De los diarios y las reflexiones íntimas al relato autobiográfico “Fragmentos de las memorias que nunca escribiré”


De los diarios y las reflexiones íntimas al relato autobiográfico
“Fragmentos de las memorias que nunca escribiré”

Por
Galia Ospina Villalba

La vida es un relato que nos contamos a nosotros mismos para desenredar la enmarañada selva de nuestros días. En realidad, todo recuerdo es una ficción. No podemos acceder al pasado en su estado puro, creer en él como una referencia fija e inmutable en el tiempo. El yo del presente que observa su pasado pertenece a las leyes del cambio, su mirada jamás será la misma al mirar atrás. Las imágenes del recuerdo son móviles, se transforman según el instante en que son abordadas.

Es imposible desligar al Ribeyro que vive del Ribeyro que escribe. El primero lleva consigo el equipaje de sus reminiscencias, de sus viajes, de sus ilusiones perdidas. El segundo, transforma las reminiscencias de la vida en metáforas del arte. Cada relato nace de los fragmentos de la memoria para inscribirse en la riqueza simbólica de los signos gráficos:

La experiencia es la materia prima de toda creación, la cual elabora los elementos de la realidad vivida. Uno sólo puede imaginar a partir de lo que uno es, de lo que uno ha experimentado, en la realidad o en la aspiración. La autobiografía presenta ese contenido privilegiado con un mínimo de alteraciones; más exactamente, cree, de ordinario, restituirlo tal como fue, pero, para narrarse, el hombre añade algo a sí mismo. De modo que la creación de un mundo literario comienza en la confesión del autor: la narración que hace de su vida ya es una primera obra de arte, el primer desciframiento de una afirmación que, a un nivel más alto de disección y recomposición, florecerá en novelas, en tragedias o en poema.1

Desde Berlín, Ribeyro escribió el cuento Por las azoteas (1958), trasladándose a los distantes días de su infancia en Miraflores. El escritor se siente atraído por lo que se halla lejano en el tiempo; pues sólo a través de la distancia es posible otorgarle unidad a su aventura.

Por las azoteas: el código represivo en contraposición a lo aéreo

Me he dado cuenta —dice Luder— que nuestra vida sólo consiste en dar vueltas y vueltas alrededor de unos cuantos objetos.

Julio Ramón Ribeyro

Niño desordenado. Cada piedra que encuentra, cada flor arrancada y cada mariposa capturada son ya, para él, el inicio de una colección, y todo cuanto posee constituye una colección sola y única. En él revela esta pasión su verdadero rostro, esa severa mirada india que sigue ardiendo en los anticuarios, investigadores y bibliófilos, sólo que con un brillo turbio y maniático. No bien ha entrado en la vida, es ya un cazador. Da caza a los espíritus cuyo rastro husmea en las cosas; entre espíritus y cosas se le van años en los que su campo visual queda libre de seres humanos. Le ocurre como en los sueños: no conoce nada duradero, todo le sucede, según él, le sobreviene, le sorprende. Sus años de nomadismo son horas en la selva del sueño. De allí arrastra la presa hasta su casa para limpiarla, conservarla, desencantarla. Sus cajones deberán ser arsenal y zoológico, museo del crimen y cripta. “Poner orden” significaría destruir un edificio lleno de espinosas castañas que son manguales, de papeles de estaño que son tesoros de plata, de cubos de madera que son ataúdes, de cactáceas que son árboles totémicos y céntimos de cobre que son escudos. Ya hace tiempo que el niño ayuda a ordenar el armario de ropa blanca de la madre y la biblioteca del padre, pero en su propio coto de caza sigue siendo aún el huésped inestable y belicoso.

