Fuente: El Hablador
Así como en el amor, las primeras impresiones son las que cuentan. Quizás esta intuición de vagas reminiscencias pascalianas ayude a rememorar la tremenda impresión que me causó la escena final de “Los gallinazos sin plumas”, aquel cuento de Julio Ramón Ribeyro que se encontraba sumergido en las páginas de los manuales de Escuela Nueva, a finales de la ya lejana década de 1980. El cuadro en que Efraín y Enrique se deshacen de su abusivo abuelo, a quien lo dejan a merced del porcino Pascual en el chiquero de su casa, resulta tan conmovedor a los once o doce años de edad, de una fuerza remarcable, sólo comparable con la escena más descarnada de La strada de Fellini; y aún hoy, releyendo el cuento, se proyecta la imagen de la ciudad como una bestia inclemente, impertérrita al sufrimiento humano. No en vano Ribeyro escribe este cuento en pleno auge del neorrealismo italiano, pero esto lo supe muchos años después.
Los siguientes textos fueron “La insignia” y “Doblaje”, a los que leí, si la memoria no es infiel, en una edición de Populibros, aquélla de papel periódico y letra imprenta enorme, con los títulos en mayúscula. En esa época, me deleitaba con El péndulo de Foucault, quizás la novela más baja en la bibliografía de Umberto Eco, pero cautivante por sus múltiples alusiones a los templarios, la tradición hermética occidental y toda la parafernalia de las sociedades secretas. Era inevitable el gancho con “La insignia”, sobre la vida de un hombre anodino que de un momento a otro, por la sola posesión de una insignia aparentemente inane, ve trastocada su vida, sin conocer plenamente el significado concreto del cambio, a manos de una cofradía que usaba dicho emblema como medio de reconocimiento de sus miembros. Con un tono abiertamente paródico, seguramente Ribeyro se estaba mofando de nuestros rituales modernos, tan acostumbrados a dotar de contenido a casi cualquier cosa.
“Doblaje” también resultó una experiencia perturbadora. Es el motivo del doble, tan repetitivo (lo volví a encontrar en “Los ojos de Lina”, de Clemente Palma, y llevado a su máxima expresión por Cortázar en “Axolotl” o “La noche boca arriba”), pero a la vez tan fructífero para cualquier narrador. Este relato corresponde la etapa fantástica de Ribeyro, a la que también pertenece “Por las azoteas”, y una de las más logradas de toda su producción cuentística. Si se hiciera una encuesta ahora acerca de la mejor etapa en la narrativa de Ribeyro, sin dudarlo me quedaría con estos años de escritura, porque son los más frescos, los más pulidos y los menos ornamentales, donde un negro sentido del humor fluye con suma espontaneidad.
Es cierto que con los estudios universitarios se deja momentáneamente a un lado el mero discurrir de la lectura para descubrir con una mayor concentración las fugas de sentido, las interacciones, las proliferaciones y las categorías teóricas en los textos. Narrador en primera persona, tercera, narratario, focalizaciones, diégesis… todos esos términos eran caros al segundo ciclo de Letras. Así también lo fue “Alienación”, uno de los más valiosos textos que mis compañeros universitarios y yo leímos en la clase de prácticas del curso de Literatura de Estudios Generales. El “cuento edificante seguido de breve colofón” condensa ejemplarmente los talentos narrativos de Ribeyro y a él he vuelto una y otra vez, por las intensas cavilaciones que produce y porque con los años y las lecturas la mirada se afina, con el propósito que el tímido e incauto lector puede convertirse en un hábil forjador de algunas hipótesis (todas enteramente discutibles). El asunto aquí es delimitar, en el caso de Bob López y Queca, algunos rasgos que los hacen memorables como personajes arquetípicos.
No es mi intención operar a la manera de algunas lecturas sociológicas que se han hecho del cuento, que concluyen con el consabido estribillo de una sociedad peruana jerarquizada, etcétera. Esa no es, en mi opinión, una conclusión valedera, debido a que repite una tautología presente en el relato: la notoria división de castas, que se hace patente en la mueca de desprecio que le dedica la mestiza Queca al zambo Roberto López.
Para intentar esclarecer mi punto de vista, primero hay que hacer algunas salvedades preliminares. Ribeyro era un apasionado lector de Stendhal, Flaubert y Maupassant. En 1956, el narrador escribe el artículo “Gustav Flaubert y el bovarismo” (aparecido por primera vez en el diario El Comercio e incluido en La caza sutil), término acuñado por el francés Jules de Galtier para explicar los volátiles estados de ánimo de Emma Bovary, causados por ese irrefrenable apego a las lecturas de los libros románticos que tanto furor produjeron a mediados del siglo XIX y que la divorciaron completamente de un sentido cabal de la realidad. Emma Bovary no tenía los pies puestos sobre la tierra a causa del bovarismo, una enfermedad irremediablemente moderna.
