
Autor:
Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) es un escritor representante del realismo urbano en la narrativa peruana de la generación de 1950 junto a Carlos Eduardo Zavaleta, Enrique Congrais Martín, Manuel Scorza, entre otros. Ribeyro destacó en el cuento, fue muy crítico de las fisuras entre las clases sociales y los proyectos de movilidad social de gente que termina en el fracaso o si no en la insatisfacción personal. Uno de estos cuentos es la Insignia (1952), trata de un hombre que encuentra la insignia de una sociedad esotérica, la usa y comienza a encontrarse con miembros de esa organización, al cabo de diez años asciende a presidente pero el desconoce el sentido de la misma y cree que las rayas rojas que pinta en sus conferencias deben contener la respuesta. Este relato aparece por primera vez en el libro de Ribeyro Cuentos de circunstancias (1958) y posteriormente es recopilado en su obra completa titulada La palabra del mudo, editada en cuatro volúmenes, de 1973 a 1992.
Es bien sabido que las sectas esotéricas han buscado adeptos por todo el mundo, ofreciendo conocimientos secretos que vagamente pueden explicar, adiestran a sus adeptos en sus principios místicos, pero siempre controlando el avance y el acceso a libros de la organización según grados en los que promueven a sus miembros. Además estas sociedades proclaman querer cambiar la sociedad de una manera burda y ambigua, sin delimitar sus proyectos, fines ni métodos, piden total sumisión y en muchos casos ceder todo o gran porcentaje de las rentas de sus acólitos para la organización.
La organización demuestra su rango internacional: El cuento sucede en Lima, Perú, pero la secta tiene conexiones con otras similares en distintos países. El librero Martín que hace conocer la organización al narrador, por verlo usar la insignia, le habla del reciente asesinato en Praga de Feifer, un miembro destacado, luego de tres años ya habiendo recibido el primer grado al año, el narrador es enviado por toda América a distintas locaciones de su organización. Parte del progreso ofrecido por estas sociedades a sus adeptos es el ofrecimiento de viajes pagados por los jefes y directivos para cumplir misiones que redundan en su promoción en los grados de la secta. La renta del narrador cuando llega a presidente alcanza los 5000 dólares, cifra significativa para la época del relato y además es una moneda internacional por su poder adquisitivo. El objetivo de la secta es captar adeptos por todas partes sin especificar la calidad del conocimiento ofrecido, con el fin de obtener rentas de los aportes de los miembros, sin embargo la cúpula de esta organización podrá asignar rentas a miembros antiguos que considera útiles para ganar dinero y asegurar el crecimiento de su organización.

Los encargos insólitos de la secta: Para las sectas esotéricas es vital mantener una aureola de ocultismo que llame la atención de sus adeptos y los motive a continuar en ella. El narrador realiza encargos sin sentido como conseguir papagayos, copiar números telefónicos, adiestrar a un mono, estas tareas extrañas mantienen el velo de misterio en sus encargados por su rareza, la secta sustituye la entrega de un conocimiento sólido por símbolos que guardan apariencia de exotismo. Además tuvo que espiar a mujeres que luego desaparecen sin dejar rastro. La secta como la mafia regula el avance de sus miembros, las mujeres desaparecidas son las que han acumulado información vital de los jerarcas de la secta en relaciones de alcoba y son peligrosas para la seguridad de la organización. Estas sectas influyen en la mente de gente que cree que accederá a ese conocimiento secreto algún día y que cree asimilarlo por la exposición de imágenes, símbolos y lecturas superficiales de carácter seudo científico y carentes de rigor académico. El último encargo del narrador fue fabricar una gruesa de bigotes postizos; esto representa el afán de esconder la identidad de los jerarcas de la secta y su preocupación por no ser identificados en público. Las sectas tienen proyectos que proponen ejecutar en una agenda incierta, como en la realidad estos objetivos exceden las fuerzas de su organización, los altos mandos prefieren mantenerse en la clandestinidad para no ser criticados por su falta de logros en cuanto al cambio de la sociedad, en el que de llegar según sus designios les conferiría una posición de liderazgo y poder que equivaldría al control del Estado.