Walter Benjamin

Existen espacios casi ocultos a los ojos de la multitud que recorre las calles. Si alguien se atreviera a levantar la mirada, reconocería que hay superficies desgarradas de la tierra que se elevan como “una isla secreta sobre los techos”. En el cuento Por las azoteas de Julio Ramón Ribeyro, un niño de diez años se pasea omnipotente en medio de objetos arrojados al olvido después de que han sufrido el rigor de la funcionalidad en el “mundo de los bajos”.2 Este último se distingue por ser el hogar de la costumbre, del tiempo esclavizado en los horarios, de los objetos que se inmovilizan al ser recorridos por una mirada plana y ordenada. Es una atmósfera familiar rígida, dura como una piedra; allí los objetos pierden sus voces y se sumergen en una mudez atroz en donde todo es “obediencia, manteles blancos, tías escrutadoras y despiadadas cortinas”3 que cortan abruptamente la maravillosa distancia de lo inexplorado. Todo lo que ya no es útil o ha entrado en la etapa de la vejez y el desastre es arrojado a las inclemencias del tiempo, al corrosivo verano que se torna inclemente en los techos. En las azoteas los objetos han cambiado igual que el tiempo nos cambia a nosotros. El “reino de objetos destruidos”4 es equiparable a los que se pierden en el mar, llegando a la orilla rotos, fracturados, ausentes de porvenir. Sin embargo, si un niño los encuentra en la arena, cobrarán vida de nuevo a través de su mirada. Serán liberados del hechizo que les otorgaba un significado unívoco, pudiendo asumir múltiples rostros gracias al poder transformador de la imaginación. En las azoteas los objetos destruidos son tesoros, piezas de colección que pueden mezclarse entre sí, tramando una red infinita de posibilidades de juego. El niño “podía pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir como una jabalina la escoba que perdió su paja [...]. Podía construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las pelotas de jebe reventadas, presidía la ejecución capital de los maniquíes”.5 Él libera a los objetos de la pesada carga que les ha impuesto el pasado y al soltar la percepción de la costra del hábito mantiene el sentido de la maravilla. En el “mundo de los bajos” la vida de los objetos tiene la duración de su utilidad, cuando ya no sirven son expatriados, lanzados a “no lugares” en los que el olvido los torna invisibles. A diferencia del mundo adulto que dictamina la defunción de los objetos exiliándolos a islas áridas y ocultas, el niño se siente irresistiblemente atraído por ese reino de desechos que su mirada volverá a dotar de vida y de sentido motivado por los arrebatos de la fantasía y el deseo. “Como si de una secreta correlación se tratase, al igual que sólo la desesperanza concede la esperanza, también del sinsentido adulto surge un sentido infantil tan sorprendente como gratuito”.6 Thoreau sabía que el secreto de la sabiduría residía en la relación que mantiene la mirada con sus objetos. “¡Cuánta virtud hay simplemente en ver!... Somos tanto como vemos”.“Cada niño”, observa, “empieza de nuevo el mundo”.7

Para el niño entrar a la azotea es atravesar galerías secretas y encrucijadas. Su navegación es empírica, sensitiva, táctil. En sus trayectos no existe un comienzo y un final, pues todo ocurre en el medio, como el crecimiento de la hierba. No hay raíces ni arborescencias. No hay metas. Sólo existe el trayecto que se va creando a medida que se recorre. Deleuze le dio el nombre de espacio liso a este trayecto en el que las líneas que lo constituyen no están subordinadas a un desplazamiento que se realiza desde un punto A hasta un punto B. Los arquetipos del espacio liso son espacios abiertos como el desierto o el mar. Para el niño la azotea puede adquirir el rostro de una isla secreta o de una selva no exenta de aventuras y peligros. Su obsesión es convertir su cuerpo en una red que conquiste los espacios vislumbrados:

Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa, pero poco a poco, gracias a valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por las azoteas vecinas. De estas largas campañas, que no iban sin peligros —pues había que salvar vallas o saltar corredores abismales— regresaba siempre enriquecido con algún objeto que se añadía a mi tesoro o con algún rasguño que acrecentaba mi heroísmo. La presencia esporádica de alguna sirvienta que tendía ropa o de algún obrero que reparaba una chimenea, no me causaba ninguna inquietud pues yo estaba afincado soberanamente en una tierra en la cual ellos eran sólo nómades o poblaciones trashumantes.8