Otro crítico francés contemporáneo, René Girard, autor de Mentira romántica y verdad novelesca, sostiene que la noción de De Galtier, si bien es suficiente, explica sólo un estadio del desarrollo de la novela. Por eso —sostiene Girard— Madame Bovary se parece tanto a El Quijote: tanto Alonso Quijano como la campesina normanda imitan los deseos de personajes ajenos a la acción novelesca: en el caso del Quijote, de Amadís de Gaula; en el de Emma, de las heroínas románticas que viajaban a países exóticos para realizar sus ideales amorosos. Mientras más cerca del protagonista se halle el mediador, mayores distorsiones sufre el primero.
Precisamente, con la abolición de privilegios nobiliarios y religiosos surgidos al calor de las revoluciones modernas, la distancia entre los hombres se acorta. Aparecen los sentimientos que Stendhal, tan adelantado a su tiempo, calificó de modernos: “la envidia, los celos, el odio impotente”. Ahora imaginemos que el mediador se halle dentro de la acción novelesca, que sea un personaje más en la trama y que posea el objeto que el protagonista ansía: así se completan los tres ángulos del deseo. La sensación de asfixia psicológica aumenta. Los héroes ven lejanos los atisbos de un final feliz. De ahí surge la conciencia oculta, casi subterránea, resentida, que impregna a un Raskónikov, un Kirilov o a los tragicómicos caracteres proustianos. La literatura del absurdo sería el siguiente paso en la revelación del deseo triangular.
Esta secuencia se repite en los novelistas contemporáneos no por una cuestión de tradición, sino que se halla a flor de piel, en las capas más altas y más bajas de nuestras sociedades contemporáneas. Ocurre todos los días, irrevocablemente. En la calle, en los avisos publicitarios e incluso en los productos de la denominada cultura popular (como en las telenovelas mexicanas, brasileñas o venezolanas) se puede apreciar este esquema. Son los signos que definen nuestros tiempos.
Boby López padece un fuerte ataque compulsivo de bovarismo. Después de copiar al novio gringo de Queca (“o Mulligan o nada”) y luego a Alan Ladd —ambos fuera del campo de acción de López— lo que más anhela desesperada, casi metafísicamente, es la piel de sus contrincantes. Así, con el pelo planchado, la cara talqueada y su inglés masticado, viaja desde Lima, la “ciudad colonial”, hacia Estados Unidos, a una sociedad más WASP (1) que la costeña criolla, donde se encuentra para su asombro con los otros Boby López del mundo. Tal como en la actualidad, como le está ocurriendo a muchos afroamericanos e inmigrantes latinos con la invasión a Irak, es reclutado por los marines para servir como carne de cañón en el frente coreano. El final de todo este periplo es obvio.
Uno de los rasgos más logrados del cuento es que, a partir de su fatal encuentro, Queca y Bob recorren el mismo círculo vicioso. Cada uno de ellos pretende ascender contra viento y marea en la escala social: Bob, de los cines de su barrio a la neurótica metrópoli neoyorquina; Queca, de la plaza Bolognesi a los campos de Kentucky. Por supuesto, la progresión es escalonada. En el caso de Queca, ésta se sucede a medida que va cambiando de enamorados, cada cual con mayor capital simbólico, como diría Bordieu. Al final se casa con un tipo que pertenece al estamento más reaccionario de la sociedad estadounidense, quien le recuerda sus verdaderos orígenes mientras la golpea ebrio de whisky.
“Alienación” no es sino el relato de cómo dos personajes se hacen sujetos a través de la alocada persecución en busca de sus inasibles objetos de deseo. Condicionados por una sociedad abocada al menosprecio del otro —y he ahí el punto que Ribeyro pretende tocar, nuestra total ausencia de solidaridad social cuya base es la ignorancia—, tanto Bob López como Queca construyen unas imágenes tan perfectas de sí mismos que terminan perdiendo el sentido de lo real, la dirección de sus vidas.
La mecánica del deseo es tan apremiante que conduce precisamente a la mentira romántica, a convencerse de que uno extrae los deseos de sí mismo, cuando verdaderamente ocurre todo lo contrario (el deseo es el deseo de Otro o, en otras palabras, la huachafería que detecta tanto el narrador como los otros personajes), y el relato está ahí para mostrarlo. Lo paradójico es que ambos no podrían llegar a ser sin esa mentira, lo cual me recuerda la sentencia de Nietzsche: “Cuántas dosis de verdad es capaz de soportar un ser humano”. Creo que en el caso de Queca y Bob no muchas, puesto que su enfermedad —pertene-ciente más al campo espiritual que al somático— es incurable.
