que ninguno de mis cuentos trate el tema racial. Podrían pensar que soy un alienado". Dato curioso, uno de sus mejores cuentos posteriores se llama justamente "Alienación", y narra la historia de un negro peruano que se lacia el pelo y pasa de llamarse Roberto López a Robert López y de allí, simplemente, a Bob, en su proceso de incorporación a la sociedad norteamericana. En Lima le publicaron una antología de algunos de sus cuentos y la única errata estaba en la carátula: La juventud en la otra rivera. Era su sino. Julio Ramón nunca se quejó de su suerte. Vivía con medio estómago, era escuálido, pero sonreía a menudo y no se desesperaba en la búsqueda del agotador reconocimiento literario.

A primera vista la obra de Julio Ramón Ribeyro se nos presenta como magra. Sin embargo, a pesar de los embates que tuvo que soportar, en realidad es bastante gruesa: sus cuentos, sus novelas, su teatro, sus ensayos, sus diarios, sus dichos. Me da la impresión de que el método de escribir de Julio Ramón era bastante heterodoxo, porque no es que se fuera a su escritorio a escribir, sino que lo hacía a lo largo del día y de la noche. Escribía intercalando otras actividades. La literatura había impregnado la totalidad de su vida y se llevaba a cabo entre las comidas, las conversaciones, las siestas y los partidos de fútbol en la televisión. Cuando decidió regresar a Lima y se instaló en Barranco lo hizo para arreglar sus últimos papeles. Quizá escribió uno o dos cuentos, pero su esfuerzo final se concentró en corregir y continuar su diario. Diario que permanece en gran medida inédito.

A PECHO POR EL LITORAL LIMEÑO
Julio Ramón era miraflorino, hijo de una clase media circunscrita al popular barrio de Santa Cruz, hincha elegante de la "U" y alumno ilustre del colegio Champagnat. Estudió los siete años de la carrera de Derecho en la Universidad Católica del Perú (que le debe un homenaje) y su estatua (una cabeza, en realidad) se encuentra en el penúltimo óvalo de la avenida Pardo, cerca de la calle Cesáreo Chacaltana. Ese era su mundo cuando lo conocí en París en 1972 y lo siguió siendo durante los años restantes. Al instalarse en Lima tuvo que comparar los recuerdos de su barrio con aquel que sufría todos los gravitantes cambios de la sociedad peruana. Por cierto que Julio Ramón no fue ni revolucionario ni conservador, y constatar aquellos cambios no le perturbó el humor. Estar cerca al mar era suficiente para él. Las historias que contaba como eximio nadador o sus travesías a pecho por el litoral limeño, me dejaban perplejo. Yo miraba a una persona flaquísima, que se había dejado crecer un inmenso bigote negro y él me respondía furioso: si yo ponía en duda el hecho de que había sido un gran nadador y un habilidoso "insider" en el fútbol, no podríamos ser amigos. Todo lo podía poner en duda menos esos dos hechos fundamentales. Después nos reíamos. Lo que no puse en duda jamás fue la calidad de sus cuentos, la profundidad de sus Prosas apátridas y el humor de los Dichos de Luder. Para que no haya duda lo visito de vez en cuando en Tarma y camino por el rosedal de Silvio en aquella hacienda que hoy es hotel. Puedo decir sin duda alguna: ese rosedal existe como existe el puerto de Blanca Varela.


1 comentario:

  1. Este tipo de escritos, están reunidos en algun libro?
    Muchas gracias porque al menos los puede uno leer aquí.

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