Los juegos de la infancia involucran un cuerpo que se desplaza con libertad en el espacio. En el “mundo de los bajos” el cuerpo es adiestrado en la división de compartimentos estrictamente separados: en un cajón están las vacaciones, en el otro el deber, en el siguiente, la escuela. Este cuerpo maniático del orden tendrá como objetivo mantener al “yo” dentro de sus respectivos contornos, garantizando así la permanencia de la identidad personal. En los bajos “todo parece medible y previsto, el principio y el final de un segmento, el paso de un segmento a otro”.9 espacio estriado a las líneas de los trayectos que están subordinadas a los puntos. En este espacio predomina la razón y el navegante empírico ha sido expulsado de sus dominios. La casa y el colegio se ubican en este nivel como lugares represivos en donde la aventura es amenazada con una sucesión dolorosa de deberes, prohibiciones y castigos. Ante este panorama, la azotea es un lenguaje libre, imaginario, una nueva constelación personal en donde la vida se expresa a través del desorden, de la desorientación y la marginalidad. Deleuze denominó

Julio Ramón RibeyroEn una de sus exploraciones al mundo de los altos, el niño divisará a un hombre que como los objetos de la azotea pertenece a los extramuros de la ciudad, a esos espacios excluidos de la memoria y de los afectos. Como todos los trastos, reducido a la fragmentación y el olvido, resquebrajado por la intemperie, asediado por la molicie y el rechazo del “mundo de los bajos”. En la cúspide se está solo y el verano no cesa de calcinar dándole a la azotea las dimensiones desoladoras de un desierto limeño. El excesivo calor será un elemento recurrente en el cuento. El sol se dispara a varios significados simbólicos que pueden ser reveladores en el sentido oculto de la narración. Uno de ellos tiene que ver con la destrucción y la sequía que se oponen a la lluvia fecundante. “Así, en la China los soles excedentes debieron ser abatidos a flechazos”.10 11 El hombre de las azoteas sentirá en su piel el ardor de ese sol autoritario que no se cansa de durar. Su cuerpo recostado en la perezosa ha sido marcado por el paso del tiempo, en su rostro “mostraba una barba descuidada, crecida casi por distracción, como la barba de los náufragos”.12 La mirada curiosa del niño no se detiene y empieza a interpretar los signos del hombre en las páginas de un libro nuevo y extraño. En un comienzo, lo ve como un invasor de sus dominios salvajes, pero la obsesión de este hombre no es la del espacio, sino la del tiempo que no se cansa de prolongar el largo verano retardando el advenimiento de las lluvias. En el fondo, es el deseo quemante de otredad, de sentir en su cuerpo no ya el fuego destructor, sino la frescura del agua que en su camino arrastra la pesada carga de las horas. Entre el niño y el hombre se irá creando un lenguaje instaurado en la complicidad que ambos guardan en lo marginal. “...Así se juega de niño, solo. Así se toma el sol en la vejez, solo. Entre ambas edades, el interregno poblado por el amor o la amistad, el único cálido, soportable, entre dos extremos de abandono”.13 El hombre de la perezosa está muy próximo a la infancia. Al margen de la obediencia, del orden que reina en los bajos. La azotea pertenece a la simbología de lo alto. Palomar, torre, árbol recortado contra el cielo, son palabras familiares a su espacio. La simbología de una casa está en íntima relación con la configuración del cuerpo humano. “El exterior de la casa es la máscara o la apariencia del hombre; el techo es la cabeza y el espíritu, el control de la conciencia; los pisos inferiores señalan el nivel del inconsciente y los instintos”.14 En los textos tibetanos “la salida de la condición individual, del cosmos”, se expresa a través de fórmulas “tales como la fractura del tejado del palacio o del techo de la casa. La abertura de la cúspide del cráneo por donde se efectúa esta salida (brahmarandhra) es, por otra parte, llamada por los tibetanos el agujero del humo”.15 En las azoteas, el niño será iniciado en una “tierra nueva” en donde las palabras que salen de los labios del hombre enfermo son otros trastos: su condición es la fragilidad, la fractura, el deterioro. Se han constituido en un lenguaje que toca los bordes de la incertidumbre y el desarraigo. No es un lenguaje de líneas definidas por un principio y un final. Son piezas del naufragio, “fragmentos de la propia tiniebla interior”16 asolados también por el tiempo destructor. En este sentido, pueden compararse a las paradojas