El otro caso que amerita examinarse es el de Diego Santos de Molina, el personaje central de “El marqués y los gavilanes” y sobre quien gira toda la trama de este relato. Santos de Molina, un viejo descendiente de las familias de vieja ralea aristocrática limeña, es azuzado permanentemente por Fernando Gavilán y Aliaga, representante de aquella burguesía pujante que hizo fortuna durante el boom exportador de la década de 1950 y que organizó algunos proyectos políticos progresistas que cuajaron en la década siguiente, con lo cual desplazaron a la alianza entre la oligarquía y los militares del poder.
Pues bien, Santos de Molina se obsesiona completamente con los Gavilán y Aliaga. El texto es una metáfora de la pérdida de los espacios tradicionalmente asignados a la oligarquía, como el hotel Maury, las propiedades del centro de Lima e incluso la posibilidad de refugiarse en el extranjero. El deseo de Santos de Molina, un nostálgico del orden colonial, choca constantemente con el de su rival. Esta pugna describe lo que Girard denomina la doble mediación, el estadio más extremo del deseo triangular.
Aquí, tanto el sujeto como el mediador se hallan en una posición horizontal, ya no vertical, como en el caso del bovarismo. La obsesión con el otro es completa. Las distorsiones, como referíamos líneas arribas, definitivamente son tan catastróficas como en el caso de Bob: para Santos de Molina, éstas lo conducen a una psicosis claustrofóbica.
En alguna ocasión posterior me gustaría ampliar detalla-damente estos puntos, pero por ahora, en la incesante fauna que recorre sus relatos, Ribeyro nos describe a tipos humanos agobiados por la inestable modernidad, que en el caso peruano ha generado una gran movilidad social pero también una mayor brecha entre pudientes y menesterosos, con las consecuentes rupturas que separan aún más a las castas en que se divide la sociedad peruana. Sin embargo, Ribeyro, a diferencia de algunos de sus lectores, no intenta explicaciones sociológicas. Él sólo resultó ser el testigo privilegiado de una época en que el rostro del Perú cambia vertiginosamente.
Por eso me parecen pretenciosas aquellas interpretaciones que colocan a Ribeyro como un personaje más de sus cuentos, puesto que rebuscan en lo biográfico la clave para entender su apego al escepticismo apátrida, la ironía y la mordacidad con que trata a sus personajes. Tal y como ha ocurrido con la publicación de sus diarios, que ha abierto una veta insospechada a este tipo de lecturas facilistas. En una entrevista afirma:
El diario es un género en el cual uno narra hechos verídicos y reales. No puede haber un diario imaginario porque eso sería una ficción. En mis otros trabajos si hay ficción, me valgo de mis experiencia, de lo que escucho y observo para recrear situaciones, elaborar relatos, cuentos y piezas de teatro. Es necesario diferenciar la literatura intimista, la del diario personal, y la de ficción, presente en mis otros libros (2).
Lo cual sería suficiente para aclarar este punto. En otra entrevista, en la que tendenciosamente se le quiere acusar de racista, remata tranquilamente, pero con decisión: “No tengo nada de aristócrata”. Estos lectores deberían darse la molestia de revisar más bien a los narradores peruanos del siglo XIX, que abusaban hasta el hartazgo de los estereotipos raciales. Al contrario, Ribeyro libera a sus personajes de las ataduras decimonónicas –curioso en él, que tenía como modelos a los escritores franceses de esa época– y los hace circular, con sus miserias y grandezas, en una suerte de “comedia humana” del Perú del siglo XX. De ahí su especial toque subversivo, acre, de un vasto humor negro, que caracteriza a la totalidad de su obra.
De este modo, me río junto con Ribeyro en los pasajes más excéntricos de “El marqués y los gavilanes” o tras la gran mascarada de “El polvo del saber”, pero también me queda grabada la frase “La piel de un indio no cuesta caro” cuando en las noticias surgen las sigilosas formas que el desprecio y el ninguneo han adoptado en el Perú a través de la ominosa ley del embudo que nos afecta, aunque no querámoslo verlo, a todos.
En los últimos años de su vida, a su regreso de Europa, el escritor fue objeto de atención de buena parte de la prensa. Cuando revisaba las notas para este artículo, me llamó la atención el que los medios le dieran tanta cobertura, quizás debida a la publicación de La tentación del fracaso o las Cartas a Juan Antonio (las entrevistas las aceptaba por compromisos con sus editores, porque en el fondo sentía renuencia hacia ellas). Lo cierto es que el círculo de lectores de Ribeyro, básicamente universitario, comenzó a expandirse con la estadía del escritor en el Perú. Aún perdura el recuerdo de su presencia durante la presentación del cuarto tomo de La palabra del mudo, en 1992, en la Municipalidad de Miraflores, donde fue vitoreado. Sin embargo, y con la obtención del Premio Juan Rulfo en ese año, esto no ha sucedido en el resto de países hispanoamericanos. Como José Miguel Oviedo escribió en el diario El Comercio, a pocos días del fallecimiento del autor de Crónica de San Gabriel:
Es lamentable que la obra de Ribeyro haya sido sistemáticamente soslayada en el panorama literario hispanoamericano, porque su contribución al arte del cuento es inagotable: no sólo es uno de los más prolíficos cuentistas de este siglo (ha escrito más de un centenar de relatos), sino que ha insistido en la alta categoría artística del género, en nada inferior a la novela, el teatro o la crítica, formas que también supo cultivar. Hay una rigurosa moral estética en Ribeyro, cuyos modelos no son de este tiempo: Stendhal, Maupassant, Flaubert, Chejov.El aire sutilmente retrospectivo de su obra, su indiferencia por los modos del presente y su nostálgica seducción por lo que inexorablemente desaparece, constituyen un irónico (tal vez, escéptico) comentario sobre el mundo, real y literario, en el que le ha tocado vivir. Tras unos 40 años de constante producción, es todavía un autor que muchos lectores no han descubierto. (3)
¿A qué se debe este ocultamiento, esta falta de comunicación no sólo con los lectores hispanoamericanos, sino también peruanos? A pesar de que críticos literarios extranjeros le han dedicado páginas enteras, lo que sostiene Oviedo es cierto: a diez años después de su desaparición física, la obra de Ribeyro no ha prendido aún en el resto de América Latina. Lo más probable es que al propio Ribeyro no le interesaba tampoco ser el centro de atención, como en el caso de algunos escritores latinoamericanos —viejos y jóvenes— que viven más de las estrategias de marketing que de la calidad literaria. Una actitud consecuente, entonces, marca los pasos de su silenciosa pero a la vez copiosa y fructífera —a veces tediosa, en sus propias palabras— labor de escritor.
A propósito de la publicación del libro de homenaje Asedios a Julio Ramón Ribeyro (1996), uno de los primeros esfuerzos de la crítica literaria peruana en esbozar una lectura sistemática de nuestro mayor cuentista, el periodista Carlos Batalla escribió:
Alguna vez se dijo que Ribeyro era el escritor peruano más citado pero menos leído. Tal vez sea cierto. Esfuerzos como el que este libro representa reducen en gran medida esa brecha que existe entre “reconocer” a un escritor y verdaderamente “conocerlo”, es decir, aproximarse con él con la razón y el sentimiento alertas, siendo capaces de asimilar los elementos más sutiles y perecederos de su arte: la palabra justa, el amplio y variado conocimiento de la lengua; y, por cierto, un propio universo ficticio (4).
Cualidades suficientes para convertir a Ribeyro no sólo en un extraordinario narrador, indispensable para degustar el placer de una buena prosa, sino en un ejemplo de escritura, cuyo magisterio se proyecta en un proyecto radicalmente individual, en una convicción que entendía lo literario como central en la formación de un pensamiento lúcido, con todas las consecuencias que acarrea esta postura ante los dictámenes que rigen la vida actual. Nuestra tarea como lectores no debe quedarse en la reverencia inútil o en la repetición de los clisés de siempre, como lo denunciaban sus cuentos. Debemos atrevernos a descubrir los secretos y verdades de una obra literaria que nos aguarda detrás de las sombras.
© Giancarlo Stagnaro, 2004
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(1) WASP: Siglas en inglés de White AngloSajon Protestant (blanco, anglosajón y protestante), que corresponde a los valores de los puritanos estadounidenses, por lo general intolerantes con los elementos foráneos. No todos los habitantes de rasgos caucásicos en Estados Unidos entran en esta categoría, puesto que alude a un círculo adinerado, exclusivo y cercano al poder.
(2) Valentín Ahón. “Ribeyro: disposición natural para el cuento”. En El Comercio, sección C, 14 de mayo de 1993.
(3) José Miguel Oviedo. “El arte narrativo de Julio Ramón Ribeyro”. En El Comercio, sección A, 11 de diciembre de 1994.
(4) Carlos Batalla. “Estudios sobre Ribeyro”. En El Peruano, sección Cultural, 24 de setiembre de 1996.
Buenísimo el artículo. Aunque sospecho que la sociedad limeña nunca tuvo nada de WASP (que implica protestante) Tienes que cambiarle de color a las citas que se ven negras o mejor dicho no se ven.
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