El silencio sobre la insignia: Este cuento solo dice que la insignia de la secta es de plata y que posee signos incomprensibles, no nos informa sobre su forma ni diseño, eso la hace arquetípica de cualquier organización esotérica, su importancia es sólo para su agrupación, todos lo miembros de la secta la llevan, tampoco se habla si esta secta se encuentra en competencia con otras de su misma clase o si de lo contrario establecen nexos entre los distintos jerarcas de estas organizaciones para colaborar en su proyecto a largo plazo de toma de poder de la sociedad. La insignia se propaga por el narrador al establecer nuevas filiales en el continente, el mismo se siente desconcertado del progreso de su secta y sigue sin comprender el significado del conocimiento de la misma. Todo parece ser superficial por el silencio, el narrador como colaborador trabaja con energía pero solo dejándose llevar por la voluntad de sus superiores.


Conclusión: El esoterismo puede inducir a una persona a colaborar en sectas y organizaciones pero no llega a convencer plenamente a sus adeptos del valor del conocimiento que dicen impartir. Las sectas proveen una atmósfera de extrañeza y ocultismo que sirve para enganchar a los adeptos y evitar su deserción pero que no justifica su razón de ser. Esta falta de fundamento intelectual o científico en la secta produce el desencanto del narrador de este cuento, quien se deja dirigir y comparte actividades por una energía que no puede explicar. Estas sectas son criticadas porque lo único que hacen es explotar la credibilidad de sus adeptos para crecer y sustentarse. El misterio sobre su origen y sus conocimientos sirve para ocultar la banalidad de los mismos, porque en el fondo no hay nada edificante ni sustancial que pueda provenir de ellos.










En una de sus exploraciones al mundo de los altos, el niño divisará a un hombre que como los objetos de la azotea pertenece a los extramuros de la ciudad, a esos espacios excluidos de la memoria y de los afectos. Como todos los trastos, reducido a la fragmentación y el olvido, resquebrajado por la intemperie, asediado por la molicie y el rechazo del “mundo de los bajos”. En la cúspide se está solo y el verano no cesa de calcinar dándole a la azotea las dimensiones desoladoras de un desierto limeño. El excesivo calor será un elemento recurrente en el cuento. El sol se dispara a varios significados simbólicos que pueden ser reveladores en el sentido oculto de la narración. Uno de ellos tiene que ver con la destrucción y la sequía que se oponen a la lluvia fecundante. “Así, en la China los soles excedentes debieron ser abatidos a flechazos”.10 11 El hombre de las azoteas sentirá en su piel el ardor de ese sol autoritario que no se cansa de durar. Su cuerpo recostado en la perezosa ha sido marcado por el paso del tiempo, en su rostro “mostraba una barba descuidada, crecida casi por distracción, como la barba de los náufragos”.12 La mirada curiosa del niño no se detiene y empieza a interpretar los signos del hombre en las páginas de un libro nuevo y extraño. En un comienzo, lo ve como un invasor de sus dominios salvajes, pero la obsesión de este hombre no es la del espacio, sino la del tiempo que no se cansa de prolongar el largo verano retardando el advenimiento de las lluvias. En el fondo, es el deseo quemante de otredad, de sentir en su cuerpo no ya el fuego destructor, sino la frescura del agua que en su camino arrastra la pesada carga de las horas. Entre el niño y el hombre se irá creando un lenguaje instaurado en la complicidad que ambos guardan en lo marginal. “...Así se juega de niño, solo. Así se toma el sol en la vejez, solo. Entre ambas edades, el interregno poblado por el amor o la amistad, el único cálido, soportable, entre dos extremos de abandono”.13 El hombre de la perezosa está muy próximo a la infancia. Al margen de la obediencia, del orden que reina en los bajos. La azotea pertenece a la simbología de lo alto. Palomar, torre, árbol recortado contra el cielo, son palabras familiares a su espacio. La simbología de una casa está en íntima relación con la configuración del cuerpo humano. “El exterior de la casa es la máscara o la apariencia del hombre; el techo es la cabeza y el espíritu, el control de la conciencia; los pisos inferiores señalan el nivel del inconsciente y los instintos”.14 En los textos tibetanos “la salida de la condición individual, del cosmos”, se expresa a través de fórmulas “tales como la fractura del tejado del palacio o del techo de la casa. La abertura de la cúspide del cráneo por donde se efectúa esta salida (brahmarandhra) es, por otra parte, llamada por los tibetanos el agujero del humo”.15 En las