y acertijos que habitan los Dichos de Luder. Los pequeños cuentos que le narra el hombre al niño se parecen a estatuas que fueron mutiladas en un naufragio quedando reducidas a fragmentos en los que ya no es posible leer el todo como una unidad perfecta y armónica. Así como el niño construye una nueva sintaxis a partir de ruinas y pedazos de los objetos que ahora son recuerdo de algo que alguna vez fue y ya no será, el hombre de las azoteas ha tocado los abismos de una nueva lengua en la que él mismo es un extranjero, un inmigrante, un gitano y un nómada. Hablar o escribir es una actividad equivalente al juego; juntar palabras entre sí como el niño que realiza una correspondencia secreta entre objetos disímiles. En este sentido, el hombre afortunado es el hombre-niño, pues todavía sus sentidos y su pensamiento no han perdido la frescura inicial. Como el niño, el hombre de las azoteas se sentirá atraído por lo diminuto, “por la contemplación de sus largas manos transparentes o por seguir el paso de las nubes viajeras”.17 El tiempo se ha vuelto lento, canicular, como la mirada del hombre detenida en los detalles de las cosas. El día de su santo le preguntó al niño: “¿Sabes lo que es tener treinta y tres años? Conocer de las cosas el nombre, de los países el mapa. Y todo por algo infinitamente pequeño, tan pequeño que la uña de mi dedo meñique sería un mundo a su lado. Pero, ¿no decía un escritor que las cosas más pequeñas son las que más nos atormentan, como, por ejemplo, los botones de la camisa?”.18 En los bajos, el ejercicio de la contemplación será catalogado como vagancia, pérdida y desorientación. Cuando el niño recibe un libro del hombre de las azoteas, su madre lo arrojará con prejuicio al cesto de la basura como si llevara impreso el contagio de la enfermedad y el desorden. El padre le dirá: “Ese hombre está marcado. Te prohíbo que vuelvas a verlo. Nunca más subirás a la azotea”.19 La mirada de la madre se convierte en un dispositivo disciplinario que controla los movimientos delniño en el espacio para impedir su extravío en la periferia, reino sin referencias ni puntos de anclaje. Si los objetos tienen lugares a los cuales son exiliados cuando sus cuerpos ya no están completos y no aportan nada al orden de lo práctico y lo funcional, los hombres también los tienen. Si alguna parte del cuerpo del hombre se enferma, si la cabeza ya no funciona o si el lenguaje empieza a tocar los extramuros de la locura, entonces, se recurre a “azoteas”: cárceles, manicomios, hospitales, cuya función principal es desaparecer a los hombres, enmudecerlos, volverlos invisibles. Ése es el orden de la sociedad, así funcionan las cosas... Las pequeñas piezas del naufragio que el hombre comparte con el niño revelan los peligros que asedian al hombre cuando decide rechazar toda forma de masificación y uniformización en nombre de su singularidad. La diferencia se aísla en manicomios, se recluye en hospitales, se vigila en circuitos carcelarios. El primer cuento del hombre de las azoteas parece desencadenar en el segundo, pues trata de decirnos que tenemos que seguir las reglas que el orden de la ciudad nos imponga, si no queremos ser exiliados de ésta; y para ello, casi siempre tenemos que alejarnos de nuestros primeros instintos o deseos y ponernos una máscara y simular (cuento del hombre que en realidad quería imitar al canario y no al avestruz). “...Las instancias de control individual funcionan de doble modo: el de la división binaria y la marcación (loco-no loco; peligroso-inofensivo; normal-anormal); y el de la asignación coercitiva, de la distribución diferencial (quién es; dónde debe estar; por qué caracterizarlo, cómo reconocerlo; cómo ejercer sobre él, de manera individual, una vigilancia constante, etc.)”.20 La ciudad está atravesada por toda una red carcelaria que se multiplica en elementos diversos: asilos psiquiátricos, penitenciarías, instituciones, escuelas, en donde se ejerce la disciplina como un tipo de poder. Lo que obsesiona a este sistema es la desviación, la anomalía, el nomadismo. Aún continúan los antiguos métodos de exclusión que se practicaban a fines del siglo XVIII cuando se declaró la peste: Por otra parte, en la astrología, el sol es el símbolo del principio de autoridad, cuyo emblema inicial es la figura paterna, que se relaciona con “las funciones de adiestramiento, educación, conciencia, disciplina y moral”. Sus significados se extienden también “al negativo súper yo, que aplasta el ser con prohibiciones, principios, reglas o perjuicios”.

Este espacio cerrado, recortado, vigilado, en todos sus puntos, en el que los individuos están insertos en un lugar fijo, en el que los menores movimientos se hallan controlados, en el que todos los acontecimientos están registrados, en el que un trabajo ininterrumpido de escritura une el centro y la periferia, en el que el poder se ejerce por entero, de acuerdo con una figura jerárquica continua, en el que cada individuo está constantemente localizado, examinado y distribuido entre los vivos, los enfermos y los muertos —todo esto constituye un modelo compacto del dispositivo disciplinario. A la peste responde el orden, tiene por función desenredar todas las confusiones: la de la enfermedad que se transmite cuando los cuerpos se mezclan; la del mal que se multiplica cuando el miedo y la muerte borran los interdictos.21

“Los nombres cambian, pero las instituciones se perpetúan”.22 A la casa corresponde el orden, el tabicamiento, la verticalidad. En las azoteas pulula el desorden, las mezclas, la horizontalidad. La casa es un dispositivo disciplinario que busca mantener la incomunicación entre el centro y la periferia. Cuando terminan las vacaciones y el niño regresa al mundo de los bajos, el excesivo orden de los objetos sepulta el rumor de la vida. Dice el niño:

Mi mamá comenzó a vigilar la escalera que llevaba a los techos. Yo andaba asustado por los corredores de mi casa, por las atroces alcobas, me dejaba caer en las sillas, miraba hasta la extenuación el empapelado del comedor —una manzana, un plátano, repetidos hasta el infinito— u hojeaba los álbumes llenos de parientes muertos. Pero mi oído sólo estaba atento a los rumores del techo, donde los últimos días dorados me aguardaban. Y mi amigo en ellos, solitario entre los trastos.23

En este punto, el cuento crea redes comunicantes con la vida de Julio Ramón Ribeyro. Como el niño de Por las azoteas, el escritor también recorrió hasta el cansancio con su mirada esos objetos marcados por la inmovilidad y la repetición. Es posible imaginar la atmósfera familiar de su casa en Miraflores: “...puerta discreta y decente, visillos blancos, techos altos y quizá alguna ventana teatina, salita con retratos familiares, comedor con una “Última Cena” en metal y siempre una frutera de loza, camas hondas y un poco desvencijadas, patio con muchos cachivaches que el decoro obliga a esconder, un insistente olor a humedad, azotea con piso de barro para volar cometas, tener al abuelo enfermo o jugar carnavales”.24 En esos paseos siempre idénticos por su casa limeña, Ribeyro fue aguijoneado por una quemante sed de otredad. En los estrictos muros de su casa el lenguaje corría el riesgo de enmudecer:

Si partí para Europa fue quizás para evitar esos vagares solitarios por mi casa vacía, esas mañanas enormes rodando de una habitación a otra, tocando los muebles, mirando las fotografías y los candelabros. Ahora, como hace años, ando de nuevo entre mis cosas, las reconozco, pero trato en vano de encontrar un indicio. El gran ropero paternal con sus tres cuerpos guarda los mismos álbumes, conserva su olor a polilla muerta. Su espejo me devuelve mi cara, la misma que se ha conservado no sé cómo luego de mil peripecias. El tedio difuso de estas mañanas, el sabor del cigarro... todo permanece idéntico. También mi deseo de partir, sin lucha alguna, vencido.25

El lenguaje que Ribeyro ha ido forjando con infinita paciencia nace en las azoteas, en ese espacio abierto, libre, en donde las palabras pueden intercambiarse como los objetos de un juego. Mientras su hijo Julio encuentra el sentido del mundo en los veinte álbumes de Las aventuras de Tintín, Ribeyro penetra las fracturas de un antiguo paraíso ahora lleno de preguntas y carencias. “La escritura es un inventario de enigmas”, una indagación constante que jamás conducirá a la certeza y, menos aun, a una noción de absoluto.

La primera resquebrajadura en el universo coloreado del niño de Por las azoteas ocurrirá en la brevedad de un instante, cuando al violar la prohibición materna se dirija a las azoteas. La lluvia de otoño ha llegado y la luz que antes era como “un ojo del infierno” ahora es penumbra, “brisa fría”, “aire caldeado”. En su imaginación visualiza al “hombre de la perezosa”, “jubiloso, recibiendo con las manos abiertas esa agua caída del cielo que lavaría su piel, su corazón”.26 27 encuentra que la atmósfera de sus juegos se ha ensombrecido; en la penumbra los objetos muestran un rostro atroz: “...la ropa olvidada se mecía” y “contra las farolas los maniquíes parecían cuerpos mutilados”. El niño recorre atemorizado sus dominios, y en la irrupción de un hecho el mundo de su infancia se desmoronará: Cuando el niño vuelve a visitar el espacio de su “nave cargada de riquezas”

Sólo vi un cuadrilátero de tierra humedecida. La sillona, desarmada, reposaba contra el somier oxidado de un catre. Caminé un rato por ese reducto frío, tratando de encontrar una pista, un indicio de su antigua palpitación. Cerca de la sillona había una escupidera de loza. Por la larga farola, en cambio, subía la luz, el rumor de la vida. Asomándome a sus cristales vi el interior de la casa de mi amigo, un corredor de losetas por donde hombres vestidos de luto circulaban pensativos.

Entonces comprendí que la lluvia había llegado demasiado tarde.28

Al hombre de la perezosa podría atribuírsele aquella frase de Proust: “...a los hombres nos llega lo que esperábamos de la vida, sólo que demasiado tarde”. ¿Cómo volver al lugar de la infancia cuando se entra por primera vez en la muerte? El fin del verano se enlaza con el final de la infancia. “Dejar la infancia es precisamente reemplazar los objetos por sus signos”.29 El mundo abierto se transforma en referencia, en recuerdo. Se crea la distancia frente al tiempo que antes era unidad, espacio. En el mundo adulto, la azotea quedará arrumada en el inmenso trastero de la memoria en donde el pasado ha quedado reducido a sus nombres. Ribeyro sabe que la escritura es una forma de darles permanencia a esos puntos luminosos que huyen a altas velocidades, dejando el rumor de los techos instalado en el cuerpo como una perpetua sed de otredad. Ya adulto, buscará espacios equivalentes a las azoteas, al parque Santa Cruz de su infancia. En el lenguaje se sentirá como un nómada moviéndose entre fragmentos, recuerdos y memorias. La vida también se encargará de mostrarle su lado atroz y miserable: esos espacios sin alma edificados para esclavizar al hombre en labores alienantes y mecánicas. Sin embargo, en medio de las circunstancias más desfavorables, “el oído de Ribeyro estará siempre atento a los rumores del techo”:

Es necesario dotar a todo niño de una casa. Un lugar que, aun perdido, pueda más tarde servirle de refugio y recorrer con la imaginación buscando su alcoba, sus juegos, sus fantasmas. Una casa: ya sé que se deja, se destruye, se pierde, se vende, se abandona. Pero al niño hay que dársela porque no olvidará nada de ella, nada será desperdiciado, su memoria conservará el color de sus muros, el aire de sus ventanas, las manchas del cielo raso y hasta “la figura escondida en las venas del mármol de la chimenea”. Todo para él será atesoramiento.

Más tarde no importa. Uno se acostumbra a ser transeúnte y la casa se convierte en posada. Pero para el niño la casa es su mundo, el mundo. Niño extranjero, sin casa. En casas de paso, de paseo, de pasaje, de pasajero, que no dejarán en él más que imágenes evanescentes de muebles innobles y muros insensatos. ¿Dónde buscará su niñez en medio de tanto trajín y tanto extravío? La casa, en cambio, la verdadera, es el lugar donde uno transcurre y se transforma, en el marco de la tentación, del ensueño, de la fantasía, de la depredación, del hallazgo y del deslumbramiento. Lo que seremos está allí, en su configuración y sus objetos. Nada en el mundo abierto y andarín podrá reemplazar al espacio cerrado de nuestra infancia, donde algo ocurrió que nos hizo diferentes y que aún perdura y que podemos rescatar cuando recordamos aquel lugar de nuestra casa.30

Notas

  1. Georges Gusdorf. “Condiciones y límites de la autobiografía”. En: Suplementos Anthropos, Nº 29, p. 16.
  2. Ribeyro, 1994. “Por las azoteas”. En: Cuentos completos (1952-1994), p. 163.
  3. Ribeyro, 1994. Ibídem.
  4. Ribeyro, 1994. Ibíd., p. 162.
  5. Ribeyro, 1994. Ibídem.
  6. Manuel E. Vásquez, 1996. Ciudad de la memoria. Infancia de Walter Benjamín, p. 102.
  7. Cit. Abrams, 1992. Op. cit., p. 423.
  8. Ribeyro, 1994. “Por las azoteas”. En: Op. cit., p. 162.
  9. Gilles Deleuze y Félix Guattari, 1988. Mil mesetas, p. 200.
  10. Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, 1991. Diccionario de los símbolos, p. 949.
    En este sentido, puede compararse esta última frase con la que pronuncia el hombre de Por las azoteas: —“¡El sol, el sol! —repetía—. Pasará él o pasaré yo. ¡Si pudiéramos derribarlo con una escopeta de corcho!” (p. 166). (N. del autor).
  11. Chevalier y Gheerbrant, 1991. Op. cit., p. 953.
  12. Ribeyro, 1994. “Por las azoteas”. En: Op. cit., p. 163.
  13. Ribeyro, 1975. Prosas apátridas (completas), p. 43.
  14. Chevalier y Gheerbrant, 1991, Op. cit., p. 259.
  15. Chevalier y Gheerbrant, 1991, Op. cit., p. 258.
  16. Ribeyro, 1992. Dichos de Luder, p. 11.
  17. Ribeyro, 1994. Por las azoteas. En: Op. cit., p. 163.
  18. Ribeyro, 1994. Por las azoteas. En: Op. cit., p. 166.
  19. Ribeyro, 1994. Ibíd, p. 167.
  20. Michel Foucault, 1983. Vigilar y castigar, p. 201.
  21. Foucault, 1983. Ibídem.
  22. Ribeyro, 1975. Prosas apátridas (completas), p. 28.
  23. Ribeyro, 1994. Por las azoteas. En: Op. cit., p. 167.
  24. Oviedo, 1982. “Ribeyro o el escepticismo como una de las bellas artes”. En: Op. cit., p. 346.
  25. Ribeyro, 1993a. Op. cit., p. 210.
  26. Ribeyro, 1994. Por las azoteas. En: Op. cit., p. 168.
  27. Ribeyro, 1994. Ibíd., p. 167.
  28. Ribeyro, 1994. Ibíd., p. 168.
    He encontrado el mismo quiebre entre el final de una etapa de la vida y el comienzo de otra llena de dudas e inquietud en las líneas finales de Los gallinazos sin plumas y Página de un diario:
    “...Se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula”.
    En Página de un diario, leemos: “Entonces comprendí por primera vez, que mi padre no había muerto, que algo suyo quedaba vivo en aquella habitación, impregnando las paredes, los libros, las cortinas, y que yo mismo estaba como poseído de ese espíritu, transformado ya en una persona grande. Pero si yo soy mi padre, pensé. Y tuve la sensación de que habían transcurrido muchos años”. (N. de la autora).
  29. Ribeyro, 1975. Prosas apátridas (completas), p. 65.
  30. Ribeyro, 1975. Prosas apátridas (completas), pp. 48-49.

Galia Ospina Villalba: Ensayista, poeta y crítica literaria colombiana (Bogotá, 1973). Magistra en educación. Profesional en estudios literarios, Pontificia Universidad Javeriana. Formadora en el área de los talleres literarios de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano. Ha publicado Julio Ramón Ribeyro: una ilusión tentada por el fracaso, entre otros.


No hay comentarios:

Publicar un comentario