azoteas, el niño será iniciado en una “tierra nueva” en donde las palabras que salen de los labios del hombre enfermo son otros trastos: su condición es la fragilidad, la fractura, el deterioro. Se han constituido en un lenguaje que toca los bordes de la incertidumbre y el desarraigo. No es un lenguaje de líneas definidas por un principio y un final. Son piezas del naufragio, “fragmentos de la propia tiniebla interior”16 asolados también por el tiempo destructor. En este sentido, pueden compararse a las paradojas y acertijos que habitan los Dichos de Luder. Los pequeños cuentos que le narra el hombre al niño se parecen a estatuas que fueron mutiladas en un naufragio quedando reducidas a fragmentos en los que ya no es posible leer el todo como una unidad perfecta y armónica. Así como el niño construye una nueva sintaxis a partir de ruinas y pedazos de los objetos que ahora son recuerdo de algo que alguna vez fue y ya no será, el hombre de las azoteas ha tocado los abismos de una nueva lengua en la que él mismo es un extranjero, un inmigrante, un gitano y un nómada. Hablar o escribir es una actividad equivalente al juego; juntar palabras entre sí como el niño que realiza una correspondencia secreta entre objetos disímiles. En este sentido, el hombre afortunado es el hombre-niño, pues todavía sus sentidos y su pensamiento no han perdido la frescura inicial. Como el niño, el hombre de las azoteas se sentirá atraído por lo diminuto, “por la contemplación de sus largas manos transparentes o por seguir el paso de las nubes viajeras”.17 El tiempo se ha vuelto lento, canicular, como la mirada del hombre detenida en los detalles de las cosas. El día de su santo le preguntó al niño: “¿Sabes lo que es tener treinta y tres años? Conocer de las cosas el nombre, de los países el mapa. Y todo por algo infinitamente pequeño, tan pequeño que la uña de mi dedo meñique sería un mundo a su lado. Pero, ¿no decía un escritor que las cosas más pequeñas son las que más nos atormentan, como, por ejemplo, los botones de la camisa?”.18 En los bajos, el ejercicio de la contemplación será catalogado como vagancia, pérdida y desorientación. Cuando el niño recibe un libro del hombre de las azoteas, su madre lo arrojará con prejuicio al cesto de la basura como si llevara impreso el contagio de la enfermedad y el desorden. El padre le dirá: “Ese hombre está marcado. Te prohíbo que vuelvas a verlo. Nunca más subirás a la azotea”.19 La mirada de la madre se convierte en un dispositivo disciplinario que controla los movimientos delniño en el espacio para impedir su extravío en la periferia, reino sin referencias ni puntos de anclaje. Si los objetos tienen lugares a los cuales son exiliados cuando sus cuerpos ya no están completos y no aportan nada al orden de lo práctico y lo funcional, los hombres también los tienen. Si alguna parte del cuerpo del hombre se enferma, si la cabeza ya no funciona o si el lenguaje empieza a tocar los extramuros de la locura, entonces, se recurre a “azoteas”: cárceles, manicomios, hospitales, cuya función principal es desaparecer a los hombres, enmudecerlos, volverlos invisibles. Ése es el orden de la sociedad, así funcionan las cosas... Las pequeñas piezas del naufragio que el hombre comparte con el niño revelan los peligros que asedian al hombre cuando decide rechazar toda forma de masificación y uniformización en nombre de su singularidad. La diferencia se aísla en manicomios, se recluye en hospitales, se vigila en circuitos carcelarios. El primer cuento del hombre de las azoteas parece desencadenar en el segundo, pues trata de decirnos que tenemos que seguir las reglas que el orden de la ciudad nos imponga, si no queremos ser exiliados de ésta; y para ello, casi siempre tenemos que alejarnos de nuestros primeros instintos o deseos y ponernos una máscara y simular (cuento del hombre que en realidad quería imitar al canario y no al avestruz). “...Las instancias de control individual funcionan de doble modo: el de la división binaria y la marcación (loco-no loco; peligroso-inofensivo; normal-anormal); y el de la asignación coercitiva, de la distribución diferencial (quién es; dónde debe estar; por qué caracterizarlo, cómo reconocerlo; cómo ejercer sobre él, de manera individual, una vigilancia constante, etc.)”.20 La ciudad está atravesada por toda una red carcelaria que se multiplica en elementos diversos: asilos psiquiátricos, penitenciarías, instituciones, escuelas, en donde se ejerce la disciplina como un tipo de poder. Lo que obsesiona a este sistema es la desviación, la anomalía, el nomadismo. Aún continúan los antiguos métodos de exclusión que se practicaban a fines del siglo XVIII cuando se declaró la peste:
